Es cierto que Sébastien Lifshitz utiliza la música como apoyo emocional y, en algunos momentos, sobrecarga un documental que no necesita ningún aditivo para secar los depósitos del llanto. Petite Fille contiene tanto dolor, hay en sus imágenes tal concentración de frustración, de infatigable lucha contra los convencionalismos más atroces, que basta con ver las miradas de Sasha y de sus familiares (principalmente su madre) para comprender el trance que están viviendo.
Pero antes de entrar en valoraciones, debería presentarles a Sasha, una niña de apenas siete años en contradicción con su cuerpo. Ni su madre, ni su padre ni sus tres hermanos albergan ninguna duda al respecto de su género, pues desde que pudo expresarse siempre se refirió a sí misma en femenino y dejó meridianamente claro no ya su sentir sino su ser. El conflicto se establece aquí entre la familia y unas instituciones con graves dificultades para reconocer aquello que desborda los esquemas prefijados que establecen una normalidad determinada. Lo más admirable de esta película que pasó por la sección Panorama de la pasada Berlinale y que viene de ganar en los festivales de Gante y Chicago, es el acceso a la intimidad familiar que Lifshitz logra y el respeto con el que trata a todos los componentes (es suficiente con ver el sobrio tratamiento fílmico que se da a las visitas a la psicóloga). Estamos ante un documental observacional que muestra los diferentes estadios de la batalla por la aceptación pública y administrativa de la incuestionable realidad de Sasha y que, a través de imágenes como las de una niña jugando al futbol con tacones o bailando en soledad, se convierte en una herramienta imprescindible para cambiar mentalidades al parecer impermeables a la evolución de la sociedad.