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Ha realizado dos largos de ficción, que intentaban no ser ficción y un documental. Este nuevo largometraje, ¿también responde a esa idea de ‘intentar no ser ficción’? La adaptación de una novela, que también era algo nuevo para mí y en lo que no tenía ninguna experiencia, es un proceso largo y que ha tenido su dificultad. Por un lado, está toda esa parte onírica, que es fantástica, pero que yo pensaba que no sabría hacer. Poco a poco me di cuenta de que lo que estaba haciendo era llevar la película hacia el realismo. Al intentar cristalizar la película para llevarla del guion a la pantalla, pensamos en una serie de cosas sencillas como: dónde vive la protagonista Lucía (Malena Alterio), en qué barrio, dónde filmar la película, qué parte de Madrid reflejar… Cuando propuse realizar la película un poco a ras de suelo, muy en contacto con la realidad, pensaba que iba a ser un contraste complicado entre una película un poco ‘hitchcockiana’ y algo quizás más espontáneo o menos amarrado. Pero ahora me doy cuenta de que la película tiene muchas más semejanzas con mis obras anteriores, pero también distancia, no solo porque en este caso hay actores profesionales, sino, sobre todo, porque el personaje principal es muy misterioso y es una incógnita, y me paso toda la película intentando desvelarla. Yo quería una película que chocara con la realidad. Quería que nuestro deseo de ficción tuviera un poco de conflicto con la realidad. Intenté abrazar esa idea, que es un poco difícil de llevar a la pantalla, pero para mí era una idea filosófica.

Hay una secuencia que reflexiona, dentro de la historia, sobre esta idea de separar la ficción y la realidad, la conversación entre Lucía y Ricardo (José Luis Torrijo) en el restaurante. Eso ya estaba en la novela, que, en ese sentido, es muy incisiva y muy clara. La película se expande más en algunos momentos, pero la novela es mucho más concisa. Hay dos escenas en la novela que reflejan esa idea muy bien: esa cena con Ricardo y otra en la obra de teatro que nosotros cambiamos bastante. La novela tenía varias cosas muy seductoras que me atraparon desde el primer momento. Primero, desde luego, el personaje de Lucía, vivo e ingenioso, a la vez sensual y divertido y con una parte desconocida que se revela muy amenazante. Pero me gustó mucho, sobre todo, quizá por mi trayectoria anterior, la reflexión sobre el autor y el utilizar las historias de los otros, que es algo parecido a lo que yo venía haciendo. Ese diálogo que mencionas es clave, contiene la filosofía de la película.

¿Cuánto ha habido de improvisación, o de búsqueda al filmar, en la planificación y la puesta en escena? Yo intentaba reescribir prácticamente cada escena en el set. Es una especie de afán de de espontaneidad, de no repetición, de encontrar cierta verdad en el instante. Pero en alguna ocasión sí que recurríamos a las escenas que ya estaban escritas. Ha habido una combinación de las dos cosas. Una vez se abraza el trabajo con actores amateurs, eso ya limita, o más bien, da oportunidades, y hace imposible aferrarse a un guion. Esas escenas pasan a formar parte de un método mío de trabajo anterior, de abrazar la improvisación, el instante y el encuentro. Pero el guion nos proporcionó una guía mucho más concreta que en otras ocasiones.

Entonces, ¿el guion era más cerrado que otras veces? Ha sido una conversación entre el guion, los actores y el instinto. Así que el guion ha sido bastante abierto, pero los mimbres estaban muy claros. El proceso de reescritura y adaptación ha sido muy interesante porque trabajé con Clara Roquet y fue un periodo de mucha claridad narrativa. El guion era muy sólido, mientras que en otras ocasiones se trataba más bien de una hoja de ruta.

La película empieza en un estilo documental bastante marcado al que se van sumando elementos oníricos y la ópera es la bisagra que lleva el tono del realismo social al fantástico. Al principio quería rechazar todo lo onírico, pensaba que la película podría resistir sin eso, pero pronto fue evidente que era muy necesario. Desde el primer momento, tenía la intención de agarrar la historia al realismo, quizás también por mis trabajos anteriores. Pero al final ese balance funciona muy bien, por ejemplo en la escena del encuentro íntimo entre Lucía y el enfermo de cáncer (Íñigo de la Iglesia). Y la música cumple un papel fundamental en llevar la representación hacia la fantasía y la emoción.

¿Y la decisión de rodar en 16 mm? Aunque tienen su parte romántica, son decisiones en buena medida prácticas. Queríamos hacer una película muy a ras de calle, teníamos muchas localizaciones, actores fabulosos y un tiempo limitado, claro. Hablando con el fotógrafo (Barbu Balasoiu) en preproducción, viendo las localizaciones tan distintas que teníamos y las posibilidades que teníamos de iluminar él sugirió que lo mejor sería rodar en cine porque eso le iba a dar a la película una mayor coherencia visual. Me daba miedo porque yo estoy acostumbrado a grabar mucho. Pero, finalmente, fue una decisión muy acertada. Rodamos en 16 mm los exteriores y las localización interiores que no son el coche, donde rodamos en digital, y ahí sí podíamos dejar la cámara filmando. Y filmar en cine, además, tiene toda esa filosofía detrás de las limitaciones o los pequeños inconvenientes que se convierten en posibilidades.

Elsa Tébar

Entrevista realizada por videoconferencia Tallahassee (EE. EE.) – Madrid,
el 5 de octubre de 2023.