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La escisión que provocó la implantación de la televisión por cable, auspiciada por HBO en su país de origen, dio como resultado la llegada de la edad de oro de la televisión. Títulos como A dos metros bajo tierra, Los Soprano o The Wire demostraron que la división del audiovisual entre la intimidad del hogar y la experiencia colectiva de las salas de cine no era cuestión del tamaño de la pantalla, sino de una decisión consciente por parte de los creadores de dichas ficciones televisivas de ofrecer obras seriadas que usaran de manera consciente los recursos estilísticos y formales de puesta en escena cinematográficos para entregar trabajos que fueran un paso más allá de lo que se ofrecía en los adocenados y conservadores seriales de las televisiones generalistas, donde la figura del showrunner, del productor o del equipo de guionistas, privilegiaban los aspectos argumentales en perjuicio de la labor de sus realizadores, que ejecutaban de manera tan eficiente como mecanizada sus labores de puesta en escena.

Patria, la producción de HBO que adapta la galardonada y popular novela de Fernando Aramburu, busca aunar ambos mundos. Por un lado, el serial dividido en ocho episodios, a la manera de un gran relato novelado, brilla intensamente por sus valores de producción. Una dirección artística que traslada al espectador intermitentemente entre el presente y el pasado reciente; la fotografía de Álvaro Gutiérrez y Diego Dussuel, que capta y atrapa ese País Vasco asfixiante a través de una lluvia infinita que transmite al espectador la asfixia e incomodidad constante de sus protagonistas; o la excelente labor de caracterización del equipo de maquilladores de la producción, que habría hecho las delicias de Scorsese en El irlandés. Pero por otra parte, más allá de sus claros valores técnicos, la miniserie encalla en sus ambiciones de trascendencia al supeditar la labor de dirección al impecable libreto de Fernando Aramburu y Aitor Gabilondo, este último showrunner del serial.

Es posible que la honesta intencionalidad de Gabilondo de no salirse un milímetro del texto original de  Aramburu no haya permitido, inconscientemente, que la dirección de Óscar Pedraza y Félix Viscarret pueda ir más allá de la ilustración pulcra y fidedigna del material literario. Cierto es que la dirección de Viscarret (realizador de los cuatro primeros episodios) ofrece los mejores resultados en cuestión de puesta en escena. Cuatro capítulos vistos desde las distintas perspectivas de sus respectivos protagonistas, que hacen uso de manera óptima de las transiciones para mover al espectador entre el presente y el pretérito sin que la narrativa se resienta. Por el contrario, Óscar Pedraza (director de las cuatro últimas entregas) es responsable de los momentos más efectistas y redundantes de la obra, abundando en los defectos de los episodios precedentes: la excesiva literalidad y verbalización de secuencias y escenas que funcionan perfectamente en el medio literario (los soliloquios de Bittori frente a la tumba de su marido) o ecos del sensacionalismo de En el nombre del padre, sin ofrecer ningún matiz en su dirección que vaya más allá de lo redactado en el libreto.