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Un hombre y una mujer jóvenes luchan enfervorecidamente en un tatami de judo. Sus cuerpos se retuercen, se tocan, se enfrentan y se desean. Todo ello enmarcado en un formato 4:3 y un uso de los primeros planos, que sirven tanto para introducir al espectador en testigo directo de las vidas de esta pareja de adolescentes y su grupo de amigos, como también para invocar en el espectador el mismo estado de desconcierto en el que viven estos niños perdidos que habitan una desolada y vaciada ciudad de provincias alemana. Un Neverland en reverso negativo. Un entorno y un conjunto de personajes que desde el prisma de Melania Waelde, se aleja del distanciamiento de por ejemplo Danny Boyle en Trainspotting o el sensacionalismo alarmista de Larry Clark en Kids.

Así, la directora Melania Waelde sigue incansablemente a Katja, antiheroína y figura principal dentro de un ecosistema de tonalidades grisaceas y crispación y movimiento constante, donde los adultos se diluyen por los márgenes del fotograma. Figuras en fuera de campo, tanto formal como narrativo, cuya ausencia provoca la espiral nihilista en la que se embarcan sus protagonistas y que son causa y consecuencia de esa desazón interna que la puesta en escena de Waelde representa en pantalla. Una incomodidad constante que es espejo de la imposibilidad de este grupo de adolescentes -representados en Katja- de ser capaces de gestionar un cúmulo de deseos y emociones, de pulsiones entre la violencia infantil y la sexualidad preadolescente, dando lugar durante el metraje a un triángulo entre lo amistad y lo afectivo, que trae al recuerdo el ménage à trois físico y emocional de la oda al Mayo del 68 francés y la Nouvelle Vague que es Soñadores de Bernardo Bertolucci.