Tercera película que Kiyoshi Kurosawa presenta en lo que va de año, y remake confeso de la homónima Hebi no michi (1998), filmada por él mismo hace ya veintiséis años, esta nueva y afrancesa versión de aquel título suyo se queda desde el principio empantanada en tierra de nadie y casi sin asideros: de la intriga vengativa (a propósito de un supuesto caso de robo de niños) se pasa al teatro de humor grotesco (con los personajes perorando sin cesar sobre un pasado que carece de imagen), del thriller oscuro se pasa a la metáfora sobre las intrigas de la mente, y así sucesivamente, sin que las imágenes asépticas y casi despersonalizadas del film puedan hacer nada por inyectar espesor allí donde solo hay giros de guion (incluidas dos secuencias con un paciente japonés que parecen haber caído donde están por sorteo aleatorio), incapaces de generar densidad allí donde los personajes carecen de misterio, o de crear sugerencias allí donde la puesta en escena resulta tan plana como una pared. Que finalmente la supuesta intriga acabe resolviéndose, o no, con el enésimo giro de guion parece ya una maldición de una gran parte del cine actual, incluidas, ¡ay!, muchas de las películas que pasan por los festivales.

Muy lejos de sus tramas más complejas y de sus imágenes más sugerentes, pero también de su estilo más evanescente y personal, Kurosawa entrega esta vez un artefacto más bien ortopédico que no acaba de encontrar nunca su propio registro y que navega sin rumbo por la pantalla.

Carlos F. Heredero