L’Envol arranca con una cita de Velas rojas, un cuento ruso de Aleksandr Grin sobre el que la película de Pietro Marcello se inspira libremente, y a través de la cual hace alusión a la posibilidad de hacer milagros con las manos. Las manos serán, efectivamente, uno de los elementos esenciales de esta fábula (quizá excesivamente naif) a través de la cual el cineasta italiano juega con distintos registros y diferentes materiales. Se combinan aquí imágenes de found footage, secuencias de calidad casi documental, otras de tono naturalista e incluso algunas que se aproximan a lo poético y que conectan este film con el tan sugerente espíritu de Bella y perdida (2015). En L’Envol los planos de los rostros son también materia esencial y a través de ellos se produce un choque más, esta vez el que relaciona los rasgos y la piel de algunos actores ‘naturales’ con la de otros que, provenientes del terreno profesional (Noémie Lvovsky, Louis Garrel o Juliette Jouan), introducen una variedad de registros interpretativos que colaboran en la riqueza formal de la propuesta.
Pero las manos son importantes en L’Envol porque con ellas se establece una sutil reivindicación del trabajo artesanal (también del cinematográfico, a través de la propia materialidad del film) y con ello, de la clase social que solo con la fuerza de sus manos es capaz de salir adelante. Y sin embargo, más allá de eso, las manos son, sobre todo, el hilo conductor para la historia de Raphaël, que vuelve a casa como superviviente de la Primera Guerra Mundial para descubrir que su mujer ha muerto y que en su ausencia Adeline cuida de la hija que ambos tuvieron y a la que no conocía. Para Raphaël, que es carpintero, las manos no son solo su medio de vida sino el mecanismo a través del cual conectar con su propia capacidad artística (en la manera en la que trabaja con la madera, pero también cuando toca el acordeón). Pero las manos son también el elemento de conexión con su hija Juliette. Los planos detalle en los que vemos juntas las manos de ambos pautan el avance de la trama y con ello también el paso de los años, el crecimiento de Juliette y la idea del trasvase generacional: el padre transmite a la hija su capacidad de amar, pero también de crear (ella con el piano). Las manos de Raphaël, por último, serán las que le ayuden a superar el dolor por la pérdida de su mujer cuando pueda por fin despedirse de ella a través de la caricia a la pieza de madera que fabrica con su imagen.
Es entonces, quizá en el elemento más puramente de fábula, en esos planos algo ensimismados del personaje de Juliette, en el abuso de las puestas de sol, en el tono algo excesivo con el que retrata a la ‘bruja’, en el personaje del príncipe azul (interpretado por un Louis Garrel que no termina de conectar) o incluso, en el modo en el que se revisita el cuento de Caperucita roja (y donde se juega esa posible subversión en torno al lugar de la mujer en los cuentos tradicionales), donde L’Envol pierde, precisamente, su vuelo…
Jara Yáñez
Pietro Marcello posee una peculiar poética que puede llegar a deslumbrar por su mordacidad –Martin Eden– o situarse en un terreno resbaladizo en el que la ternura lleve hacia el territorio de la fábula y esta no acabe de despegar su vuelo. L’Envol es una película que, tal como apunta su título francés, despega en muchos momentos y en otros le cuesta aterrizar. Su origen es un cuento ruso titulado Velas rojas escrito por Aleksandr Grin. Hay en la primera parte de la primera película francesa de Marcello una interesante evocación del dolor y la perplejidad que implicó el retorno a la vida después de la Primera Guerra Mundial. Unas imágenes documentales coloreadas nos muestran a los soldados abandonando las trincheras rumba a casa. Raphaël -un hombre rudo con unas manos capaces de convertirlo en un artesano- llega a casa, descubre que ha muerto su mujer y que debe cuidar a una hija cuya paternidad es oscura. La historia de amor entre el padre y su hija marca una primera parte con momentos brillantes que avanza hacia la tragedia. En la segunda parte, la hija se ha hecho mayor y tiene sus sueños, entre ellos, la llegada de alguien desde el aire que la rescate del universo de dolor en el que ha crecido. Es en esta segunda parte donde Marcello se sitúa entre el mundo del sueño -que se hace realidad-, el universo de las brujas y una cierta poética del encantamiento. El príncipe azul llega desde el aire con el rostro de Louis Garrel y, a pesar de hacerse realidad el hechizo, algo se rompe.
Marcello es suficientemente hábil para no caer en la cursilería, sabe encontrar sus momentos poéticos, da la vuelta de forma inteligente a la frustración del padre considerado como un proscrito por la sociedad que le envuelve y la película provoca un cierto buen sabor de boca. Más cerca de Bella y perdida que de Martin Eden, L’Envol habla de las golondrinas que pueden escaparse y volar hacia otros destinos. L’Envol reivindica la vida simple frente a la vida urbana -los grandes almacenes parisinos retratados por Émile Zola en El paraíso de las damas a finales del XIX-, frente a ese universo rural en el que un hombre marcado por el dolor puede sobrevivir esculpiendo madera y dando forma al fantasma del amor perdido.
Àngel Quintana