Desde el año 2012 llevaba Kirill Serebrennikov tratando de poner en pie un proyecto que a las autoridades políticas del país (bajo el mandato de Putin) les ponía los pelos de punta por el hecho de que la historia ponía al descubierto la homosexualidad de Tchaïkovski, algo que consideraban inaceptable. Ya se sabe que en los regímenes autoritarios no existe la homosexualidad, y mucho menos si a quien se quiere retratar es a una icónica figura nacional rusa del siglo XIX. Pero el foco de la nueva película del cineasta perseguido por Putin no está en el músico, sino en su esposa, y la homosexualidad (real) del compositor no es aquí más que el pretexto para explicar el rechazo de Tchaïkovski a su mujer, verdadera protagonista de un film que estudia, esencialmente, la alienación –hasta la locura– de una figura femenina (Antonina Miliukova) atrapada, primero, en la fascinación que sobre ella ejerce el aura y el prestigio del músico y, después, en su patológica dependencia emocional de un hombre que la rechaza, y con el que nunca llegó a tener relaciones sexuales.

Itinerario de martirio casi auto afligido, por la incapacidad de la protagonista para asumir la realidad ficticia de su matrimonio, la película bascula hacia el barroquismo y el exceso propios de su director, y se desequilibra por acumulación de momentos que se quieren intensos y desgarradores casi de continuo. Entre medias, sin embargo, Serebrennikov encuentra imágenes poderosas sin necesidad de impostar la puesta en escena (¡esos planos de Antonina tras el cristal, en la estación desde la que Tchaïkovski se marcha en el tren!; atravesados por una dolorosa belleza; planos que devienen hermosa metáfora de la cárcel mental en la que vive el personaje), y consigue, de forma intermitente, hacernos partícipes de un patético caso de alienación que, ¡ay!, solo por momentos, nos permite recordar la inolvidable El diario íntimo de Adele H (1975), en la que la hija de Victor Hugo deambulaba doliente y enajenada por la pantalla, bajo el rostro de Isabelle Adjani, igualmente convencida de ser la esposa de un joven teniente británico, destinado en Halifax, que no quiere saber nada de ella, también a finales del siglo XIX. Pero allí donde Truffaut lograba conjugar al unísono y de manera armónica una fuerte dimensión literaria, un romanticismo enfermizo y una mirada empática hacia su protagonista, Serebrennikov parece contemplar a Antonina, la mayor parte de las veces, como una criatura patológica, víctima de una ceguera y una pasión incomprensibles. Y por ahí se abre una de las vertientes más debatibles de un film que, en sus mejores momentos, sabe hacer convivir dentro del mismo plano la realidad y las alucinaciones de su protagonista, tal como sucede ya en el prólogo, donde un brillante hallazgo de puesta en escena corre el riesgo –desde otro punto de vista– de dejar sentada, por anticipado, la tesis que condena irremediablemente a su protagonista.

Carlos F. Heredero

En 1971 Richard Chamberlain interpretó a Piotr Tchaïkovski, mientras que Glenda Jackson era Antonina Miliukova en la película de Ken Russell, La pasión de vivir. Como es sabido a Ken Russell le gustaba el exceso y mostraba a Antonina como una ninfómana que se casó con un músico homosexual que tenía una relación con un notable conde ruso. Ken Russell fue un gran barroco del exceso y es lógico que el cineasta Kirill Serebrennikov exija su venganza -o su puesta al día de la misma historia- a partir de la concepción de otra forma de barroquismo. Tchaïkovski’s Wife es una película rusa, rodada por un cineasta disidente de Vladímir Putin instalado en Múnich, donde pretende destruir desde la propia mitología rusa la leyenda del creador de la música de El lago de los cisnes. El punto de vista no es, como en la película de Russell, la figura de Tchaïkovski, sino la de Antonina, una joven que está en el conservatorio, declara su amor al músico y acaba casándose con él. El músico acepta el trato con la condición de proscribir toda relación sexual. A medida que la relación se complica y se hace evidente la homosexualidad del músico, la historia de amor de Antonina no es el delirio de una ninfómana -como en la película de Russell- sino la historia de un amor fou no correspondido y marcado por la frustración. Antonina cree que los amores de Eugene Onegin fueron inspirados por su obsesión, persigue a Tchaïkovski hasta donde puede y al no poder materializar su deseo busca otros amantes. Serebrennikov juega con una apabullante puesta en escena centrada en largos planos secuencia, más cercana a los delirios de Petrov’s Flu que a la austeridad de Leto. En algunos momentos su película tiene una gran intensidad, es brillante y compleja, sobre todo en el retrato del personaje de Antonina, pero en cambio es tibia y distante ante la figura de Tchaïkovski, que aparece como el maestro egoísta que rechaza a la mujer, pero que no profundiza en su psicología, ni en su lugar en la corte rusa del momento. Serebrennikov crea sus coreografías particulares que a veces funcionan y otras caen en una cierta retórica de lo gratuito, como si la sombra de Ken Russell fuera difícil de borrar.

Àngel Quintana