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Carlos F. Heredero.

La mayoría de los festivales de cine españoles están poniendo sus barbas a remojar… con toda seguridad porque han visto –y siguen viendo todos los días– cómo les afeitan las suyas al vecino. Ya no es solo que se hayan producido gravísimos recortes en los presupuestos de muchos de ellos (hasta el punto de obligarles a reducir su programación, sus actividades y sus publicaciones de manera tan drástica como alarmante) y que algunos hayan resultado incluso suprimidos por decreto (o por simple incomparecencia de las instituciones), sino que se está poniendo en circulación la peligrosa especie de que los festivales de cine son algo superfluo y prescindible en tiempos de crisis.

Las mismas instituciones que hasta hace muy poco creaban sin ton ni son inútiles y pomposos ‘festivales internacionales’ en cada rincón de la geografía española, ahora nos dicen que existen cosas más urgentes y más necesarias que el cine para la vida de sus vecinos. Y hay que reconocerles su coherencia, porque ambas actitudes desvelan la misma concepción meramente instrumental y utilitaria de la cultura, como si la experiencia social del cine y de su comunicación con los ciudadanos fuera algo de usar y tirar o, dicho sea desde una concepción más populista, un mero invento de esa misma farándula a la que antes se acudía como muletilla de ocasión para salir en la foto.

Sea como fuere, lo cierto es que la deriva emprendida no augura nada bueno. En primer lugar, porque corremos el riesgo de tirar al niño con el agua sucia (ahora que nos hemos puesto refraneros); es decir, de confundir una vez más el continente con el contenido y proceder, así, a eliminar de raíz actividades culturales que, desde una visión puramente mercantil y economicista, se consideran improductivas.

Sin embargo, los festivales de cine (los buenos festivales, claro está, y en España hay muchos, y de todos los tamaños…) no son nada superfluo, desde luego no son ‘improductivos’ y, mucho menos aún, prescindibles. Sin ellos, sin el foro abierto que suponen para las corrientes más vivas del cine actual, sin los espacios que propician para el conocimiento de miles de películas que no encuentran acomodo en las redes comerciales, sin el lugar de encuentro que abren para el intercambio de experiencias entre creadores y espectadores, sin el apoyo que ofrecen para generar importantes publicaciones, la cultura cinematográfica de este país no hará otra cosa que empobrecerse, con el único resultado de alejarnos –más aún– de los estándares habituales en los países de nuestro entorno, y de abrir una grieta todavía mayor entre la industria y los aficionados, que se verán obligados a refugiarse en otras formas alternativas de ver el cine.

Mucho cuidado pues con lo que se hace, o con lo que se pretende hacer. Recortar los presupuestos de los festivales es una política suicida, cuando no alarmantemente cegata. Una política que solo servirá para ahorrar ‘el chocolate del loro’ (más refranes) y que no resolverá los problemas presupuestarios ni del Ministerio de Cultura, ni de las comunidades autónomas ni de los ayuntamientos. Segarles a los festivales la hierba bajo los pies es tanto como volver a refugiarnos en las más viejas querencias. Ya saben: “¡Vivan las caenas!” y “¡Que inventen ellos…!”. Así que no seamos trogloditas.