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Carlos F. Heredero.

En un ejemplar y muy pedagógico texto ya veterano (La reinvención de la tradición cinematográfica en el final del siglo XX; Letras de Deusto, vol. 25, nº 66; enero-marzo, 1995), nuestro compañero Santos Zunzunegui decía que, para Martin Scorsese, “hacer cine es comprender que, inevitablemente, hay que ajustar cuentas con el pasado”, pues “no solo no es posible hacer tabla rasa de la tradición, sino que es vital acostumbrarse a vivir con ella, sin que esto signifique la renuncia a proponer fórmulas creativas que, modificando y transcribiendo las escrituras de los grandes cineastas del pasado, retomen y amplíen la herencia en la que toda obra contemporánea se inscribe”. Y de ahí que, para el cineasta neoyorquino, “referirse a una o varias obras preexistentes tenga la finalidad de otorgar a la obra en curso una densidad nueva”.

Parecerían párrafos escritos a propósito de lo que, bien avanzado ya el siglo XXI, Paul Thomas Anderson y Richard Linklater hacen, respectivamente, en El hilo invisible y La última bandera; dos películas que, en efecto, vienen a retomar y ampliar las diferentes herencias en las que una y otra se inscriben. Y lo hacen mediante un proceso por el que ambos directores –trabajando sobre la memoria y las raíces de algunas ilustres obras preexistentes– consiguen otorgar a estas creaciones suyas esa “densidad nueva” de la que hablaba Zunzunegui. Un ‘espesor’ y una ‘personalidad’, podría decirse también, que lejos de parasitar de manera improductiva sus referentes, parecen extraer de estos las energías fílmicas necesarias para configurar dos obras realmente nuevas y originales.

Bajo las imágenes de El hilo invisible resuenan los ecos nutritivos de Rebeca y Vértigo (Hitchcock), de El sirviente (Losey), de Las zapatillas rojas y I Know Where I’m Going (Powell y Pressburger), de The Passionate Friends (Lean) y Dragonwyck (Mankiewicz). La historia y los fotogramas de La última bandera reverberan sobre la memoria y sobre el relato de El último deber (Hal Ashby). Ni una ni otra, en cambio, necesitan las muletas de las precedentes para volar por sí mismas con plena autonomía, pero las dos son muy conscientes de dónde hunden sus raíces y sobre qué humus creativo están edificando sus respectivas propuestas. Se saben deudoras de una noble tradición (el film de Anderson nos devuelve al melodrama gótico; el de Linklater, a la road movie reflexiva sobre los traumas de la nación y sobre la
vivencia identitaria de sus ciudadanos), pero no tratan de imitarla, sino que vienen a enriquecerla, ampliarla y renovarla. 

Estamos ante dos trabajos que se expresan con formas y modales inequívocamente propios de sus respectivos directores sin necesidad de autolegitimarse con las pedantes citas culturalistas o con los infantiles guiños cómplices que abundan en el cine de la posmodernidad que ha renunciado a pensarse a sí mismo. Dos películas que tienen el valor de explorar nuevos territorios sin perder de vista las fructíferas referencias que alimentan el imaginario creador de sus directores, a las que no miran por encima del hombro ni de las que pretenden distanciarse con fútiles transgresiones de baratillo. Dos obras que no necesitan engolar la voz, revestirse con huecos oropeles ni autoproponerse como importantes para lograr “ajustar cuentas” con el cine del pasado y para conseguir, gozosamente, “prolongar la tradición de manera creativa” (Zunzunegui dixit).