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Carlos F. Heredero

Sendos cineastas norteamericanos abren y cierran, respectivamente, el presente número de Caimán CdC: Whit Stillman y Abel Ferrara. Dos cineastas de la misma generación (el primero nacido en 1952; el segundo, en 1951). Dos creadores de trayectorias muy diferentes: la de Ferrara, que comienza en 1979, es temprana, larga, continuada y relativamente prolífica (veinte largometrajes, varios documentales, algunos episodios de series televisivas); la de Stillman, que arranca en 1990, es tardía, exigente, intermitente y exigua (cinco únicos largos en veintiséis años de carrera).

Y las diferencias no acaban ahí. Abel Ferrara (nacido en el convulso Bronx neoyorkino) es un explorador de universos violentos, de atmósferas nocturnas (The Prince of Darkness se titula un estudio sobre su cine), del subsuelo más atormentado que hierve bajo los pies –y bajo el alma– de personajes sacudidos por pasiones descontroladas y culpas que parecen atávicas en busca de redención. Entre los títulos españoles de algunas de sus películas aparecen palabras como asesino, crimen, venganza, corrupción, adicción, secuestro, peligro y funeral. Sus imágenes, con frecuencia inestables o enfurecidas, parecen contagiadas de la misma fiebre y de equivalente temblor mortuorio.

Whit Stillman (hijo de la capitalina Washington) es un fino analista de costumbres, un ironista capaz de radiografiar con subterránea y pudorosa distancia los códigos morales, la gestualidad corporal y las convenciones relacionales de cultivadas élites sociales retratadas en sus hábitats más representativos, ya sean –aquellas y estos– los de los años noventa, los de comienzos de los ochenta o las postrimerías del siglo XVIII. Los sintéticos títulos de sus películas se construyen con palabras tan expresivas de su cosmopolita vocación cultural como de su preferencia por el análisis de los grupos sociales y de las relaciones que los cohesionan o los perturban: Metropolitan, Barcelona, damiselas, amor, amistad. Su estilo visual es tan minimalista como las relaciones que sus imágenes auscultan. Sus diálogos, cómo suenan y cómo son percibidos, son la materia misma de una puesta en escena que se contagia de su etérea ligereza, de su punzante ingenio y de su lacónico sustrato satírico.

Las ‘amistades peligrosas’ de Ferrara fueron su muy real hábitat natural durante mucho tiempo, y sus imágenes parecerían alimentarse de aquellas. Las de Whit Stillman son esencialmente literarias y parecen trasladadas a su cine desde las páginas de Scott Fitzgerald o de Choderlos de Laclos. Sus respectivos universos no pueden estar más alejados y, sin embargo, ambos son conspicuos outsiders del gran Hollywood, en cuyo interior se encontrarían tan incómodos y ajenos como si trataran de acomodarse en una tribu del Amazonas. Tampoco la industria mainstream puede acogerlos: a uno, por su extrema aspereza, sus explosivos exabruptos y su volcánica expresión; al otro, por su elegante refinamiento, su ironía intelectual y su mirada sofisticada.

Mitad como consecuencia de todo ello, mitad por idiosincrásicas afinidades culturales, Stillman y Ferrara se han visto también eventualmente convertidos en cineastas extraterritoriales: el primero, rodando y acomodándose en Barcelona y en Irlanda; el segundo, regresando a sus raíces familiares en Roma. Nómadas entrañables y mavericks solitarios, los dos encuentran este mes en nuestras páginas una casa hospitalaria.