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Dos son las razones que dan sentido al uso que La Traversée hace de la animación. Por una parte, el relato afirma desde el principio que estamos ante la evocación del pasado de una dibujante, quizá la autora del film. Por otra, y por mucho que sus referentes puedan encontrar equivalencias en la realidad histórica, se trata de una fantasía que ocurre en un país imaginario, con sucesos y acontecimientos igualmente inventados. Todo ello da sentido a un estilo a la vez naíf y expresionista, donde el color estalla espasmódicamente a lo largo de una trama con vocación testimonial: dos niños separados de sus padres por la guerra, que parten en su busca y se embarcan en desventuras a veces crueles, a veces emotivas, a veces las dos cosas.

Sin embargo, eso debe enfrentarse, como sucede a menudo en determinados filmes de animación con ciertas pretensiones, a algo que el género, por lo común, aún no ha logrado superar: ¿por qué muchos de estos trabajos limitan a menudo la experimentación a la plástica, dejando que el relato siga moviéndose entre lo banal y lo convencional? El primer largometraje de Florence Miailhe cuenta así una historia sometida a la dramaturgia más básica, con muy buenas intensiones (eso sí), que casi nunca está a la altura de la experimentación que guía el tratamiento estético y que debe ceñirse, además, a una banda sonora musical omnipresente y sin duda demasiado insistente. Y de este modo, ese contraste da lugar a una película formalmente atractiva pero sin apenas fuelle narrativo, que sigue una trama progresivamente desfalleciente, como si este tipo de cine de animación no tuviera derecho a transitar ciertos territorios que el de acción real, en muchos aspectos, ya tiene superados.