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Por Siegfried Kracauer

Charles Chaplin, el autor de La quimera del oro, atraviesa su propia creación poética como una representación de lo humano extraída de fuentes casi subterráneas. Es el sentido que se le confiere a lo humano en los cuentos, en la figura de un Juan el bueno y en esos otros héroes de los cuentos que no son héroes; este es, quizás, el sentido de la sentencia de Lao-Tse: que el más débil hace que se mueva el mundo.

Los cazadores de oro entre los cuales aparece Chaplin tienen una voluntad; ellos, rudos gigantes como se los encuentra en los libros de aventuras, se disputan el oro y las mujeres. Él, sin embargo, no tiene voluntad; en lugar del instinto de conservación, del apetito de poder, no hay en él más que un solo y el mismo vacío, tan resplandeciente como los campos nevados de Alaska. Los demás hombres tienen una conciencia de su yo y viven en el seno de las relaciones humanas; él ha perdido su yo, y ello porque no puede vivir eso que se llama la vida. Es un agujero en donde todo cae, donde lo que habitualmente va ligado a una totalidad estalla chocando contra el fondo y se deshace en sus propios pedazos.

Este hombre debe necesariamente parecer cobarde, débil y cómico en cuanto que se ve proyectado entre los hombres. Frente a los poderosos buscadores de oro, se halla seguramente a menor altura que ante los cuerpos de un más pequeño formato. No poseyendo un yo, ¿cómo podría defenderse contra estos gruesos haces de yo tan firmemente atados? Por eso retrocede espantado cuando oye la puerta que bate tras él, porque también ella es un yo; todo aquello que se afirma, tanto objetos inanimados como seres vivos, todo posee en sí mismo un poder sobre él ante el cual tiene que levantar su pequeño sombrero, así que él siempre levanta su pequeño sombrero. Los hombres comen, pues finalmente es preciso comer, pero solo aquel que se estima a sí mismo toma el alimento que necesita; para él, sin embargo, solo hay una galocha, que enseguida le va a faltar; aunque esto no le viene a la mente, puesto que él no se preocupa de sí, ya que no existe. Cuando una vez baila con la muchacha, sigue siendo lo mismo: su arte de la danza no se cumple sino cuando en sueños hace danzar ante ella a sus tenedores de cocina.

Un ser sin superficie, sin posibilidad de contacto con el mundo. En términos de la patología, se hablaría de disociación del yo, de esquizofrenia. Un agujero. Pero de este agujero irradia, desatado, lo puramente humano (es siempre en forma desatada cómo lo humano se insufla en el organismo, y solo en pedazos): lo humano, que de ordinario se ahoga bajo la superficie y no logra trasparecer a través de los pellejos de la conciencia de sí. De él emana la fidelidad; la permanente disposición a acudir en ayuda confiere aureola a esta figura altruista. Cuando la muchacha que Chaplin ama —pero ¿puede eso llamarse amor?— es agredida, él, perpetuo agredido, él, tan débil y cobarde, quisiera ser el solícito caballero que la protege de la rudeza. Se ríe, se llora, se sabe que la superficie está rasgada. Pero, puesto que lo humano queda, en efecto, de tal manera representado, entra en el orden de las cosas que le suceda como en el cuento. Ante este gusanillo Chaplin, que se arrastra desamparado y en completa soledad a través de la tempestad de nieve y la ciudad de los buscadores de oro, las fuerzas elementales retroceden. En el momento oportuno, siempre se posa sobre en él un azar que le arranca de los peligros que no es capaz de calibrar. Incluso el oso se muestra bien dispuesto hacia él, como un oso de cuento de hadas. Su impotencia es la de la dinamita, su comicidad subyuga a los reidores, mas de este modo no resulta simplemente conmovedor, pues lo que conmueve es la existencia misma de nuestro mundo.  

Traducción: Vicente Jarque.

© Frankfurter Zeitung, 6-11-1926. Reeditado en Kino. Essays.
Studien, Glossen zum Film
, ed. de Karsten Witte,
Frankfurt, Suhrkamp, 1974