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Jonay Armas.

Podría rastrearse la personalidad de Neil Burger incluso cuando su filmografía está condicionada por las servidumbres propias del encargo. El Eddie Morra de Sin límites (2011), el Eisenheim de El ilusionista (2006) o la propia Tris en Divergente huyen de sí mismos con el deseo de hallar su verdadera identidad: a veces ocultándose en las sombras para poder sobrevivir, a veces como simple disfraz con el que poder desafiar a un mundo injusto.

Divergente asume que no puede competir con esa premisa de espíritu orwelliano y su energía inicial se desvanece. El protagonismo lo toman las imposiciones que han venido a conformar una cierta manera de entender el entretenimiento adolescente en el último lustro: el romance impostado, el conflicto familiar, las intrigas de palacio o una heroína con la que sentirse identificados.

La película nunca permite a la imagen ir más allá de sus exigencias argumentales, no tan preocupadas en la coherencia de sus soluciones como en acomodar el camino para futuras secuelas. Lo literario despliega su ritmo episódico mientras la dimensión cinematográfica se tambalea. Burger se refugia en Tris, esa chica que se busca a sí misma mientras explora la verdad de su mundo. Pero durante la experiencia de mayor liberación, sobrevolando su ciudad, surge de la nada un estribillo pop con el que Divergente revela sus verdaderas intenciones.