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La última sesión de Zabaltegi-Tabakalera incluyó tres trabajos de corta duración con un denominador común: el peso del pasado en el presente, la manera en que determinados hechos pretéritos permanecen en la memoria hasta paralizar de algún modo la vida posterior. En Heltzear, de Mikel Gurrea, una adolescente escribe una carta a su hermano, quizá encarcelado por su relación con ETA, mientras se prepara para un desafío deportivo. En Le Cormoran, de Lubna Playoust, la casa familiar en la costa alterna dos tiempos, la infancia y la edad adulta, el equívoco momento de plenitud y el del desencanto, que a veces coincide con la madurez. Y en Les Filles du feu, de Laura Rius (una de las directoras de Las amigas de Ágata), un grupo de amigas viven obsesionadas por un incendio que quizá provocaron en otra casa, durante una escapada festiva.

Se trata, entonces, de desencadenar el matiz poético, de ver hasta qué punto esa hemorragia de la memoria hace que esta se desparrame para que el cine nos la haga sentir de manera tácita y sutil. Y en los tres trabajos es la palabra la que se encarga de poner en marcha esta estrategia utilizando distintas vías: la relación epistolar y la voz over en Helltzear, lo dicho y lo callado en Le Cormoran, la conversación que finalmente estalla en Les Filles du feu. Estos tres cineastas jóvenes, que buscan su estilo de modos distintos, atrapan a sus personajes en momentos decisivos, que los llevarán a alcanzar una iluminación o a verse atrapados en un bucle. Y ese empeño los lleva a conseguir no solo momentos muy bellos, sino también una inundación de sentidos que hace que sus respectivas propuestas no acaben en sí mismas, sino que parezcan continuar más allá de su presunto final. Pues el cine, en este año y en esta sección del festival, se ha convertido en un agente perturbador, sin medida ni control.