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Spencer (Pablo Larraín). San Sebastián 2021 – Película sorpresa
Spencer es la película sorpresa de esta edición del Festival de San Sebastián. Pablo Larraín deja su postura clara desde el principio: en el banquillo de los acusados se sienta la familia real británica. Y dado que la narración se sitúa en el pasado y conocemos el desenlace de la historia, la acusación se convierte fácilmente en veredicto de culpabilidad. No es un juicio, sin embargo, lo que vemos en pantalla, sino lo que en materia procesal suele venir más tarde: la vida dentro de una prisión. Salvo que se trate de medidas preventivas. Y si, además, el rótulo que abre la cinta habla de ‘fábula’ y de ‘verdad’, hay que prepararse para una película intensa, compleja y cuya sofisticación coloca al espectador a años luz de la célebre flema británica.
Diana Spencer no fue la marioneta que representara el papel que la reina directora tenía pensado para ella. Y Kristen Stewart hace suyas toda la angustia, la ansiedad y la enfermedad que cabrían imaginar a la princesa protagonista del cuento de terror. El brillo que rodea a Diana se apaga solo cuando abre las ventanas para asomarse al exterior del penal y muta en un pálido blanco fantasmal. Las vivas son fantasmas y las muertas caminan y hablan como si estuvieran vivas. El resto de los habitantes del castillo son los espectros de la familia cuya existencia real se pierde entre monocromías verdes, grises y marrones y los autómatas del servicio que, aunque querrían, no pueden separarse de las operaciones para las que han sido programados. Los rituales se coreografían al ritmo de la banda sonora de Jonny Greenwood, que alterna acordes clásicos a composiciones jazzísticas del siglo xxi. Conociendo la filmografía de Larraín el resultado no es una sorpresa, pero lo arriesgado de la propuesta supera las tan peligrosas expectativas.
Kuartk Valley (Maider Oleaga). San Sebastián 2021 – Zinemira
Kuartk Valley retrata un valle y sus habitantes desde el humor y un profundo respeto con una calidad cinematográfica nada desdeñable. En el año 2005, los habitantes del valle de Kuartango (Álava) comenzaron el rodaje de una película del oeste que ganó varios premios en la edición del Almería Western Film Festival de 2014, unos años después. José Luis Murga y Oier Martinez de Santos fueron los directores de Algo más que morir y la productora fue Prosopopeya Producciones. Maider Oleaga se presenta en el valle años después para rodar un documental al estilo del western sobre aquella aventura. La película demuestra dos cosas: que el género estadounidense por antonomasia también se puede rodar en el norte del país y que el trabajo colectivo y el amor y el respeto por el cine son capaces de conseguir lo muy poco probable. En las entrevistas rodadas según los dispositivos clásicos del género asistimos a situaciones cómicas, como la de la niña que empezó el rodaje con tres años y acabó con siete, ‘por lo que hubo que cambiarlo todo un poco’, o la del vecino que en su primera escena aparecía con un puro justo cuando acababa de dejar de fumar. Y otras entrañables, como los mayores que rememoran junto al fuego cómo se rodó la secuencia del cementerio o el matrimonio que recuerda la suya entre carcajadas. Es la segunda vez que el festival se acerca en la programación de sus secciones paralelas al género del western, con todas las etiquetas que se le quieran añadir y en el año del estreno de First Cow, de Kelly Reichardt. No es nada nuevo afirmar que el cine del oeste no ha muerto. Sus códigos sirven a nuevas y dispares miradas procedentes de lugares tan distantes como el País Vasco y Nueva Zelanda.
Las leyes de la frontera (Daniel Monzón). San Sebastián 2021 – Sección Oficial fuera de concurso
Adaptación de la novela homónima publicada por Javier Cercas en 2012, la nueva realización de Daniel Monzón (Celda 211, El niño) tiene –por la historia que cuenta, por su contextualización histórica y por la tipología de sus protagonistas– unos referentes fílmicos claros: el cine quinqui de la Transición política a la democracia (exactamente la época en la que transcurre su relato), que tiene en títulos como Yo el vaquilla, Perros callejeros, Navajeros o Colegas sus exponentes más representativos. Pero lo cierto es han pasado muchos años desde entonces y todo lo que aquellos filmes tenían de autenticidad y de genuino (a pesar de su notable tosquedad formal, algo que ahora se olvida), aquí se ha convertido en esforzada caracterización de época y en obligado mimetismo, dos servidumbres que pesan como una losa sobre Las leyes de la frontera, entre otras cosas porque el cine español sigue arrastrando –y esto parece casi una maldición– notables dificultades para reconstruir de manera convincente y creíble los ambientes del pretérito (y esto a pesar de toda la tecnología digital utilizada en esta ocasión). De forma alternativa, y quizás para alejarse de su inevitable modelo, Daniel Monzón intenta potenciar la historia de amor entrecortada entre un joven inadaptado (sobrevenido quinqui de familia charnega en la Girona de 1978) y una chica de familia gitana, integrante del grupo de pequeños delincuentes que protagonizan la historia. Y es ahí, en las miradas entre ambos personajes (sobre todo, en las de Tere, interpretada por una espléndida Begoña Vargas) donde la película encuentra la vibración emocional y la autenticidad que no consigue mostrar en el resto de su metraje, conformado por una sucesión de lugares comunes y de escenas de acción mucho menos conseguidas de lo que cabría esperar en la filmografía de su director.
Heltzear / Le Cormoran / Les Filles du feu. San Sebastián 2021 – Zabaltegi
La última sesión de Zabaltegi-Tabakalera incluyó tres trabajos de corta duración con un denominador común: el peso del pasado en el presente, la manera en que determinados hechos pretéritos permanecen en la memoria hasta paralizar de algún modo la vida posterior. En Heltzear, de Mikel Gurrea, una adolescente escribe una carta a su hermano, quizá encarcelado por su relación con ETA, mientras se prepara para un desafío deportivo. En Le Cormoran, de Lubna Playoust, la casa familiar en la costa alterna dos tiempos, la infancia y la edad adulta, el equívoco momento de plenitud y el del desencanto, que a veces coincide con la madurez. Y en Les Filles du feu, de Laura Rius (una de las directoras de Las amigas de Ágata), un grupo de amigas viven obsesionadas por un incendio que quizá provocaron en otra casa, durante una escapada festiva.
Se trata, entonces, de desencadenar el matiz poético, de ver hasta qué punto esa hemorragia de la memoria hace que esta se desparrame para que el cine nos la haga sentir de manera tácita y sutil. Y en los tres trabajos es la palabra la que se encarga de poner en marcha esta estrategia utilizando distintas vías: la relación epistolar y la voz over en Helltzear, lo dicho y lo callado en Le Cormoran, la conversación que finalmente estalla en Les Filles du feu. Estos tres cineastas jóvenes, que buscan su estilo de modos distintos, atrapan a sus personajes en momentos decisivos, que los llevarán a alcanzar una iluminación o a verse atrapados en un bucle. Y ese empeño los lleva a conseguir no solo momentos muy bellos, sino también una inundación de sentidos que hace que sus respectivas propuestas no acaben en sí mismas, sino que parezcan continuar más allá de su presunto final. Pues el cine, en este año y en esta sección del festival, se ha convertido en un agente perturbador, sin medida ni control.
La Traversée (Florence Miailhe). San Sebastián 2021 – Zabaltegi
Dos son las razones que dan sentido al uso que La Traversée hace de la animación. Por una parte, el relato afirma desde el principio que estamos ante la evocación del pasado de una dibujante, quizá la autora del film. Por otra, y por mucho que sus referentes puedan encontrar equivalencias en la realidad histórica, se trata de una fantasía que ocurre en un país imaginario, con sucesos y acontecimientos igualmente inventados. Todo ello da sentido a un estilo a la vez naíf y expresionista, donde el color estalla espasmódicamente a lo largo de una trama con vocación testimonial: dos niños separados de sus padres por la guerra, que parten en su busca y se embarcan en desventuras a veces crueles, a veces emotivas, a veces las dos cosas.
Sin embargo, eso debe enfrentarse, como sucede a menudo en determinados filmes de animación con ciertas pretensiones, a algo que el género, por lo común, aún no ha logrado superar: ¿por qué muchos de estos trabajos limitan a menudo la experimentación a la plástica, dejando que el relato siga moviéndose entre lo banal y lo convencional? El primer largometraje de Florence Miailhe cuenta así una historia sometida a la dramaturgia más básica, con muy buenas intensiones (eso sí), que casi nunca está a la altura de la experimentación que guía el tratamiento estético y que debe ceñirse, además, a una banda sonora musical omnipresente y sin duda demasiado insistente. Y de este modo, ese contraste da lugar a una película formalmente atractiva pero sin apenas fuelle narrativo, que sigue una trama progresivamente desfalleciente, como si este tipo de cine de animación no tuviera derecho a transitar ciertos territorios que el de acción real, en muchos aspectos, ya tiene superados.
Haruhara-san’s Recorder (Kyoshi Sugita). San Sebastián 2021 – Zabaltegi
Cuando ya parecía que Ryusuke Hamaguchi, con dos películas tan arrebatadoras como Drive my Car y La ruleta de la fortuna y la fantasía, iba a monopolizar la atención en este último tramo del año cinematográfico, he aquí que aparece otro cineasta japonés con ganas de completar el cuadro. Y perdónenme el excurso nada más empezar, pero creo que no se trata de una alusión baladí. Mientras Hamaguchi avanza a vueltas con el poder y las contradicciones de una ficción que se desborda por doquier, Kyoshi Sugita, en su cuarto largometraje, se pregunta qué hacer cuando amenaza con desaparecer. Pues, en efecto, Haruhara-san’s Recorder es la historia de una mujer sin apenas historia, dotada de un pasado que nunca conoceremos del todo, a diferencia de la minuciosidad con que Hamaguchi describe y reescribe el de sus personajes. Y que, en su presente aburrido y gris de camarera en un café, parece guardar un secreto que reverbera constantemente en el fluir de la película, quizá relacionado con las apariciones súbitas e inopinadas de otra mujer, de su imagen inmóvil y extemporánea…
Sugita filma todo eso en estilizadas set pieces separadas a su vez por abruptas elipsis, algo que convierte la ‘trama’ no solo en algo inabordable, sino también tan huidizo como el personaje, lo que provoca que ni una ni otro puedan adoptar ninguna forma, que se escapen continuamente de cualquier tipo de explicación. ¿Puede el cine sobrevivir así, sin rendir cuentas de nada, apenas en ese filo del relato, lidiando con una narración condenada a ocultarse de nuevo cada vez que asoma? ¿O acaso la protagonista no es también alguien que no puede ‘relatarse’ en un mundo de ‘grandes relatos’, pero, en hermosa paradoja, sí explicar, como hace Sugita, el mayor poder de la ficción, su dependencia de un misterio jamás revelado? Basada en un tanka de Higashi Naoko, Haruhara-san’s Recorder procede también poéticamente, por una acumulación de escenas que apenas aportan información, que actúan por repetición, en la penumbra de algo que nunca sale a la superficie, pero que tampoco ejerce violencia alguna para conseguirlo. Y dejarse llevar en ese intersticio ha sido uno de los mayores placeres que este crítico ha experimentado en este festival: un cine al borde del silencio que no solo se niega a dejarse engullir por él, sino que insiste en permanecer ahí aun a costa de resultar insistente e incluso incómodo.
La roya (Juan Sebastián Mesa). San Sebastián 2021 – New Directors
En La roya, Juan Sebastián Mesa vuelve a retratar las aspiraciones y sueños de la juventud como ya hiciera en su ópera prima, Los nadie (2016), pero ahora traslada sus conflictos al entorno rural, en mitad de la selva colombiana. Como si buscase algo entre la vegetación, la cámara se mueve despacio y a larga distancia por la ladera de una montaña en un acto de disfrute y deleite ante lo sublime y lo salvaje del paisaje que parece acabar de descubrir. El movimiento termina cuando se encuentra con una pequeña edificación en la que un joven afila un machete, justo unos segundos antes de que decida cesar en su actividad y adentrarse en la jungla. Desde ese momento, Mesa acompaña a este joven varado en uno de los lugares más inhóspitos del mundo. Se trata del mismo espacio que Simón Uribe retrató con gran precisión en el documental Suspensión (2019), una atmosférica cinta sobre la vida en la amazonía colombiana y el abandono que sienten aquellos que padecen sus inexistentes o pésimas infraestructuras de comunicación. Pero mientras Uribe se centraba en denunciar la corrupción política y la malversación de fondos destinados a infraestructura y mejoras urbanísticas, Mesa dirige su mirada hacia aquellos que habitan en este ecosistema donde conviven la superstición y la religión (una dualidad que condiciona la moral y las dinámicas sociales), y que se han vuelto ajenos a lo que sucede fuera de él.
En su segundo acto, La roya se vuelve algo más críptica y a la vez más estimulante en términos visuales: la tranquilidad del entorno natural es sustituida por el bullicio y la fiesta nocturna que se celebra en el pueblo. Un cierto caos se apodera de este último tramo del film, con un montaje algo confuso y desordenado que delata el estado de alucinación en el que se encuentra su protagonista. Pero Mesa abandona la anarquía en los últimos compases de la cinta, para cerrar la narración con toda la claridad posible y concederle un final inconformista y valiente al menos a uno de sus personajes.
Carajita (Ulises Porra y Silvina Schnicer). San Sebastián 2021 – New Directors
Hay un momento al final de Carajita que parece apuntar a la idea de estar en un bucle, en un limbo en el que queda atrapada Yarisa cuando la tragedia golpea su vida. Sin recurrir a repeticiones ni reciclar escenas anteriores, la circularidad se consigue desde sutiles cambios en la planificación de los encuadres. Ulises Porra y Silvina Schnicer han creado una poética visual única que conjuga la fisicidad de las imágenes, de fuertes contrastes lumínicos y poderosas sinergias cromáticas, conscientes de la importancia de atender a la composición de cada plano. Tan solo en los primeros minutos se amontonan los hallazgos visuales de dos cineastas que utilizan la luz para desvelar estados emocionales, que se apoyan en el sonido para expresar el dolor a golpe de percusión y encuentran en elementos tan cotidianos como los cordones de un zapato la metáfora que materializa los vínculos cruzados que comparten sus protagonistas. Carajita trasluce una fuerte voluntad por encontrar la emoción dentro del plano: sin descuidar ninguna de las dimensiones que integran lo fílmico, las disonancias son la clave de este complejo ejercicio que delata las contradicciones o relaciones imposibles que viven sus personajes. Así, la clase social y el estatus económico terminan imponiendo los modos y modelos de relación posibles, determinando y condicionando conceptos como la amistad y la maternidad. Un discurso que se impone a lo simbólico de sus imágenes, o mejor, que convive con ello: como parte de una realidad construida desde la utopía o desde la capacidad siempre presente de fantasear con la posibilidad de respirar bajo el agua. CRISTINA APARICIO
Con el deseo de poner en escena la desigualdad social en República Dominicana como situación universal igual que ocurría en Cocote (Nelson Carlo de los Santos Arias, 2017), y con la habilidad para diseccionar las miserias de esa clase alta de la que hacía gala Kékszakállú (Gastón Solnicki, 2016), Carajita desarrolla una fábula trágica condensada en el tiempo y con un accidente de coche como motor de la trama. La culpabilidad y la impunidad abrazan el relato del mismo modo que en La mujer sin cabeza (Lucrecia Martel, 2008), solo que aquí Ulises Porra y Silvina Schnicer han convertido el relato en una oportunidad para construir un ejercicio de puesta en escena eléctrico y lleno de energía, transformando la tragedia en marco para la sublimación estética. El sobrecogedor trabajo visual trata de devolver su dignidad a la clase más baja a través de la épica y sus metáforas ponen también en evidencia las injusticias sobre las que se construyen los privilegios de los ricos. Aunque la película muestre en ocasiones las costuras de unos cineastas aún en formación (el errático comienzo, la pérdida de control en la secuencia final a orillas del mar), Ulises Porra y Silvina Schnicer hacen gala de un inusual dominio de lo cinematográfico para poder plasmar su historia en imágenes. El resultado no es solo una película directa y nada complaciente con el poder de remover interiores y de agitar conciencias, sino también un film arrollador y ejemplar sobre cómo aunar la pasión por el fondo con el deseo de encontrar una forma comunicante. Tal vez por ello sea el trabajo de dirección más destacable de esta edición en Nuevos Directores. JONAY ARMAS
Unclenching the Fists (Kira Kovalenko). San Sebastián 2021 – Zabaltegi
Hay una escena escalofriante en esta película, de la que debería surgir todo el relato que le da forma: la protagonista, una adolescente que vive sojuzgada por su padre en Osetia, le enseña a un amigo unas cicatrices que le atraviesan el vientre, producto –dice– de cuando la hicieron saltar por los aires, en su escuela, tras ser apresada como rehén en un secuestro. He ahí la metáfora perfecta de una tierra maldita, inclemente, cuya violencia que no acaba parece manar incesantemente de sus tradiciones y de su dinámica sociopolítica: el machismo, la endogamia, la familia como estructura cerrada y asfixiante. No es de extrañar, en este sentido, que Ada, la protagonista, se esté acercando peligrosamente a la locura, prisionera tanto de un padre que supuestamente abusa de ella como de dos hermanos que no terminan de definirse al respecto.
Unclenching the Fists parece inclinarse a veces por ese narrativa típicamente postsoviética, caótica y delirante, que ya hemos visto, en esta misma sección del festival, en películas como Bad Luck Banging or Loony Porn o Petrov’s Flu. En lugar de ello, por desgracia, la ópera prima de Kira Kovalenko oscila entre una atractiva estructura fragmentaria y una dramaturgia más convencional, sin acabar nunca de encontrar un tono que dé sentido a ninguna de ellas. Eso la lleva a utilizar trucos de guion indignos de sus pretensiones, como el asunto del pasaporte que el padre oculta a la hija, o escenas demasiado explícitas y evidentes: la parte final, por ejemplo, mezcla una disolución de la imagen de gran inventiva visual con una resolución narrativa más bien pedestre que deja en evidencia que el próximo envite de Kovakenko consistirá en elegir, algún día, entre el cine de fórmula festivalera y un mundo propio e intransferible que aquí se apunta en abundancia pero muy pocas veces toma forma.
El poder del perro (Jane Campion). San Sebastián 2021 – Perlas
El poder del perro es la última reinvención del western estadounidense, a cargo esta vez de la directora Jane Campion. La historia, ambientada en los años veinte del siglo pasado, cuando el asfalto ya cubría el polvo de las calles y los salones vivían sus últimos días en favor de casas de comidas en las que se bailaba el charlestón, muestra cómo los límites de los contrarios se difuminan. Lo viejo y lo nuevo, lo sucio y lo limpio, lo masculino y lo femenino, el exterior y el interior. El hombre que se está quedando solo en un tiempo al que no puede dejar desaparecer, en la creencia de que ello implicaría su propia destrucción. Será por eso que los hombres caminan al principio formando una línea que ocupa todo el cuadro y sirve de barrera infranqueable para evolucionar hacia un meticuloso análisis de la masculinidad.
De todos los recursos de la puesta en escena del film, probablemente el menos novedoso sea el que resulta más efectivo y acapara todo el mérito en la secuencia final. La utilización de las puertas y las ventanas para representar la división entre lo de fuera y lo de dentro proporciona algunas de las imágenes más hermosas y eficaces narrativamente. Las ventanas sirven para que el exterior se refleje en ellas sin atravesar un cristal cada vez más fino a punto de no resistir la presión que ejerce sobre el territorio interior. Un movimiento dentro del cobertizo que se encadena a otro que sale al exterior para sobrevolar las montañas. ¿Podría haber en la insistencia de Campion por filmar las ventanas una oferta de diálogo con el formato académico? Aunque no menos efectiva es la banda sonora de Jonny Greenwood, que narra la historia con una partitura que ni subraya, ni acompaña, ni se limita a ser el ‘audio’ del audiovisual, sino que consigue una fusión irrompible entre las dos partes que no son contrarias, sino complementarias. En un momento en el que todo está por cambiar, Campion arremete contra el inmovilismo de quienes se aferran a los antiguos rituales.
The Eyes of Tammy Faye (Michael Showalter). San Sebastián 2021 – Sección Oficial
Crónica satírica en la frontera misma del esperpento, pero a la vez entrañable y hasta respetuosa con sus protagonistas reales, la nueva realización de Michael Showalter narra la ascensión, el triunfo mediático y la caída de la telepredicadora evangelista Tammy Faye Bakker y de su marido, Jim Bakker, en los Estados Unidos de los años setenta y ochenta, hasta desembocar en el escándalo (provocado por graves corrupciones económicas en su gestión de los fondos recaudados a través de su canal televisivo y por la hipocresía del comportamiento de su esposo) que acabó definitivamente con su trayectoria pública a comienzos de los noventa. Interpretada por una magnífica y prácticamente irreconocible Jessica Chastain (en lo que constituye una composición destinada directamente al Oscar de Hollywood), la película descansa casi en su totalidad sobre los hombros de Tammy Faye, sobre su desbordante y, a la vez, patética personalidad, y lo mejor del retrato que se nos propone de ella es que deja la puerta abierta para preguntarnos cuánto de fe sincera y de convicción íntima había en sus actuaciones y cuánto de representación y de puesta en escena había en toda su desaforada existencia. La radiografía deja también al descubierto los vínculos de las altas esferas de las sectas evangelistas con el Partido Republicano y con los grandes intereses políticos y económicos del país. En sus manos, o bajo sus intrigas, la figura de Tammy Faye (con sus ojos sobrepintados y con sus pestañas exageradas) acaba desvelándose una muñeca rota y finalmente triturada por la peligrosa maquinaria que ella misma contribuyó a poner en pie, una vez que su papel ya no resultaba útil o cuando su actitud ya les parecía poco manejable a los poderosos. Es una pena que tan jugoso retrato y tan vibrante telón de fondo se filme casi siempre de manera impersonal y más bien ecléctica, por mucho que la película destaque con fuerza, eso sí, en la reconstrucción de la estética kistch y hortera que acompañó siempre a la protagonista.
Aurora (Paz Fábrega). San Sebastián 2021 – Horizontes Latinos
La joven Yuliana se ha quedado embarazada en uno de tantos países en los que el aborto no es una opción ni legal ni segura. El encuentro con Luisa, que decide acompañarla hasta el momento del parto, abre la posibilidad de otras alternativas, tratando de evitar todo lo que sucederá cuando la madre de la joven tenga noticia de lo sucedido. La película comienza con una larga secuencia en la que Luisa habla en su clase sobre lo efímero, la belleza de los andamios de las casas en construcción y la de las cosas a medias, las cosas ‘en camino’. Desde este inicio se puede ver la impecable realización del largometraje de Paz Fábrega. Todo está en su lugar, la luz es la adecuada y la selección de colores perfecta. Y esta belleza, tan difícil de encontrar, parece conseguida sin esfuerzo y es mostrada de manera tan natural como las interpretaciones de las dos protagonistas. La cámara se pasea por sus vidas con la dulzura del tacto de una cortina blanca mecida por el viento. Sin celebrar juicios y evitando profundizar en las razones que justifican la elección de una opción u otra, el film plantea las diferentes alternativas y muestra solo de manera fugaz las consecuencias de la elegida. Quizá cabría esperar algo más de posicionamiento al respecto, que se escabulle rápidamente cada vez que asoma. De lo efímero, de la identidad y de las capas que tapan el verdadero interior habla la directora costarricense. Y de la vida, que es una de esas cosas que siempre está en camino. ELSA TÉBAR
Tercer relato sobre el alumbramiento juvenil en el festival (lo cual hace pensar sobre el sentir general de una sociedad en plena crisis medioambiental), Aurora es un film especial porque concibe un estudio de personajes, una joven embarazada y una adulta que decide ayudarla, tratando de huir de las herramientas tradicionales que ayudan a construirlos. Esta renuncia a los arquetipos, este juego sutil con las elipsis, este manejo singular del tiempo, esta querencia por los instantes muertos del relato y este respeto por el espacio íntimo de ambas ayuda a generar una inusual tridimensionalidad en ambas protagonistas, les dota de una autenticidad sorprendente. El film respira y discurre a través de la luz. Por la sensación que desprende se diría un documental, por el estilo invisible con el que está filmado se diría una clase magistral de dirección cinematográfica. Habrá que regresar a ella para poder desentrañar el milagro. Es tal la naturalidad que pareciera que nada avanza, que nada pasa, cuando en realidad sucede el mundo mismo en toda su complejidad inabarcable e invisible a través del relato. En un estimable intento por escapar de los lugares comunes del drama y acercarse al vaivén anodino de la vida real, Paz Fábrega ha compuesto un cine de engañosa sobriedad que pende de un fino equilibrio, un ejercicio cinematográfico pleno de autenticidad. JONAY ARMAS
Vortex (Gaspar Noé). San Sebastián 2021 – Zabaltegi
Vortex no es tanto una película sobre la vejez como sobre la muerte. Seguimos el día a día de una pareja de ancianos, él enfermo del corazón y ella aquejada de Alzheimer, que sobreviven como pueden en su apartamento parisino. De vez en cuando, sin embargo, también aparece por allá su hijo, en pleno combate contra una adicción, que apenas es capaz de sobrellevar esa situación o compaginarla con su papel de padre divorciado de un niño de corta edad. No hay regodeo por parte de Gaspar Noé, ni tampoco el film se recrea en ese horror, pues se trata de algo más conceptual que realista, como siempre ocurre en el cine de su autor. Las imágenes son claustrofóbicas, agobiantes, más por efecto de una puesta en escena que sobrecarga y satura los interiores que porque Noé fuerce la dramaturgia, por otro lado fría y distante. La pantalla se parte en dos desde el principio, no para subrayar soledades y aislamientos, sino para dejar en evidencia el carácter vigilante y todopoderoso de la puesta en escena. Nada puede escapar al ojo clínico del cine, que observa sin inmutarse esa implacable mort au travail…
¿O sí? El anciano viene interpretado por Dario Argento, el viejo campeón del giallo, mientras que su mujer es Françoise Lebrun, la actriz que declamó el monólogo final de La Maman et la putain (1973). La muerte o su proximidad, pues, también afectan al cine, cuya presencia se concentra en habitaciones polvorientas, invadidas por los libros y afiches del protagonista, quizá un antiguo crítico o especialista, empeñado ahora en escribir un volumen sobre el cine y el sueño que, obviamente, nunca terminará. Por dos veces comparece una cita de Poe, sobre la vida como sueño dentro de otro sueño, que habla más del estilo del film, de su uso de la Polivisión, que de la filosofía vital de los personajes. En efecto, Noé no cede. Parece que Vortex sea su trabajo más ascético y lineal, pero su cámara sigue en tensión, nerviosa e inquieta por no poder abandonar a sus criaturas. Y lo que en otras de sus películas era movimiento desatado y crispación, como si siempre hubiera estado huyendo de la inmovilidad de la muerte, aquí es angustia que no cesa, que solo se resuelve al final, cuando por fin puede salir al exterior. Por todo ello Vortex quizá sea, por el momento, su mejor película.