En el punto actual de autoengaño y cinismo prolongado que apresa a la humanidad, es sencillo encontrar pensamientos alrededor de que el cine, un cierto tipo de cine, sin que su naturaleza, méritos o convicciones interfieran, es catastróficamente estéril. Una creencia generalizada, en la que la quimera idealista y aspiracional del cambio social por medio de lo que Sartre denominó engagement, sucumbe en el extenso campo de batalla de la celeridad. Precisamente, esta será la razón por la que las imágenes de The Invasion intenten detener el tiempo por medio del registro de los efectos y consecuencias de la guerra en la vida cotidiana. Concebida inicialmente como un mastodóntico proyecto televisivo (que aún verá la luz), la película recorre los dos últimos años de invasión rusa de Ucrania, pero sin que se pueda observar la violencia y la destrucción per se.  La decisión formal de dejar el horror en fuera de campo, potencia la observación de la nueva realidad a la que se ha visto sometida la población civil en Ucrania.

El enfoque detenido de este comprometido realizador se expresa no solo a través de la invariabilidad de una cámara, cuyos planos fijos y próximos parecen querer memorizar cada detalle del rostro de los ciudadanos, sino en la perspectiva, un tanto obvia, pero desconocida desde un prisma ajeno a la guerra, del cambio en la idea del tiempo. Concebido como un paraje donde el alma se desdobla como un simulacro en el que mirar el presente, el tiempo se amplifica y se anhela en el paciente tejido que conforman el trabajo de sonido de Vladimir Golovnitski y el preciso montaje del propio Loznitsa. Cada espacio dedicado a las familias, educación, religión, celebraciones y funerales, sobre todo funerales, vertebran una desoladora naturalización del conflicto, evidenciando la terrorífica certeza de que la resonancia y expansión de la guerra, tal y como ocurrió en el siglo XX, puede localizarse en cualquier latitud.  La comprensión y la visión que expresa el cine de Sergei Loznitsa, iniciado en el retrato de la revolución de la dignidad de Maidan (2014) o en los episodios de Donbass (2018), siempre han sido consecuencias de intentar crear una sociedad sin signos de dominación. Y es que, tal y como advertía la activista india Arundhati Roy, “una vez que ves el problema, no puedes dejar de verlo. Y una vez que lo has visto, quedarse callado, no decir nada, se convierte en un acto tan político como hablar. No hay inocencia. De cualquier manera, eres responsable.” Una responsabilidad que se expresa en la identidad de un pueblo que se mira a sí mismo desde un presente inconcluso y un futuro borroso.

Felipe Gómez Pinto