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Cuando ya parecía que Ryusuke Hamaguchi, con dos películas tan arrebatadoras como Drive my Car y La ruleta de la fortuna y la fantasía, iba a monopolizar la atención en este último tramo del año cinematográfico, he aquí que aparece otro cineasta japonés con ganas de completar el cuadro. Y perdónenme el excurso nada más empezar, pero creo que no se trata de una alusión baladí. Mientras Hamaguchi avanza a vueltas con el poder y las contradicciones de una ficción que se desborda por doquier, Kyoshi Sugita, en su cuarto largometraje, se pregunta qué hacer cuando amenaza con desaparecer. Pues, en efecto, Haruhara-san’s Recorder es la historia de una mujer sin apenas historia, dotada de un pasado que nunca conoceremos del todo, a diferencia de la minuciosidad con que Hamaguchi describe y reescribe el de sus personajes. Y que, en su presente aburrido y gris de camarera en un café, parece guardar un secreto que reverbera constantemente en el fluir de la película, quizá relacionado con las apariciones súbitas e inopinadas de otra mujer, de su imagen inmóvil y extemporánea…

Sugita filma todo eso en estilizadas set pieces separadas a su vez por abruptas elipsis, algo que convierte la ‘trama’ no solo en algo inabordable, sino también tan huidizo como el personaje, lo que provoca que ni una ni otro puedan adoptar ninguna forma, que se escapen continuamente de cualquier tipo de explicación. ¿Puede el cine sobrevivir así, sin rendir cuentas de nada, apenas en ese filo del relato, lidiando con una narración condenada a ocultarse de nuevo cada vez que asoma? ¿O acaso la protagonista no es también alguien que no puede ‘relatarse’ en un mundo de ‘grandes relatos’, pero, en hermosa paradoja, sí explicar, como hace Sugita, el mayor poder de la ficción, su dependencia de un misterio jamás revelado? Basada en un tanka de Higashi Naoko, Haruhara-san’s Recorder procede también poéticamente, por una acumulación de escenas que apenas aportan información, que actúan por repetición, en la penumbra de algo que nunca sale a la superficie, pero que tampoco ejerce violencia alguna para conseguirlo. Y dejarse llevar en ese intersticio ha sido uno de los mayores placeres que este crítico ha experimentado en este festival: un cine al borde del silencio que no solo se niega a dejarse engullir por él, sino que insiste en permanecer ahí aun a costa de resultar insistente e incluso incómodo.