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Escrita y dirigida por Maïwenn a mayor gloria de Maïwenn, Jeanne du Barry abre el festival con una inyección en vena de aristocratismo monárquico que es, a la vez, argumental, discursivo, estético, estilístico y programático. Argumental, porque el guion de la actriz y directora cuenta cómo una mujer de clase popular, convertida en imprevista amante del rey Luis XV, parece inicialmente que llega a la corte para aportar algo de frescura intuitiva y acaba por integrarse felizmente en todos los ritos y códigos de la hipocresía aristocrática, incluida su condición de querida ‘vendida’ al monarca por su amante anterior, luego convertido en marido de conveniencia para aportar a la protagonista el label de ‘condesa’ disponible para ser ‘utilizada’ por el rey. Discursivo, porque todo esto se puede contar desde una perspectiva crítica o, como hace Maïwenn, con total complacencia con dicho itinerario,  con la ‘bondad’ del personaje (interpretado por ella misma sin la menor distancia) y hasta con los rituales y los códigos de la corte de Versalles.

Estético, porque todo en la arquitectura formal de la película (su utilización del decorado, su planificación, sus encuadres, sus angulaciones, la concepción de la música…) está al servicio de la grandeur monárquica, abducida la realizadora por la pompa y circunstancia de lo que se representa, siempre dispuesta a exaltarlo en su concepción visual y escenográfica. Estilístico, porque todo el registro narrativo se impregna hasta el tuétano de esa misma grandeur y se deja arrastrar por dicha concepción, con independencia de que, por momentos, el diapasón pierda el rumbo y el film entre directamente en el ámbito abiertamente farsesco. Y finalmente programático, porque toda la película parece concebida para insertarse en la vieja y polvorienta corriente tradicionalista de la monarquía. Resulta verdaderamente difícil concebir, hoy en día, una película más ancien regime que esta Jeanne du Barry con la que el festival, en una inauguración cinematográfica baldía, diríase que aspira a insertarse más en los registros propios del presidencialismo monárquico y despótico de Macron que en la corriente ilustrada, cívica, laica y racionalista de lo mejor que ha dado la cultura y la política de su país. Carlos F. Heredero


Nicolas de Chamfort fue un extraño y apasionante filósofo y dramaturgo que empezó siendo alguien fiel a la corte absolutista y acabó metido en la revolución. Cuando abrazó los principios de Robespierre se dio cuenta de que había demasiada sangre y se convirtió en un traidor sin rumbo fijo. En su libro de Máximas y pensamientos póstumos, Chamfort escribe: “El amor es un comercio tormentoso que siempre acaba en bancarrota”. Chamfort tiene poco que ver con Madame Du Barry pero cuando continúa escribiendo  que “la persona que acaba en bancarrota es fácilmente deshonrada”, conecta con la película que Maïwenn quiso hacer y no supo hacer. Como nos demostró Ernst Lubitsch en una memorable película de 1919, Jeanne du Barry era una pobre bastarda que vendió su cuerpo, entró en la corte absolutista y descubrió que el comercio amoroso la convertía en cortesana y amante poderosa del monarca. Du Barry acabó guillotinada y nadie la eximió por su condición de hija de la plebe, la condenaron por querer ser noble sin pertenecer a ningún linaje aristocrático.

Maïwenn traiciona la idea que Lubitsch expresó en su día –con la colaboración de la gran Pola Negri– para transformar tanto la historia como la leyenda y convertir su película en una especie de cuento de hadas para adultos y lectores de la revista Hola. La niña pobre llega a Versalles convertida en cortesana y se enamora del rey, sin darse cuenta de que la bancarrota es algo inevitable y que ella es una intrusa en ese mundo a la que llamaron despectivamente ‘la criatura’. Versalles es para Maïwenn como el palacio de un cuento, donde el lujo y la vanidad generan atracción y el rey todopoderoso gobierna a sus anchas. La criatura es como la Cenicienta, que en vez de encontrar un príncipe azul, se cruza con un rey con viruela. Pero en esa reino de fantasía también están las hijas del monarca, que en vez de infantas parecen ser una réplica grotesca de las hermanastras de  Cenicienta, y en vez de hada madrina hay una serie de vasallos fieles que la castigan y utilizan la carroza para apartarla del palacio. La reinterpretación que Maïwenn hace de todo el relato es como un disparate marcado por una auténtica sesión de exceso de autoestima de la intérprete –la propia directora Maïwenn– que es peor actriz que mala cineasta. Maïwenn siempre ha querido conquistar la corte de Cannes y esta vez ha venido acompañada de un Johnny Depp hinchado de barbitúricos, que no se atreve a hablar demasiado en francés y que convierte al monarca en un auténtico monigote. Un despilfarro. Àngel Quintana


En su intento por recuperar y revisar desde la mirada contemporánea la biografía (o algunos momentos específicos de las vidas) de figuras femeninas de la Historia, Jeanne du Barry podría alinearse con la María Antonieta (2006) de Sofia Coppola o La emperatriz rebelde (2022) de Marie Kreutzer. Y, sin embargo, la película de Maïwenn se sitúa en las antípodas sin, al menos en apariencia, darse ni cuenta o pretenderlo. Porque hay en la película un intento por poner en cuestión la monarquía absoluta a través de este personaje de apariencia irreverente, apasionada, inquieta y algo transgresora, pero en Jeanne du Barry todo rezuma conservadurismo: desde la trama a las formas. La película traza un recorrido general por la vida completa de su personaje, desde la infancia hasta su muerte en la guillotina, para centrarse particularmente en el periodo en el que se convirtió en la primera amante del rey Luis XV. Pero arranca esta etapa, después de todo un relato hagiográfico narrado a través de una voz en off, a partir de una muy cuestionable y arriesgada premisa que se enuncia tal cual: “Du Barry encontró la liberación a través de la prostitución”… mientras el plano la muestra avanzar a través de un camino de amplio horizonte, con el atardecer de fondo y una música que todo lo enfatiza.

A partir de la llegada de Du Barry a palacio, el personaje funcionará a imagen y semejanza de la propia película para expresarse desde la arrogancia y la pretenciosidad pero, sobre todo, desde una peligrosa e ignominiosa ambigüedad. Como la película, el personaje al que da vida la propia Maïwenn, se deshace entre los dedos, sin consistencia ni coherencia, para acabar por convertirse en poco más que un gesto de exaltación egocéntrica (y monárquica) en el que hasta Johnny Depp roza lo ridículo.

Y de este modo, el arranque del Festival de Cannes lo sitúa este año en una línea estética e ideológica que, esperemos, solo haya sido un ‘error’ de inicio. Jara Yáñez