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Hay un momento al final de Carajita que parece apuntar a la idea de estar en un bucle, en un limbo en el que queda atrapada Yarisa cuando la tragedia golpea su vida. Sin recurrir a repeticiones ni reciclar escenas anteriores, la circularidad se consigue desde sutiles cambios en la planificación de los encuadres. Ulises Porra y Silvina Schnicer han creado una poética visual única que conjuga la fisicidad de las imágenes, de fuertes contrastes lumínicos y poderosas sinergias cromáticas, conscientes de la importancia de atender a la composición de cada plano. Tan solo en los primeros minutos se amontonan los hallazgos visuales de dos cineastas que utilizan la luz para desvelar estados emocionales, que se apoyan en el sonido para expresar el dolor a golpe de percusión y encuentran en elementos tan cotidianos como los cordones de un zapato la metáfora que materializa los vínculos cruzados que comparten sus protagonistas. Carajita trasluce una fuerte voluntad por encontrar la emoción dentro del plano: sin descuidar ninguna de las dimensiones que integran lo fílmico, las disonancias son la clave de este complejo ejercicio que delata las contradicciones o relaciones imposibles que viven sus personajes. Así, la clase social y el estatus económico terminan imponiendo los modos y modelos de relación posibles, determinando y condicionando conceptos como la amistad y la maternidad. Un discurso que se impone a lo simbólico de sus imágenes, o mejor, que convive con ello: como parte de una realidad construida desde la utopía o desde la capacidad siempre presente de fantasear con la posibilidad de respirar bajo el agua. CRISTINA APARICIO

Con el deseo de poner en escena la desigualdad social en República Dominicana como situación universal igual que ocurría en Cocote (Nelson Carlo de los Santos Arias, 2017), y con la habilidad para diseccionar las miserias de esa clase alta de la que hacía gala Kékszakállú (Gastón Solnicki, 2016), Carajita desarrolla una fábula trágica condensada en el tiempo y con un accidente de coche como motor de la trama. La culpabilidad y la impunidad abrazan el relato del mismo modo que en La mujer sin cabeza (Lucrecia Martel, 2008), solo que aquí Ulises Porra y Silvina Schnicer han convertido el relato en una oportunidad para construir un ejercicio de puesta en escena eléctrico y lleno de energía, transformando la tragedia en marco para la sublimación estética. El sobrecogedor trabajo visual trata de devolver su dignidad a la clase más baja a través de la épica y sus metáforas ponen también en evidencia las injusticias sobre las que se construyen los privilegios de los ricos. Aunque la película muestre en ocasiones las costuras de unos cineastas aún en formación (el errático comienzo, la pérdida de control en la secuencia final a orillas del mar), Ulises Porra y Silvina Schnicer hacen gala de un inusual dominio de lo cinematográfico para poder plasmar su historia en imágenes. El resultado no es solo una película directa y nada complaciente con el poder de remover interiores y de agitar conciencias, sino también un film arrollador y ejemplar sobre cómo aunar la pasión por el fondo con el deseo de encontrar una forma comunicante. Tal vez por ello sea el trabajo de dirección más destacable de esta edición en Nuevos Directores. JONAY ARMAS