Spencer es la película sorpresa de esta edición del Festival de San Sebastián. Pablo Larraín deja su postura clara desde el principio: en el banquillo de los acusados se sienta la familia real británica. Y dado que la narración se sitúa en el pasado y conocemos el desenlace de la historia, la acusación se convierte fácilmente en veredicto de culpabilidad. No es un juicio, sin embargo, lo que vemos en pantalla, sino lo que en materia procesal suele venir más tarde: la vida dentro de una prisión. Salvo que se trate de medidas preventivas. Y si, además, el rótulo que abre la cinta habla de ‘fábula’ y de ‘verdad’, hay que prepararse para una película intensa, compleja y cuya sofisticación coloca al espectador a años luz de la célebre flema británica.
Diana Spencer no fue la marioneta que representara el papel que la reina directora tenía pensado para ella. Y Kristen Stewart hace suyas toda la angustia, la ansiedad y la enfermedad que cabrían imaginar a la princesa protagonista del cuento de terror. El brillo que rodea a Diana se apaga solo cuando abre las ventanas para asomarse al exterior del penal y muta en un pálido blanco fantasmal. Las vivas son fantasmas y las muertas caminan y hablan como si estuvieran vivas. El resto de los habitantes del castillo son los espectros de la familia cuya existencia real se pierde entre monocromías verdes, grises y marrones y los autómatas del servicio que, aunque querrían, no pueden separarse de las operaciones para las que han sido programados. Los rituales se coreografían al ritmo de la banda sonora de Jonny Greenwood, que alterna acordes clásicos a composiciones jazzísticas del siglo xxi. Conociendo la filmografía de Larraín el resultado no es una sorpresa, pero lo arriesgado de la propuesta supera las tan peligrosas expectativas.