En La roya, Juan Sebastián Mesa vuelve a retratar las aspiraciones y sueños de la juventud como ya hiciera en su ópera prima, Los nadie (2016), pero ahora traslada sus conflictos al entorno rural, en mitad de la selva colombiana. Como si buscase algo entre la vegetación, la cámara se mueve despacio y a larga distancia por la ladera de una montaña en un acto de disfrute y deleite ante lo sublime y lo salvaje del paisaje que parece acabar de descubrir. El movimiento termina cuando se encuentra con una pequeña edificación en la que un joven afila un machete, justo unos segundos antes de que decida cesar en su actividad y adentrarse en la jungla. Desde ese momento, Mesa acompaña a este joven varado en uno de los lugares más inhóspitos del mundo. Se trata del mismo espacio que Simón Uribe retrató con gran precisión en el documental Suspensión (2019), una atmosférica cinta sobre la vida en la amazonía colombiana y el abandono que sienten aquellos que padecen sus inexistentes o pésimas infraestructuras de comunicación. Pero mientras Uribe se centraba en denunciar la corrupción política y la malversación de fondos destinados a infraestructura y mejoras urbanísticas, Mesa dirige su mirada hacia aquellos que habitan en este ecosistema donde conviven la superstición y la religión (una dualidad que condiciona la moral y las dinámicas sociales), y que se han vuelto ajenos a lo que sucede fuera de él.
En su segundo acto, La roya se vuelve algo más críptica y a la vez más estimulante en términos visuales: la tranquilidad del entorno natural es sustituida por el bullicio y la fiesta nocturna que se celebra en el pueblo. Un cierto caos se apodera de este último tramo del film, con un montaje algo confuso y desordenado que delata el estado de alucinación en el que se encuentra su protagonista. Pero Mesa abandona la anarquía en los últimos compases de la cinta, para cerrar la narración con toda la claridad posible y concederle un final inconformista y valiente al menos a uno de sus personajes.