El poder del perro es la última reinvención del western estadounidense, a cargo esta vez de la directora Jane Campion. La historia, ambientada en los años veinte del siglo pasado, cuando el asfalto ya cubría el polvo de las calles y los salones vivían sus últimos días en favor de casas de comidas en las que se bailaba el charlestón, muestra cómo los límites de los contrarios se difuminan. Lo viejo y lo nuevo, lo sucio y lo limpio, lo masculino y lo femenino, el exterior y el interior. El hombre que se está quedando solo en un tiempo al que no puede dejar desaparecer, en la creencia de que ello implicaría su propia destrucción. Será por eso que los hombres caminan al principio formando una línea que ocupa todo el cuadro y sirve de barrera infranqueable para evolucionar hacia un meticuloso análisis de la masculinidad.
De todos los recursos de la puesta en escena del film, probablemente el menos novedoso sea el que resulta más efectivo y acapara todo el mérito en la secuencia final. La utilización de las puertas y las ventanas para representar la división entre lo de fuera y lo de dentro proporciona algunas de las imágenes más hermosas y eficaces narrativamente. Las ventanas sirven para que el exterior se refleje en ellas sin atravesar un cristal cada vez más fino a punto de no resistir la presión que ejerce sobre el territorio interior. Un movimiento dentro del cobertizo que se encadena a otro que sale al exterior para sobrevolar las montañas. ¿Podría haber en la insistencia de Campion por filmar las ventanas una oferta de diálogo con el formato académico? Aunque no menos efectiva es la banda sonora de Jonny Greenwood, que narra la historia con una partitura que ni subraya, ni acompaña, ni se limita a ser el ‘audio’ del audiovisual, sino que consigue una fusión irrompible entre las dos partes que no son contrarias, sino complementarias. En un momento en el que todo está por cambiar, Campion arremete contra el inmovilismo de quienes se aferran a los antiguos rituales.