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Adaptación de la novela homónima publicada por Javier Cercas en 2012, la nueva realización de Daniel Monzón (Celda 211, El niño) tiene –por la historia que cuenta, por su contextualización histórica y por la tipología de sus protagonistas– unos referentes fílmicos claros: el cine quinqui de la Transición política a la democracia (exactamente la época en la que transcurre su relato), que tiene en títulos como Yo el vaquilla, Perros callejeros, Navajeros o Colegas sus exponentes más representativos. Pero lo cierto es han pasado muchos años desde entonces y todo lo que aquellos filmes tenían de autenticidad y de genuino (a pesar de su notable tosquedad formal, algo que ahora se olvida), aquí se ha convertido en esforzada caracterización de época y en obligado mimetismo, dos servidumbres que pesan como una losa sobre Las leyes de la frontera, entre otras cosas porque el cine español sigue arrastrando –y esto parece casi una maldición– notables dificultades para reconstruir de manera convincente y creíble los ambientes del pretérito (y esto a pesar de toda la tecnología digital utilizada en esta ocasión). De forma alternativa, y quizás para alejarse de su inevitable modelo, Daniel Monzón intenta potenciar la historia de amor entrecortada entre un joven inadaptado (sobrevenido quinqui de familia charnega en la Girona de 1978) y una chica de familia gitana, integrante del grupo de pequeños delincuentes que protagonizan la historia. Y es ahí, en las miradas entre ambos personajes (sobre todo, en las de Tere, interpretada por una espléndida Begoña Vargas) donde la película encuentra la vibración emocional y la autenticidad que no consigue mostrar en el resto de su metraje, conformado por una sucesión de lugares comunes y de escenas de acción mucho menos conseguidas de lo que cabría esperar en la filmografía de su director.