Secaderos podría emparentarse con esa visión reformulada de lo cotidiano propia del cine de Chema García Ibarra y, al mismo tiempo, con el universo fantástico de Guillermo Del Toro. Mientras se suceden frente a la cámara las costumbres y tradiciones de un pueblo, una criatura irreal merodea por los alrededores del último secadero de la zona aún en pie. Naturalmente, solo los ojos de una niña son capaces de advertir al monstruo, y un tenue sonido insiste en su aura mágica y en su conexión con la naturaleza de la que emerge.
Se plantea así un relato que confronta tradición y modernidad al tiempo que lo hace también con paraíso e infierno: mientras para una niña pequeña abandonar la ciudad y aterrizar en el pueblo se convierte en toda una bendición, para una adolescente del pueblo la zona se ha convertido en una auténtica jaula, metáfora que acaba representada en una escena de manera literal y que es uno de esos detalles por donde quizás pueda rastrearse la condición novel de su autora, cuya energía y espontaneidad entregadas al proyecto invitan a seguir su pista.
Podría plantearse si la presencia del monstruo ha supuesto realmente la diferencia para separar ambos mundos: un violento zoom de acercamiento tiene lugar cada vez que aparece la criatura, como si la propia cámara quisiera aportar esa parte de realidad que su presencia fantástica nos niega, pero esa gramática no encuentra su rima cuando la cámara busca el preciosismo en lo cotidiano, lo que lejos de integrarse en el conjunto acaba provocando un cierto extrañamiento, una separación irreconciliable entre ambas películas.
Hay quizás más magia en el gesto de los niños jugando con las sombras frente a un árbol que en la puesta en escena del espíritu del bosque, pero tal vez el relato de Rocío Mesa entonces no podría tener sentido: la realidad es que quizás como autora esté más cercana al cine de Elena López Riera y Hayao Miyazaki, porque mientras las referencias que abrían este texto se sirven del mundo para construir su historia particular, estas otras intentan reflejar el interior, poner en escena un simple sentimiento que no es posible verbalizar, la melancolía del primer adiós y los peligros que nos acercan al último. Secaderos es al tiempo una carta de amor a todos los detalles identitarios que conforman nuestro origen y también una llamada de atención de la existencia de un más allá, la llamada a cuidar aquello que aún somos incapaces de ver. En la emoción de esa intuición no dicha sí que toma sentido el dispositivo ingenuo y hermoso construido por Mesa. Y además de una carta de amor, la película es también la promesa esperanzadora de que es posible hablar de nuestras tradiciones y contradicciones desde otro lugar, desde otras formas y otras perspectivas, pero con el mismo amor de siempre.
Jonay Armas
Un curioso, amigable, silencioso y sorprendentemente expresivo monstruo gigante hecho de hojas de tabaco encarna el misterio que un entorno rural de Granada tiene para los ojos de una niña de ciudad que lo visita solo durante el verano. Esta inquietante visión infantil, que se lleva los mejores instantes del film de Rocío Mesa, pasa desapercibida sin embargo para los adultos de la zona. Tampoco la otra protagonista de la historia, una adolescente llamada Nieves que se queja de nunca haber visto una nevada, puede ver en principio al apacible ser. La fábula rural, de contraste entre el realismo mágico del prisma infantil y la visión del mismo lugar como jaula de pájaros desde los ojos del personaje adolescente, habla de frustración vital, tradiciones, lucha femenina y etapas de la vida en medio de ese contexto temático de cambio de paisaje que sufren las zonas rurales invadidas por la burbuja inmobiliaria.
En un momento en el que siguen proliferando las películas en entornos rurales, Rocío Mesa aparece con una historia de, en su mayoría, delicados encuadres que está inspirada en la propia biografía emocional de su directora. Mesa consigue imágenes potentes, como la de la adolescente con una tela en la cabeza, cual Virgen María, chupando un polo de hielo tipo flash de color azul. Pero también es cierto que su proyecto no puede escapar a una cierta irregularidad provocada también por la, en ocasiones, posada interpretación de sus actores naturales. Dejando esto a un lado, la creatividad de Mesa consigue una película abierta a la sobreinterpretación, hecha de voluntad y que, pese a sus altibajos, habla del buen potencial de la cineasta.
Raquel Loredo