Il Boemo parece buscar, más que un simple biopic en torno a la figura del compositor checoslovaco Josef Mysliveček, una inmersión en el siglo XVIII a la manera de un programa de realidad virtual, como si el objetivo no fuese tanto reivindicar la figura del músico, en una Viena que experimentaba una evolución musical vertiginosa y que se vio obligada a olvidarle pronto, sino que el film cobre sentido a través del simple gesto de dar vida en la pantalla a toda una época.
De alguna manera, e igual que ocurre con Modelo 77 (Alberto Rodríguez), también presente en el certamen, la película es fagocitada por su generoso despliegue de atrezo y vestuario, solo que mientras para aquella la cuestión de la ambientación parecía requisito indispensable con la que justificar la credibilidad de la puesta en escena, en el caso de Il Boemo esa representación es su razón de ser: reconstruir el pasado es su fin último y no un pretexto, de ahí que a Petr Vaclav no le interesen tanto los acontecimientos históricos de la época o del propio compositor, sino el fluir de una vida cotidiana propia de otro tiempo.
Las escenas se dilatan, el argumento da un paso atrás, no existe diferencia alguna entre lo accesorio y lo significativo, la música se interpreta de principio a fin en un ejercicio de profundo respeto por lo representado, a la manera del fundacional trabajo de puesta en escena de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub en Crónica de Anna Magdalena Bach (1968). ¡Ojalá estas imágenes tuviesen la profundidad y el espesor de aquellas! Aquí no hay planos fijos que intenten viajar en el tiempo a través de la propia música, y no de un desfile interminable de elementos tangibles.
La cámara parece colocarse en lugares arbitrarios que permitan una gramática funcional en torno a los logros del músico, mientras la ingenuidad se va apoderando de la dimensión literaria del relato: la inefable mención a Haydn, el indispensable encuentro con Mozart, aún un niño que admira la música del otro, el listado de amantes del artista, un flashforward inicial que tiene más relación con un malentendido sentido del espectáculo que con una auténtica utilidad narrativa o, en fin, una insistencia por acercarse a los rostros de las intérpretes mientras representan el canto que puede irritar a más de un aficionado a este tipo de música.
En ese sentido, y a pesar de que Il Boemo acaba intentando conciliar los acontecimientos con el fluir de la propia época, la película es más sugerente cuanto más se aleja de esa agenda argumental y se abandona al aroma de la época, cuanto más abandona su vocación de trabajo antropológico y se detiene en esa exploración de un mundo que ya no existe. En esa libertad que la película respira por momentos, donde el tempo no importa ni tampoco la relevancia de las figuras que atraviesan el plano, hay algo valioso.
Jonay Armas
A modo de pequeño biopic del músico checo Josef Mysliveček, instalado en la corte italiana de la segunda mitad del siglo XVIII, mentor de Mozart y compositor de algunas óperas que llegaron a representarse en el teatro San Carlos de Nápoles, esta ambiciosa coproducción entre Italia, Eslovaquia y la República Checa reconstruye la peripecia de esta figura real con especial atención a sus relaciones con una dama de la aristocracia y con otras amantes. El resultado es un film académico y demasiado largo (141 minutos), que se recrea en algunas de las interpretaciones operísticas de sus partituras y que filma, sin especial garra ni personalidad, las diferentes disyuntivas del músico frente a los poderes políticos y culturales de aquella sociedad. Con todo, el principal escollo con el que tropieza la película es el actor protagonista (el checo Vojtěch Dyk), supuestamente atractivo y guapo (para explicar su éxito con las mujeres), pero más bien insulso y, sobre todo, con recursos interpretativos harto escasos. Así las cosas, el metraje se hace cuesta arriba y acaba por condenar la propuesta, que se queda en una mera ilustración culturalista de relamida estética y más que discreto interés cinematográfico.
Carlos F. Heredero