Adaptación de la novela homónima de Emma Donoghue, la nueva realización del argentino Sebastián Lelio (integrado ya de lleno en lo que podríamos llamar la ‘industria internacional’) es una producción Netflix que aborda el caso de una niña que ha dejado de comer y que permanece ‘milagrosamente’ viva en las Midlands irlandesas a mediados del siglo XIX, allá por 1862. Hasta allí se desplaza una enfermera británica que debe observar el fenómeno y tratar de averiguar lo que de verdad se esconde bajo las apariencias que imponen la superchería religiosa, las viejas tradiciones y los atavismos científicos propios de la época. Como si fuera el desarrollo de un paréntesis que abre y cierra una puesta escena metaficcional (las dos secuencias que muestran los decorados del plató donde se escenifican los hechos), que descubre el artificio y pone de relieve que nos adentramos en una ‘construcción narrativa’, el relato de Lelio avanza bajo la presión de una música un tanto impostada, que muchas veces se superpone a las imágenes sin llegar a fusionarse con ellas, y con una realización más bien académica que no va mucho más allá de la ilustración correcta y cuidada de las páginas del guion. Al final, la amarga y terrible verdad intrafamiliar que subyace bajo el caso queda silenciada y el hallazgo en cuestión no tiene apenas desarrollo ni consecuencias. El personaje de la monja, del que Lelio se olvida durante la mayor parte del metraje, se recupera al final de forma meramente instrumental y no es esta la única facilidad que el guion se concede a sí mismo (incluido el truco del suspense final sobre la ‘muerte’ de la niña y su resolución) en un film tan aplicado como tradicional.
Carlos F. Heredero.
Sebastián Lelio comienza su nueva película recordando que solo es una película. La cámara muestra los interiores de un estudio cinematográfico, muestra aquello que nunca se muestra antes de que, en el mismo plano, termine por encuadrar el decorado y adentrarse en una ficción en la Irlanda del siglo XIX. En ella, una enfermera asiste al extraño caso de una niña que va a cumplir cuatro meses sin haber probado bocado. El objetivo no es comprobar si se trata de una santa o de una farsa, ella está obligada a vigilar, pero su opinión queda censurada en un mundo dominado por los hombres.
Empezar la película mostrando los estudios empuja a verlo todo desde el descreimiento, a poner en tela de juicio los mecanismos del propio filme además del relato religioso de los habitantes del pueblo. En ese gesto hay algo de honestidad por parte del realizador, reconociendo la impostura de los elementos que maneja. Los excesos de la puesta en escena de Lelio son más autoconscientes que nunca: sus constantes movimientos de cámara, los encuadres insistentes dedicados a Florence Pugh, cuyo trabajo bien merecería un artículo aparte, la insistencia de las respiraciones, una banda sonora constante y sin medida y una intensidad emocional en crescendo continuo. Todo parece recalcado esta vez por el deseo de ponerse al servicio de una reconstrucción, lo más dramática posible, de la novela de Emma Donoghue.
Lo más interesante de The Wonder, más allá de una interpretación principal que da sentido por sí misma a la película, es ese enfrentamiento entre ciencia y religión, entre lo racional y lo espiritual, el choque irreconciliable entre una científica y las costumbres y creencias de un pueblo que conoce bien las épocas de hambruna y que busca, en los mitos y en las tradiciones, una explicación al infortunio. La enfermera terminará por entender que la ciencia fracasa frente a la fuerza de un relato común como motor de una comunidad. Es la creación de otro relato igual de poderoso, y no los hechos, lo que va a abrir una nueva puerta, una posibilidad de sortear que el fanatismo se cobre una vida inocente. Se trata de un atrevimiento que proyecta la película de manera desesperada sobre nuestro más inmediato presente, inundado por las fake news, por el miedo a lo desconocido y por el descreimiento de la razón. Por el camino, Lelio olvida quizás que el cine es también una religión, y que hacer películas tal vez sea el mayor acto de fe. Se equivoca el cineasta al cerrar su película insistiendo de nuevo en que todo forma parte de un decorado, como si después de haber sembrado las dudas de los mecanismos que dan vida a la ficción regresara, una vez más, para terminar imponiendo qué es lo que hay que pensar sobre el relato, del mismo modo que la autoridad masculina del pueblo trataba de acallar los pensamientos de la enfermera.
Jonay Armas