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En La imagen perdida, Rithy Panh buscaba unas imágenes legendarias, probablemente inexistentes, que mostrarían a los jemeres rojos ejecutando a sus víctimas. Con El año del descubrimiento tengo la impresión de que usted también busca una ‘imagen perdida’, la del incendio del parlamento murciano en 1992.
Siempre he considerado a Rithy Panh como una referencia a la hora de reflexionar sobre cómo el lenguaje audiovisual puede intentar recuperar o restituir la memoria de un lugar o la historia de un territorio. En Panh hay también algo de ‘reanimación’, de intentar revivir determinadas situaciones. Y el momento al que yo quiero volver es algo que guardo en la memoria, el recuerdo de haber visto en televisión el parlamento autonómico de Cartagena ardiendo, que yo recordaba perfectamente porque, cuando tenía siete años, en clase nos había hablado del estatuto de autonomía y nos habían dado unas láminas del nuevo edificio del parlamento para colorear, de ahí que tuviese grabada la imagen del parlamento en mi memoria. Pero no volví a pensar en esa imagen hasta después de El futuro (2013), cuando decido volver a revisitar esa época, los años ochenta, desde un lugar opuesto, no el de la clase media y la juventud de Madrid, sino desde otra clase social y desde la periferia española, la historia de la reconversión industrial de aquellos años. Buscando información sobre este tema, recuerdo la imagen del parlamento y pregunto a mi familia y amigos y ninguno de ellos lo recuerda. No solo eso, están convencidos de que me lo he inventado. Ese desconocimiento o ese olvido fue un estímulo importantísimo para hacer la película. De alguna manera, el film se encamina hacia esas imágenes del parlamento en llamas que yo había visto en televisión pero que parecen no llegar nunca.

El primer capítulo de la película lleva como título ‘Aunque no lo recuerdo sí que lo he vivido’. ¿Cuánto hay de recuerdo personal y cuánto de investigación en El año del descubrimiento?
La película no deja de ser un viaje personal, como también lo era El futuro, que era como una manera de imaginarme a mis padres y a mis tíos en esa época, una vía para relacionarme con una generación anterior desde una cierta ambivalencia, mirando desde un presente tan ruinoso como el de 2011 a un pasado supuestamente prometedor. En este caso hay también un viaje personal porque, aunque yo vivía en Murcia, mis abuelos residían en Cartagena y allí pasé largos periodos. Mi recuerdo es el de una ciudad muy acogedora y hospitalaria, porque me cuidaban mis abuelos y en aquel momento era su único nieto. Pero mi abuelo fallece en 1988 y yo no vuelvo a pisar Cartagena, salvo una o dos veces. Volver para entrevistar a las personas que salen en la película y pasear por las mismas calles, por muy cambiadas que estuviesen, no dejaba de ser una confrontación entre los recuerdos felices de un niño privilegiado de clase media y los desdichados de otras capas de población para los que aquella época de los ochenta había sido justamente la más triste de sus vidas. Este reajuste entre las dos memorias elimina cualquier atisbo de nostalgia, o al menos no lo facilita porque la nostalgia tiene un componente consolador muy fuerte. Dentro de todo esto, la película está atravesada por el círculo del coguionista, Raúl Liarte, por la gente de su barrio o con la que iba al colegio, porque él es hijo de un trabajador de Navantia (la antigua Bazán) y de Cartagena. Y aunque yo me haya criado en Murcia, mis amigos del barrio de La Fama y del colegio público al que iba son muy parecidos a los que salen en el film. Así que en parte no dejo de reconstruir mi memoria personal, la memoria compartida de un territorio tan poco representado como el murciano o el cartagenero. La película surge también cuando me mudo a Carabanchel y me reencuentro con un ambiente muy parecido al de mi barrio en Murcia, en el que se dan esas escenas de Navidad en las que te reencuentras con tus antiguos compañeros de colegio y ves cómo ha ido cambiando su vida, demostrando que los lugares donde nacemos acaban condicionando todas nuestras decisiones laborales o vitales. De ahí que aceptase el compromiso de que el reparto de la película fuese cien por cien cartagenero, más allá de que me permití la libertad de incorporar a un amigo del instituto, Vicente, que es el que cuenta la historia del turno americano, lo que para mí es como un homenaje a mi propia comunidad.

¿Por qué decidió concentrar toda la película en un bar?
Tenía bastante claro que la película iba a desarrollarse en un espacio cerrado, como en El futuro. En este caso porque construir esa ilusión de época era más sencillo a nivel presupuestario, pero también por el propio carácter de la película, sostenida sobre las tertulias y los diálogos, el bar como una especie de ágora en el que podían confluir personas de diferentes generaciones y procedencias. Los bares de barrio combinan muy bien lo público con lo privado, donde la gente vuelca sus emociones, experiencias e intimidades a los otros clientes o a los camareros, aunque sean desconocidos, algo que a lo mejor ni siquiera son capaces de exteriorizar en su propia casa. La película la he experimentado yendo a desayunar muchas mañanas en Carabanchel y luego también en Cartagena y mi obsesión era ser capaz de registrar esta realidad que está aconteciendo a mi alrededor, cómo generar la complicidad necesaria para que unas personas que no conozco confíen en mí y se expresen con libertad, honestidad y naturalidad. También era importante la idea del espacio cerrado en la medida en que conectamos dos tiempos, 1992 y el presente, de ahí que haya algo muy circular en el planteamiento de puesta en escena y en esa idea de varias generaciones que se reflejan y por las que pasa el tiempo pero cuyas condiciones de vida no evolucionan, encerradas en un lugar del que parece imposible salir. El bar es como una cápsula temporal, un limbo o un espacio desgajado del tiempo, una idea que teníamos muy trabajada y que pretendimos condicionar con el relato del sueño inicial del camarero (Raúl Liarte), en el que cuenta que regresa a su barrio y se acerca hasta su colegio, ahora rodeado de una niebla muy extraña. Allí se encuentra a sus antiguos amigos muy envejecidos, hasta que se da cuenta que están todos muertos. Este tono espectral, de cuento gótico, guarda relación con el propio espacio cerrado en el que el humo del tabaco o los gases lacrimógenos nos remitirían a esa niebla del sueño.

¿En ningún momento se plantearon filmar los espacios abandonados de los noventa, esos escenarios de la reconversión industrial, al estilo de las películas de Wang Bing, por ejemplo?
No, lo único que realmente me planteé fue hacer al menos una cosa que no había hecho antes, solo una, para no cagarla. Y en este caso se trataba de filmar diálogos, que en El futuro estaban prácticamente sustraídos. Y en la medida que mis referentes eran Claude Lanzmann y Eduardo Coutinho, pero también todo el cine documental de la Transición, era importante que el rostro y la palabra fuesen el principal vehículo de expresión. La imagen mental que puede generar la palabra a veces puede ser más evocadora que determinados espacios o acciones. Creo que es más productiva la historia de ese hombre que tras el cierre de su fábrica tiene tal depresión que de manera casi sonámbula acaba todas las mañanas en la puerta de la fábrica, mucho más que mostrar sus ruinas. El único momento en el que las acciones reemplazan a la palabra es cuando los disturbios, pero, claro, se trata de imágenes de archivo.

Además de la estética inherente al Hi8, ¿hay algún recurso de ambientación, algún tipo de decoración, más allá de las imágenes de archivo de los telediarios y los anuncios del ‘92?
Originalmente la película era más parecida a El futuro, tenía muchos más elementos de reconstrucción y de ficcionalización. En un primer momento entrevistamos a los protagonistas de los hechos originales como una mera fuente de información para elaborar los diálogos que jóvenes obreros no actores ejecutarían como si estuvieran en el 92. Esa idea de reenactment estaba mucho más marcada, hasta que al entrevistarlos, conocerlos y ver sus rostros nos dimos cuenta que su historia nunca había sido contada y que era necesario que fueran ellos mismos los que aparecieran en el film. A medida que se hacían los castings se iba perdiendo ese efecto más de ficción o reconstrucción, que tenía muchos elementos documentales porque quería combinar elementos de ficción con recuerdos y vivencias propias. Todo el proceso nos va llevando a un tono más de documento y testimonio, si bien es cierto que se mantiene el concepto inicial de la ambientación que nos permitía subrayar esa ambivalencia temporal, si estamos en el 92 o en la actualidad. Y eso viene dado por el rodaje con un formato doméstico como el Hi8, pero todo eso estaba muy formalizado ya que el equipo técnico es de una película de ficción, aunque sea muy pequeño, y por la elección de la localización, que está ambientada y atrezzada. El propio equipo de maquillaje y peluquería trabajaba con los participantes con una misión muy sutil, que era concebir un vestuario que pudiera ser verosímil en las dos épocas. Eso a veces generaba un cierto cortocircuito en los participantes, que eran conscientes que iban a hacer de sí mismos y contar sus experiencias y que nos preguntaban por qué los vestíamos de otras personas. Entonces hubo que convencerlos que aunque se trataba de un documental tenía estos elementos ‘extra’. El Hi8 viene de esa idea de vincular un formato y una textura fotográfica o videográfica a una época concreta, pero para mí también era importante el carácter frágil y doméstico del propio Hi8, como si de alguna manera esta historia alternativa y no oficial de España adquiriese sentido al retratarla con un formato pobre. No es que esté encarnando la tesis de Hito Steyerl de ‘En defensa de la imagen pobre’, pero para mí había algo muy natural e intuitivo en la utilización del Hi8, que tiene además un bajo contraste que vira a gris y azul para retratar precisamente esa ciudad industrial cuyos protagonistas recordaban con esos tonos mortecinos, la contaminación, etc.

Pero el Hi8 no tiene ninguna voluntad de fake, no hay ninguna intención de hacernos creer que la acción se desarrolla en 1992. Los personajes tienen su edad real y nos hablan claramente del pasado.
No es algo que se pretenda simular, pero depende un poco del espectador. Durante los primeros 35 minutos esquivamos los elementos contextuales (los móviles, los euros) y con la secuencia nocturna buscamos esquivar una temporalidad muy definida. Algunos espectadores hasta la hora y media no toman conciencia de que los personajes están ubicados en el presente. No se fuerza el fake, pero sí la ambigüedad. Hay un momento en que todo queda claro, cuando una mujer cuenta que en el año 81 empezó a cobrar tanto y esa mujer en pantalla tiene cincuenta y tantos años, pero para nuestra sorpresa esa incógnita temporal se mantiene mucho más tiempo de lo que el propio montador o yo pensábamos.

¿Cómo se llegó a la estructura final, estaba premeditada ya en el guion o surgió durante el montaje?
En el proceso de casting había una diferenciación esencial entre los personajes históricos y ese grupo de trabajadores y desempleados de la zona de Cartagena que fuimos encontrando en asociaciones de vecinos. Para mí el casting era como el 80% de la película y me preocupaba mucho dar con la gente adecuada, por más que muchos de ellos provienen del entorno de Raúl. De hecho me puse en contacto con las asistentes de casting de Eduardo Coutinho para que me contasen cómo hacían en sus películas. Con el proceso de casting pretendíamos averiguar cómo era la vida de la persona con la que estábamos hablando, su familia, su origen, sus trabajos, sus proyectos de vida, su visión del barrio, hasta que acabábamos pasando a plantear temas más políticos: los sindicatos, la huelga… Fue la propia estructura del cuestionario la que nos marcó en parte cómo iba a ir evolucionando la película. Ya el guion tenía claro que lo primero que queríamos reflejar era el territorio, luego el trabajo, después poner a los personajes a hablar sobre cuestiones sociales y políticas. Y sí teníamos muy claro que en el tercer acto íbamos a introducir los personajes históricos, sobre los que también hablamos de cuestiones personales, aunque al final quedan un tanto reducidos a contar todo lo que sucedió en el 92, que era mucho y muy complejo. Esa estructura estaba, pero también es cierto que en el rodaje fueron apareciendo temas que no teníamos previstos y que eran un reflejo de la actualidad del momento: las lenguas cooficiales, la unidad territorial de España, el servicio militar o, lo más sorprendente, cómo el discurso de la ultraderecha se estaba infiltrando en personajes que no esperarías. Fue luego ya en el montaje cuando fuimos perfilando a los personajes: la presentación, en el primer acto; el debate en torno al presente, en el segundo; y la contextualización de los sucesos del 92 en el tercero que han llevado a los protagonistas a esa sensación de confusión y abandono que aún pervive en ellos hoy en día.

¿Alguno de estos diálogos estaba escrito de antemano, más allá del sueño de Raúl?
Teníamos varias ficciones escritas que al final vimos que no encajaban en el registro del film. Queda una, en la que se ve a un señor alcohólico hablando solo en la barra del bar: un actor bastante conocido en los noventa, Enrique Escudero, un secundario de series como Farmacia de guardia o Los ladrones van a la oficina que es originario de Cartagena. Yo había adaptado el monólogo de un linotipista de una novela de Max Aub, La calle de Valverde, ambientada a durante la dictadura de Primo de Rivera. Lo adapté a Cartagena y lo estuve trabajando con Enrique, pero el registro hipernaturalista que teníamos hacía muy difícil encajarlo y en el montaje siempre nos parecía que las cosas que contaban los personajes eran más relevantes que las ficciones que hubiésemos podido escribir. Y, al final, de ese monólogo lo único que queda es ese señor hablando solo en la barra, sin que sepas en ningún momento de qué está hablando. Además, el suyo es como el rostro de un fantasma de los noventa que ha aparecido allí.

¿En qué momento se optó por ese juego con la doble pantalla?
Quisimos ser muy estrictos en la puesta en escena, centrándonos en el rostro y privilegiando los primeros planos, pero también, dentro de lo reducido de la localización, intentando no repetir nunca un mismo tiro de cámara para que no fuese muy monótono, algo con lo que Sara Gallego (la directora de fotografía) y yo nos volvimos muy obsesivos. La doble pantalla aparece al principio del montaje. Algunas conversaciones las habíamos filmado con dos cámaras y el montador decidió en un determinado momento sincronizar ambas tomas. Ahí nos dimos cuenta que, aunque iba a representar un problema muy serio de montaje, la doble pantalla funcionaba muy bien porque reproducía de una forma más fluida y orgánica la experiencia del bar y de estar formando parte de todas esas conversaciones. No es que haga la experiencia más ‘tridimensional’, pero sí que genera distintos puntos de atención, tanto acústicos como visuales, y hace que la imagen pueda navegar más libremente por ambas pantallas. A partir de ahí fuimos desarrollando a lo largo de la película diferentes usos de la doble pantalla: nos permitía asociar y contrastar rostros, favorecer las miradas simultáneas de dos personajes, algo que de otro modo sería imposible de mostrar salvo en un plano-contraplano, pero nunca al mismo tiempo… Luego hay tres momentos en los que la imagen está centrada, que son los tres momentos en los que un personaje cuenta un sueño. A todos los entrevistados les preguntamos por un sueño recurrente porque, además de interrogarlos exhaustivamente por su vida, cuánto ganaban en aquel trabajo y cosas así, queríamos ver la posibilidad de que con los sueños pudiesen salir a la luz cuestiones menos evidentes. A todo esto, hay una idea de montaje según la cual la película avanza como un día normal: el desayuno, el aperitivo, la comida familiar, la sobremesa… y llegamos a un momento, al final del segundo acto, en el que el bar se cierra y ya solo quedan estos personajes solitarios y un tanto pétreos que son los protagonistas de los hechos del 92. Y en este tercer acto la segunda pantalla tenía que funcionar de otro modo, no tanto como un fuera de campo ambiental del bar, sino como una forma de integrar, mientras ellos siguen hablando, tanto el archivo como textos explicativos. O, simplemente, que quedara en negro, resaltando la soledad de estos personajes, más allá de que en todo momento intentamos que la segunda pantalla tuviese una función concreta, que para mí se recupera en el epílogo, cuando volvemos a ver a todos los personajes del inicio y que ahora adquieren una semántica completamente distinta, precisamente por la pantalla que tienen al lado. Volvemos a ver a todos los personajes mientras se recapitula sobre los temas más acuciantes del presente. La unión de esos dos conceptos, cada uno en una pantalla, adquiere todo el sentido en el epílogo.

¿Cómo se iban haciendo las entrevistas? ¿Se convocaba a cada personaje para un día concreto o estaban siempre allí para crear el ambiente de un bar lleno?
El rodaje duró nueve días, pero antes, en diciembre de 2017, fuimos al bar a grabar las primeras pruebas de cámara y pudimos hacerlo con el bar abierto, antes de que cerrase, porque los dueños, a los que podemos ver en algunos momentos de la película, se jubilaron poco después. Algunos de esos planos de los clientes verdaderos del bar se han integrado en la película. Como intento reproducir un ambiente lo más naturalista posible, me preocupaba mucho que, al rodar con el bar cerrado, quedase muy en evidencia el dispositivo de rodaje. La idea era que no hubiese focos ni trípodes, solo un microfonista y que las dos cámaras estuviesen muy lejos, cada una en una punta del bar. Se buscaba que las personas que entraban en el bar pudiesen relacionarse con los dos camareros (el guionista y el director de arte) como si estuviesen en un bar normal. Si se sentaban en una mesa, se trataba que las mesas de al lado tuviesen gente, unos figurantes que iban a generar ese ambiente de murmullo característico de los bares. Se trataba también de no tener prisa y dedicarle a cada persona o grupo una, dos o tres horas para que la gente se fuese soltando mientras pedían un café o una cerveza, generando diferentes estrategias para facilitar esa complicidad y esa confianza. Rebeca Durán, la diseñadora de vestuario, es hija de un líder sindical y eso favoreció que muchas de las personas que venían de ese mundo llegasen muy relajadas al rodaje. La verdad es que para todo el equipo fue un rodaje muy especial, muy intenso desde el punto de vista emocional. Acabé fumando porque al escuchar estas historias terminaba las jornadas emocionalmente agotado. Pero supe que todo iba bien cuando en el material rodado se traslucían esas emociones tan potentes que habíamos vivido en el rodaje.

¿A qué se debe que de vez en cuando se le escuche hacer una pregunta o interpelar al personaje, a veces incluso que entre ligeramente en cuadro? Lo pregunto porque no es algo sistemático, sino muy puntual.
Si no conoces mi voz a lo mejor es más difícil de percibir, pero la idea, sobre todo al principio de la película, era que los personajes estuviesen hablando entre ellos o con un camarero. Después ya, durante los debates, yo estaba en los monitores dando indicaciones por walkie a Raúl o a Sara para que les sirviesen una cerveza o les sugiriesen algún tema. En el tercer acto, como la sensación de naturalismo del bar abierto ya se ha abandonado, pues me parecía perfectamente válido que se me pudiese ver a mí haciendo preguntas, a parte del equipo o incluso un micrófono. Eso también porque el propio rodaje acabo siendo un punto de encuentro y que aparezcamos en imagen Raúl o yo evidencia esa empatía. Además en esta última parte, como se trata de largos monólogos, se privilegia el plano secuencia, mientras que en el primer acto hay mucho montaje, por ejemplo, para eliminar las huellas del presente, como cuando alguien hablaba de euros.

Tengo la impresión de que la película acaba constituyendo una elegía sobre una clase obrera que ya no existe o que la reconversión industrial se llevó por delante.
Desde un primer momento intentamos ser muy cuidadosos con la idea de no hacer una película que reivindicase una especie de nostalgia obrerista. De ahí la importancia de introducir voces que pertenecen también a los años setenta pero que hablan de otro tipo de movimientos o alianzas como el feminismo o la ecología. Nos preocupaba mucho que las luchas de la izquierda no se interpretasen solo desde una perspectiva laboral o material.

Lo digo en parte por el epílogo, que me parece demasiado coyuntural con todas esas referencias a Salvini, Grecia o la Unión Europea.
El proceso de rodaje duró tanto tiempo y nuestra realidad política es tan turbulenta en estos últimos años que en aquel momento no podíamos saber qué iba a resultar más o menos coyuntural o anacrónico. Ese monólogo final, que uno puede compartir o no, en el que se compara la tolerancia de la Unión Europea con respecto a Salvini y la intolerancia con respecto a Syriza, para mí era muy importante mantenerlo porque es el único momento en la película en el que un sindicalista en activo habla de su trabajo, porque hasta ese momento hemos escuchado a sindicalista jubilados que critican el sindicalismo de ahora, que consideran que la lucha obrera ha pasado a mejor vida y que vivimos en un momento de decaimiento. A este personaje, José Ibarra, que fue asesor del film, porque es delegado de Comisiones Obreras en Navantia y a su vez es historiador, autor del libro Cartagena en llamas, le planteé que hablase de la función de los sindicatos hoy en día, precisamente porque parece que hoy todo el mundo habla mal de los sindicatos. Y en su monólogo se manifiesta una impotencia que creo que es importante percibirla y que acaba provocando una reacción en el público. Para mí el fondo de la discusión que se está estableciendo hoy, más allá de cuál es el futuro del sindicalismo o del trabajo, son los ataques que están recibiendo instituciones que considerábamos muy sólidas como la democracia parlamentaria y cómo desde diferentes instancias parece que ahora mismo hay más tolerancia hacia la ultraderecha o gobiernos autoritarios que hacia la socialdemocracia, la izquierda o los movimientos sociales. En el fondo este capitalismo neoliberal, el de las grandes corporaciones, se ha dado cuenta que la democracia no es especialmente útil a sus objetivos y esto se manifiesta en esta reacción autoritaria que está sucediendo a nivel global. Desde mi punto de vista, esta secuencia va al fondo de esta cuestión, el proyecto de una Unión Europea que tiene que decidir si admite gobiernos autoritarios en su seno.

Declaraciones recogidas por teléfono el 13 de octubre de 2020.