Diez años le ha costado a Miyazaki volver a dirigir un nuevo largometraje después de aquella emocionante obra maestra casi autobiográfica que fue El viento se levanta (2013). Regresa ahora con una obra más cercana a la fabulación mítica y fantástica de otros títulos suyos (las memorables El castillo en el cielo, El castillo ambulante o El viaje de Chihiro), un retorno que le muestra —a sus ochenta y dos años— como un cineasta en pleno dominio de su arte y fiel a sus reconocibles universos poéticos, pero también como un creador que se deja llevar por su sabiduría y que, quizás, se muestra menos riguroso y autoexigente que en otras ocasiones. La fábula sobre la orfandad, la amistad y la convivencia entre los vivos y los muertos que El chico y la garza coloca sobre la pantalla se despliega con el mismo ímpetu fantasioso que algunas de sus obras mayores, con el mismo y reconocible trazo en el dibujo y con la misma libertad imaginativa para enlazar diferentes ‘mundos’ espaciales y mentales (la película es de una conmovedora belleza en sus momentos más afortunados, y sorprendentemente un poco pobre en otros, todo hay que decirlo), pero también con menos lógica interna y con más autocondescendencia a la hora de ceder a la tentación de una estética en la que el maestro japonés se recrea con justificada felicidad. Desconcertante y más bien críptica en sus supuestas metáforas, la película deja un sabor ambivalente: es como haber sido invitados a una fiesta acogedora y salir con la sensación de que nos lo hemos pasado muy bien, pero que algo nos hemos perdido en el trance, abrumados por la desordenada generosidad del genial anfitrión. Carlos F. Heredero