Como en anteriores trabajos, Juan Cavestany se adentra en la psique humana en busca de respuestas a comportamientos que, a pesar de ser normalizados por ser habituales o aprobados socialmente, resultan incomprensibles (y no por ello menos fascinantes) desde un cierto punto de vista lógico (o incluso psicológico). Esta vez es la figura del turista (a quien el propio Cavestany ha descrito como “una persona convertida en actor en busca de un personaje”) la que ha despertado el interés del cineasta, que parte de lugares comunes (fácilmente reconocibles) para dinamitar, precisamente, el absurdo que subyace en la incongruencia del ser humano. Algunas de las señas de identidad del director de Gente en sitios forman parte de la puesta en escena de la película: la comedia basada en el absurdo, el extrañamiento como fruto de un cuestionamiento existencialista, el humor como resultado de un incómodo intercambio de incongruencias y lo simbólico (y lo onírico) como expresión del inconsciente.

Pero lo más interesante de Un efecto óptico quizá sea la reflexión que de ella puede extraerse sobre la propia naturaleza fílmica, un lúcido ensayo sobre el ilusionismo, el cine y sus múltiples (y mágicas) posibilidades. Enfrascados en una sucesión de bucles temporales, los protagonistas de la cinta se encuentran sometidos a las exigencias de un montaje que los mantiene en continua dislocación espacial. En lo formal, la repetición y la presencia desordenada de elementos visuales (destacan, especialmente, las fotografías que ellos hacen con la cámara y que se muestran en pantalla) se erigen como confusas variaciones que refuerzan el desconcierto y la anarquía del relato y que dan como resultado una superposición de texturas visuales. La narración es el resultado de una manipulación espaciotemporal a la vista del espectador, una operación desconcertante dentro y fuera de la diégesis que sitúa la acción en el terreno de lo imposible.