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El estilo aparentemente neutro y observacional de Thomas Vinterberg puede generar más de un equívoco. Es cierto que, cada vez más, su cine tiende a dejar al descubierto ese mecanismo a veces engañoso, pero ello no obsta para que sus películas se continúen ofreciendo como ‘documentos’ acerca de una cierta Europa a la que él no parece querer dejar en paz. En Druk, por ejemplo, uno de los personajes no se priva de afirmar que “en Dinamarca todos beben como cosacos”, y con eso ya tenemos el punto de partida de esta película cuya ambición no es poca: se trata, a través de la cuestión del consumo de alcohol en el país de Hamlet, de filmar todo un estilo de vida que termina abocando a la insatisfacción vital y la infelicidad. Nada más y nada menos.

Ese es el caso de un grupo de amigos, todos ellos profesores en un instituto de provincias, que se lanzan a un experimento alcohólico de dudosa credibilidad. Y que Vinterberg convierte en los títeres de una especie de farsa cómica, o de tragicomedia, de desarrollo errático y más convencional de lo que parece, cuyo esfuerzo por no juzgar y contemporizar acaba siendo más bien dudoso y farisaico. Pues se tiene la sensación de que el responsable de la mítica Celebración se sitúa siempre por encima de sus criaturas, las utiliza y manipula para lanzar unos cuantos mensajes que pretenden alcanzar la complejidad por pura acumulación y no acercándose de verdad a sus personajes. Vinterberg nunca será Ulrich Seidl, y eso se nota: le falta esa crueldad que no se traduce en desprecio o condescendencia, sino en reconocer que todos viajamos en el mismo barco. Y ello provoca, en fin, que Druk sea, en el fondo, una película pulcra y educada, que jamás se atreve a sumergirse en la miseria moral que dice retratar, que en ningún momento se ensucia las manos.