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Hay películas, dicen, que solo valen lo que valen sus actores, o sus actrices, que se erigirían así en los puntales sobre los que se alza la totalidad del edificio. No sé si, en su último documental, Julien Temple ha tratado a Shane McGowan como un actor, pero no hay duda de que el creador y líder de The Pogues se apodera de tal modo de la función que no deja espacio para mucho más. Y no es para menos. Poeta alcohólico y drogadicto, conflictivo y tumultuoso, en la gran tradición irlandesa, y también músico superdotado que revolucionó la escena punk londinense con algunos álbumes inolvidables, allá en los años ochenta e incluso luego, McGowan es todo un personaje. Lo vemos siempre sentado en su silla de ruedas, con una copa y un cigarrillo en la mano, mientras Temple desgrana su caótica historia, que también tiene mucho que ver con la de Irlanda en el siglo XX, sobre todo por su adscripción al republicanismo más extremo.

Por supuesto, la trayectoria de McGowan es fascinante, la ascensión y caída de un ‘paleto’ irlandés, como se define él mismo, que quiso comerse el mundo y solo se autodestruyó. Pero la mirada de Temple (y de Johnny Depp, el productor, que protagoniza un par de escenas no muy distinguidas) se limita a un montaje rápido, rapidísimo, y a unos cuantos efectos de dudosa eficacia, como por ejemplo unos cuantos insertos animados y alguna que otra reconstrucción fugaz que a veces convierten la tragedia de McGowan en otro itinerario más de esos ídolos caídos que tanto abundan en la historia del rock. Incapaz de singularizar a su criatura, pues, Temple la convierte en el objeto de una glorificación más bien banal, que nunca profundizaría en sus luces y sombras de no ser por el empeño del interesado, que en ocasiones va más allá de la excesiva pulcritud del tono del documental para seguir provocando y subvirtiendo a placer.