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Si hubiera que definir el crowdpleaser, ese género o subgénero por el que se pelean muchas distribuidoras y más festivales, la segunda película de Ben Sharrock, Limbo, sería el modelo perfecto: un tema delicado como el de los refugiados políticos, personajes entrañables víctimas de algún tipo de discriminación, pero con inquietudes artísticas, controladas dosis de humor que ayuden a dulcificar las aristas más incómodas, etc. En Limbo tenemos esos refugiados (afganos, africanos, sirios) que están a la espera de que se les conceda el asilo en una remota isla escocesa (“Había más cobertura en mitad del Mediterráneo”), dejando pasar el tiempo, viendo cómo algunas de sus esperanzas se frustran, añorando su país o su familia, a veces de forma contradictoria. Es lo que ocurre con Omar, que ha dejado a su hermano luchando en Siria y a sus padres en Turquía, mientras que él aspira a un trabajo en el Reino Unido en virtud de sus conocimientos del inglés; ah, y que se acompaña de un laúd, instrumento del que es un virtuoso y que ahora no puede tocar por culpa de una mano escayolada.

Por un lado tenemos a los refugiados, por el otro a la pequeña comunidad escocesa que los acoge, con mayor o menor desconfianza. Entre estos los profesores de unas clases de concienciación cultural (tema 1: “Sexo, ¿una sonrisa implica una invitación?”) que en un primer momento escoran claramente la película del lado de la comedia. Son sus mejores momentos, esa capacidad para reírse de y con los asuntos más graves, pero que pronto vamos a añorar, sobre todo desde el instante en que un melancólico Omar se adueña de la función. Incluso podemos precisar el momento en el que todo se echa a perder: esa otra clase en la que se ponen ejemplos de la utilización del “I used to” y uno de los refugiados revienta con un “yo solía ser feliz”, como negando a partir de entonces cualquier atisbo humorístico. La película se vuelve a partir de entonces mucho más solemne y enfática, subrayando el discurso bienintencionado (¿en serio era imprescindible conocer el destino del joven africano que quería jugar en el Chelsea?). Por no hablar de uno de esos detalles que desvelan lo poco que en realidad le importan sus personajes y circunstancias culturales a Sharrock: cuando Omar puede tocar por fin el laúd y con él su música, al director se le acaba la paciencia muy pronto e impone la suya, la de la banda sonora. ¿A quién le podría interesar la música tradicional siria?