A partir de un cuento de Haruki Murakami (por cierto, ¡resulta asombrosa la cantidad de adaptaciones literarias que llenan este año la sección oficial de Cannes!), Hamaguchi conquista en su terreno creativo más personal una cumbre indiscutible del cine contemporáneo, digámoslo ya por adelantado. Ahora bien, ¿cómo describir la tenue, silenciosa y callada emoción que, poco a poco, de manera soterrada, se va abriendo paso en las imágenes de su film, a medida que avanza un relato capaz de sorprendernos de manera continua sin perder nunca el firme anclaje realista y transparente del peculiar estilo del cineasta…? Resulta difícil aprehender el secreto de una película que empieza anudándose en torno a relatos orales propiciados por el placer del sexo (las historias que la esposa del protagonista le cuenta a su marido después de hacer el amor como materia narrativa para sus propios guiones), sigue con los prosaicos ensayos para una representación multilingüe de Tio Vania (Chejov), se adentra después en la callada relación entre el protagonista (el director de escena de la obra) y la joven conductora que le hace de chófer a su pesar (casi siempre dentro del coche rojo que le transporta desde los ensayos hasta el hotel donde se encuentra alojado), alcanza más adelante una doliente catarsis emocional en otro viaje conjunto a pasajes nevados (un segmento del film sobre el que resuena la parte final de Compartiment nº 6, de Juho Kuosmanen) y desemboca, finalmente (antes de un hermoso epílogo) en una representación de la obra de Chejov en la que el personaje de Sonia es interpretado… ¡por una actriz muda!, dentro de una secuencia literalmente maravillosa que forma parte del cine más emocionante visto por este cronista en los últimos tiempos.

El itinerario acaba por descubrirse como una subterránea y sabia meditación sobre cómo los muertos conviven con los vivos (un tema esencial de Joyce) y sobre cómo los vivos dialogan con la memoria de los muertos (reverso del anterior), conjugada de manera armónica sin impostaciones estilísticas, sin subrayados, sin que nada se imponga desde fuera, dejando siempre que la corriente emocional vaya creciendo de manera orgánica entre la diversidad de registros por los que circula el argumento, milagrosamente subsumidos en un único diapasón de serenidad y de aceptación de las tragedias y las bellezas de la vida capaz de conjugar el espíritu de Yasujirô Ozu y la mirada de Chejov en una síntesis que no se hace notar, que no invoca aquellos nombres como aval culturalista ni como referencia posmoderna, pero que acaba por abrir la película a un registro propio, personalísimo y fascinante, felizmente imposible de esquematizar en una crónica de urgencia como esta. Volveremos con calma y con mayor profundidad sobre la primera gran película que ha dado Cannes-2021.

Carlos F. Heredero

“¡Qué se le va a hacer, hay que vivir!…”. Con estas palabras comienza el monólogo final en el que Sonia consuela al Tío Vania, solo y arruinado, tras haber intentado disparar dos veces a su cuñado, Serebriakov. En Drive My Car estas memorables palabras de “Tu vida no conoció la alegría, pero espera, Tío Vania, espera, descansaremos” no son pronunciadas, sino mostradas, a través del lenguaje de los signos. Una chica sordomuda coreana interpreta la obra en una versión multilingüe, ella es Sonia, pero su silencio y la fuerza de sus gestos resuenan dentro de una película hasta acabar helando el corazón del espectador.

Resulta complicado conseguir descansar después de haber asistido impávidos a tres horas de emoción contenida a partir de una brillante adaptación del relato corto de Haruki Murakami, “Unos hombres,

sin mujeres”. Su director, Ryüsuke Hamaguchi, estuvo en Cannes hace tres años con una pequeña maravilla llamada Asako I y II. El pasado mes de marzo ganó el premio especial del jurado del festival de Berlín con Wheel of Fortune and Fantasy y, tres meses después, llega a Cannes con muchas posibilidades de llevarse la Palma de Oro, gracias a una película deslumbrante. Hamaguchi consigue establecer una extraña y particular poética, donde los numerosos vericuetos entre los personajes acaban desembocando en una peculiar lectura de la complejidad humana, abrazando finalmente la fuerza y la maestría del teatro de Chejov.

Drive My Car cuenta la historia de una pareja que vive del teatro y que veinte años atrás perdieron una hija por una enfermedad. Él continúa montando obras teatrales y ella intenta sobrevivir construyendo historias a partir de sus propias infidelidades. Un día él entra en su casa y la ve haciendo el amor con otro hombre. La visión de la infidelidad de su mujer lo transforma, pero mantiene en silencio sus contradictorios sentimientos porque es consciente de que ella le ama. La desaparición de la mujer lleva al hombre hasta Hiroshima, donde decide montar una versión multilingüe de Tío Vania. El primer reto que surge es como construir el reparto en el que los actores reflejen alguna cosa de sus propios misterios.

El segundo reto consiste en ver como ese texto tan potente gravita en torno a la vida real de todos eses seres de ficción. Y, a medida que avanzan los ensayos, se va imponiendo el texto teatral en el interior de la historia. Chejov altera el destino de los personajes hasta el punto de que se van desnudando los grandes problemas humanos: el miedo, la vergüenza y sobretodo la culpa. Los relatos orales se confunden con las ficciones, la frontera entre la verdad y la mentira se va diluyendo, como la del presunto actor joven que debe interpretar Tío Vania -ex-amante de la esposa del director- que cuenta una historia que parece inventada pero que afecta su propia vida o la de la chica que conduce el coche y lleva al director del hotel al teatro, que también tiene su historia marcada por la culpabilidad, por la imposibilidad de sobrevivir al destino. ¿Cómo superar la culpabilidad y abrazar la vida? Chejov también nos da la respuesta: “Tu vida no conoció alegría, pero espera, Tío Vania, espera”. El destino es quien guía nuestro coche.

Àngel Quintana