Del 11 al 22 de Mayo de 2016.

Primeras impresiones de las películas más importantes del festival, en breves comentarios críticos de Carlos F. Heredero, director de Caimán CdC, y de otros críticos de la revista, asistentes al evento cinematográfico más importante del mundo.

TIMECODE (Juanjo Giménez). Sección oficial cortometrajes

En un cortometraje como Timecode –ganador de la Palma de oro al mejor corto– confluyen diferentes elementos muy destacados. El primero es la figura de Juanjo Giménez. Empezó en el mundo del largometraje con Tilt (2001) y en los últimos años se ha ido centrando en el mundo del cortometraje, labor que compagina con su trabajo en la escuela de cine de Reus, una ciudad emblemática dentro del mundo del corto gracias al FEC –un espacio de referencia internacional en el mundo del cortometraje–. El segundo elemento es la personalidad de la bailarina Lali Ayguadé, considerada como una de las figuras clave en la renovación de la danza en Barcelona. Ha trabajado en grupos internacionales imprescindibles dentro de la danza contemporánea como Akram Kahn; ganó en 2010 el premio de la crítica de Londres al mejor trabajo como bailarina. En los últimos años ha empezado a realizar sus coreografías propias –los duetos Incognito y Saba– junto con el bailarín de origen francés Nicolas Ricchini. También ha compaginado su vocación con la actividad en el espectáculo de circo contemporáneo Bèsties de la compañía Baró d’Evil. Estos elementos son esenciales para comprender la compleja poética que esconde una pieza de apariencia sencilla, pero de una extraña belleza. Timecode explica la historia de una mujer y un hombre que trabajan de guardias de seguridad en un parking. Ella hace el torno de día, él el turno de noche. Un día ella descubre por la cámara que él ha roto un faro del coche. A partir de este momento se establece un cruce de espacios, marcados por los códigos de la filmación de cada cámara de vigilancia, que acaban revelando una serie de movimientos que marcan la relación entre la pareja. Juanjo Giménez se mueve entre lo narrativo –el relato del encuentro de los protagonistas y de su sustitución– y lo poético, a partir del uso de diferentes registros artísticos que están a medio camino entre el corto tradicional y la pieza de videoarte. En el trabajo es esencial la presencia de la pareja Ayguadé y Ricchini, que en sus trabajos teatrales, como Incógnito o Saba, buscan espacios de cotidianidad para poder llegar a transformarlos. Ellos son capaces de convertir toda la sordidez de un simple aparcamiento en un espacio de creación y de transformación del cuerpo. La transfiguración de lo banal es el reto escondido detrás de una obra singular y rica como Timecode. ÀNGEL QUINTANA

APNÉ (Jean-Christophe Méurisse). Semana de la crítica

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Jean-Christophe Méurisse es conocido en Francia por haber formado una curiosa troupe cinematográfica llamada Les chiens de Navarre. Su finalidad no es otra que la de llevar a cabo un modelo de teatro burgués de trazo grueso detrás del que pueda surgir una cierta visión libertaria de raíz situacionista respecto a los males sociales del presente. El primer largometraje de Méurisse, presentado en sesión especial dentro de la Semana de la crítica, pretende seguir el camino apuntado en sus trabajos teatrales a partir de una película construida en sketches que juega de forma directa hacia la incorrección, participando de los modelos de la nueva comedia francesa a la manera de La fille du 14 Julliet (2013) de Antoine Peretjatko. El tono de comedia aparece definido desde su primera secuencia, en la que un peculiar trío integrado por dos hombres y una mujer se presenta ante el juez para pedir que los case. Su argumentación es clara: si están permitidos los matrimonios homosexuales, por qué no pueden estar permitidas las relaciones triangulares. A partir de este momento vemos cómo los tres protagonistas intentan romper con todas las convenciones desde la incorrección. Pedirán a una niña que los adopte como padres, presentarán un parque temático basado en una fábrica a una organización de iniciativas empresariales e incluso llegarán a rescatar a Cristo de la cruz. En la cinta hay algunas ideas, algunas situaciones cómicas funcionan por su irreverencia, su vocación de película basada en numerosas rupturas atenta contra toda forma de relato, pero la chispa no cesa de disiparse de forma progresiva. En la segunda parte de la función, que transcurre en Córcega, las situaciones se pierden y la película parece encallarse. ÀNGEL QUINTANA

ONE WEEK AND A DAY (Asaph Polonsky). Semana de la crítica

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Estamos ante un drama familiar. Una familia pierde a su hijo de veinticinco años víctima de un cáncer. La película arranca el día después de la Shiva, período semanal de duelo según la religión judía. El padre y la madre deben empezar a enfrentarse con la cotidianidad, deben reiniciar su vida sin su hijo. La madre deberá volver a afrontar su trabajo como profesora en una escuela, mientras el padre deberá superar la crisis personal que afecta a su conducta. A partir de esta premisa todo parece indicar que nos encontramos ante un drama, pero en el interior de un festival donde la comedia no ha hecho más que predominar, la ópera prima de Asaph Polinsky –cineasta de origen israelí afincado en Estados Unidos– se transforma en una farsa. El padre retomará a un amigo de su hijo, aprenderá a liar los cigarrillos de marihuana, intentará todo tipo de locuras e iniciará una existencia absolutamente loca que lo llevará a las situaciones más absurdas. La comedia surge como una especie de forma terapéutica para combatir el dolor y superar las crisis interiores. También es un modo que permite establecer una reflexión sobre la absurdidad de la vida cotidiana después de la muerte y la ausencia de las personas más cercanas. A pesar de que la idea de sublimar el dolor mediante la comedia puede funcionar, One Week And a Day no es una película brillante, porque no sabe cómo encajar sus piezas, ni cómo definir la dimensión patética de personaje del padre. ÀNGEL QUINTANA

THE HAPPIEST DAY IN THE LIFE OF OLLI MÄKI (Juho Kuosmanen). Un certain regard

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El día más feliz de la vida de Olli Mäki (Jarkko Lahti) se supone que va a ser el día en que logre el título de campeón mundial de boxeo en la categoría de peso pluma. Olli es un humilde boxeador, poco memos que amateur, que procede de la Finlandia rural y que se va a enfrentar al campeón mundial, de origen norteamericano y con fama de imbatible. La película de Kuosmanen, su ópera prima, se desarrolla a lo largo del verano de 1962, en las semanas previas a ese enfrentamiento, siguiendo toda la preparación de Olli, partiendo del momento en que debe abandonar su pequeño pueblo y trasladarse temporalmente a Helsinki, donde se celebrará la pelea. Los últimos días en el pueblo son también los de la primera crisis. Olli se ha enamorado de Raija (Oona Airola) y, a partir de ese momento, ya no sabe qué ansía más, si lograr el título mundial o casarse con Raija. El inicio de ese amor es también lo mejor de la película de Kuosmanen: las noches veraniegas, el baile, la vuelta a casa en bicicleta, la expresión de una felicidad que solo puede verse empañada por su carácter inevitablemente efímero. The Happiest Day in the Life of Olli Mäki está tan bien filmada (en un precioso blanco y negro) como ágilmente narrada. Nada de esto asegura sin embargo que estemos ante un cineasta a seguir. Como muchos otros nuevos realizadores que tienen su bautismo de fuego en este Cannes 2016, Kuosmanen parece obsesionado con fabricar a toda costa un crowd-pleaser, una de esas películas tan agradables de ver como fáciles de olvidar. Personalmente, hubiese preferido que la película le dedicase más atención a Raija y menos al boxeo. Creo que el propio Olli estará conmigo. Jaime Pena

DOG EAT DOG (Paul Schrader). Quincena de los realizadores

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La clausura de la Quincena ha permitido recuperar a un viejo rockero que  no está dispuesto a rendir sus armas y que, a sus setenta años, sigue con energía y vitalidad suficientes como para plantearse nuevos retos cada vez que vuelve a colocarse detrás de la cámara. En este caso, decidido a transformar la adaptación de una novela negra de Ed Bunker (cuya historia original transcurre en los años noventa del siglo XX) en un gozoso ejercicio de libertad estilística y de transgresión dramática que convierte a esta historia de tres sicarios y criminales bastante chiflados en una especie de neonoir juguetón y libertario, atravesado por un sentido del humor grotesco y nervioso que dinamita sin cesar todas las situaciones del relato. Película excéntrica, pero exultantemente lúdica, Dog Eat Dog juega a placer con diferentes registros estéticos (consecuencia, sin duda, de la expresa libertad que el cineasta decidió conceder a cada uno de los jóvenes jefes de equipo con los que se embarcó en este proyecto) y se sostiene, con toda evidencia, sobre las gozosas perfomances de Willem Dafoe y Nicolas Cage, que inyectan a sus respectivos personajes abundantes dosis de humor y de saludable autoparodia. Quizás por todo ello, esta humilde incursión de Schrader en el territorio de un género sobradamente codificado consigue sorprender en no pocas ocasiones y proporcionar agradecibles dosis de una diversión casi infantil, a pesar de la extrema y también paródica violencia que la película despliega. Una pequeña fiesta cinéfila, gentileza de un cineasta que nunca ha dejado de estudiar el cine y que sin duda disfruta al máximo con él. CARLOS F. HEREDERO

FORUSHANDE (Asghar Farhadi). Sección oficial

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En torno a un conflicto ético y personal bajo el que todavía resuena el eco de Nader y Simin. Una separación (2011), el iraní Asghar Farhadi vuelve a trenzar aquí una indagación en la disyuntiva moral frente a la que se ve confrontado un profesor y actor tras la supuesta agresión de la que ha sido víctima su mujer cuando estaba sola en su casa y entró en ella un desconocido. Este punto de partida es el origen de un itinerario en el que se cruzan las intermitentes escenas de la representación de Muerte de un viajante, la obra dramática de Arthur Miller que el propio matrimonio interpreta sobre un escenario teatral dando vida a Willy Loman y a su esposa. No quedan muy claros en la propuesta los vínculos que conectan la famosa obra de Miller con el conflicto que vive el protagonista, cuya decantación final y más intensa no llega hasta que el film se adentra en su media hora final, que es, con mucho, lo mejor de la película. Filmada con el aplomo y con la solvencia habitual de Farhadi, la historia no alcanza la intensidad ni la complejidad de aquel ya lejano film, pero sí consigue confrontar al espectador –tambien a él– con un dilema bastante inquietante cuando le obliga a replantearse moralmente la idea que, hasta un determinado momento, se ha podido hacer del empeño y de la actitud del actor, a través del cual, y desde su punto de vista, se sigue la dramaturgia del film. Se abre así una ambigüedad y una ambivalencia que nos vacuna contra la supuesta superioridad de las certezas morales y, sobre todo, contra el igualmente supuesto fundamento ético del sentido de la justicia cuando este hunde sus raíces en el sufrimiento personal y en coordenadas culturales asumidas como propias. CARLOS F. HEREDERO

VAROONEGI (Behnan Behzadi). Un certain regard

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En los últimos años ha parecido surgir en el cine iraní una corriente que ha abandonado el minimalismo de los viejos maestros (Kiarostami, Panahi, Makhmalbaf) para ir modulando su obra en el terreno del melodrama. Su voluntad es la de fugar en algunos aspectos de la sociedad para poner en evidencia sus desigualdades y reivindicar el rol de la mujer en el corazón de la sociedad. Varoonegi es la historia de una mujer de 35 años que vive sola con su madre y que mantiene una relación tensa con el resto de sus hermanos de la familia. Un día, debido a una infección, el médico pide a la madre que se instale en las montañas porque el aire de Teherán resulta irrespirable. Varoonegi parece resucitar uno de los temas clave del festival, como es el de las tensiones familiares como parábola de las tensiones sociales. La chica luchará para afirmarse como mujer, para no tener que soportar todo el peso de sus hermanos y para poder continuar viviendo en el corazón de Teherán. Behzadi rueda la película con cierta discreción, sin cargar excesivamente las tintas y con un cierto bagaje dramático. ÀNGEL QUINTANA

THE LAST FACE (Sean Penn). Sección oficial

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Desde aquellos años en que George Bush hijo guiaba el destino de la política americana, Sean Penn no ha dejado de proclamar a los cuatro vientos de que es un cineasta/actor liberal, comprometido e incluso con tendencias izquierdistas, a pesar de que el izquierdismo en Estados Unidos no quiera decir gran cosa. Su mala conciencia burguesa lo lleva a implicarse en todo tipo de causas y a querer redimir a la sociedad de los pecados que han llevado a la desigualdad, la miseria y al horror. The Last Face no es más que el producto del desorden mental que envuelve el pensamiento de Penn, un desorden que no solo es ideológico sino también estético, porque su paso como actor por el cine de Terrence Malick ha acabado dejando las peores marcas posibles. The Last Face es otra operación del festival de Cannes pensada para redimir el mundo y mostrarse como gran escaparate de la solidaridad internacional. La operación, y la presencia a concurso de la película, no solo acaba resultando indignante, sino que también es abyecta. Sean Penn presenta su película como una historia de amor situada entre Libia y Somalia, en el corazón de un África en plena revuelta y protagonizada por un médico sin fronteras, marcado por “la transición española” (?), y una mujer que ha dedicado su vida al universo de las ONG.  Ambos se amarán en medio de la guerra, compartirán abrazos y atrocidades. La película podría llegar a ser una clásica obra menor para alterar la conciencia pequeñoburguesa de Occidente si no fuera porque detrás de sus imágenes a lo United Colors of Benetton se esconden algunos momentos abyectos.

El primer momento de abyección tiene lugar cuando una joven médico (Adèle Exarchopoulos) que ha tenido relaciones con el personaje de Miguel León (que interpreta Javier Bardem) le confiesa que tiene SIDA. Automáticamente la cosa parece propia de un gran drama y la pareja de amantes (Bardem/Theron) parece derrumbarse. Automáticamente se hacen la prueba del SIDA para comprobar que son puros, y que a pesar de su actividad en los límites no se han contaminado de los males de África. El segundo momento es una escena en la que Charlize Theron empieza a oír el zumbido de las moscas y un hedor insoportable, abre una puerta y se encuentra con una montaña de cuerpos de niños asesinados en estado de putrefacción. La cámara se pasea por los cuerpos con el deseo de resaltar el horror. Finalmente, el tercer momento es cuando un niño capturado por la guerrilla es obligado a disparar a su madre. El niño titubea y acaba llevando a cabo una desgracia que la música y los movimientos de cámara no hacen más que enfatizar. Todas estas imágenes del horror y la miseria africana aparecen acompañadas de planos de manos a contraluz mirando el sol (la sombra de Malick) o imágenes de cooperantes convertidos en pijos reciclados que juegan a hacer de médico. Todo ello apañado con el clásico discurso final orientado a denunciar la miseria, sin preguntarse en ningún momento cuales son sus claves profundas. Sean Penn, con la ayuda impagable de un Javier Bardem absolutamente ensimismado, quizás tenga todos los puntos para ganar el premio ecuménico al cine de valores. Aunque si de verdad existiera el ecumenismo, The Last Face debería acabar quemada en las llamas del fuego eterno. ÀNGEL QUINTANA

LA LARGA NOCHE DE FRANCISCO SANCTIS (Francisco Márquez, Andrea Testa). Un certain regard

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Dentro de los discursos sobre la memoria histórica de los grandes desastres se ha empezado a articular en el ámbito creativo un trabajo en torno a lo que algunos llaman ‘postmemoria’. No se trata de hablar desde la experiencia, sino desde lo que nos contaron quienes lo vivieron o desde la conciencia de que a pesar del paso del tiempo es preciso volver allá porque en el pasado oscuro de un país se esconde algo esencial para comprender el presente. La larga noche de Francisco Sanctis es la ópera prima de Francisco Márquez y Andrea Testa, dos jóvenes directores argentinos nacidos en la década de los ochenta, al final y después de la dictadura. Su intención es la de recrear elementos del declive moral que estaba presente en su país en torno a 1977. Francisco Sanctis, el protagonista, es un personaje de clase media, que vive atrapado en su rutina diaria –los hijos y el trabajo– y en el sueño de poder ascender dentro de la empresa. Es la clásica figura gris de esa pequeña burguesía que con su silencio ayudó a que la dictadura tejiera sus redes. La tensión surge el día en que Francisco Sanctis recibe la visita de una vieja amiga que le da unos nombres y le pide que actúe para impedir que dos personas sean encarceladas durante la noche. El personaje se encuentra con el dilema de cómo tomar una decisión, cómo afrontar la cuesitón y cómo asumir la responsabilidad respecto a su propia época. Francisco Márquez y Andrea Testa articulan la historia sin dramatismo, desde un cierto vaciado minimalista. No interesa ver cómo se articula el drama, ni observar si es posible la salvación de las hipotéticas víctimas, sino mostrar la errancia. Es preciso describir ese camino que puede llevar a la redención personal pero también a la salvación colectiva. Una parte esencial de la película funciona a partir del tránsito del protagonista. Quizás la propuesta o ejercicio que proponen Márquez y Testa adolezca en algunos momentos de cierto espesor y complejidad, pero resulta curiosa la forma en que son capaces de integrar el debate en torno al pasado con la tendencia hacia las historias mínimas de un cierto nuevo cine argentino. Todo esto sin caer ni en el academicismo, ni en el simple reivisionismo histórico. ÀNGEL QUINTANA

THE NEON DEMON (Nicolas Winding Refn). Sección oficial

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¿De qué modo podemos afrontar una película como The Neon Demon, denostada por la prensa en Cannes y acusada de llevar a cabo un cierto onanismo estético? La cuestión no es simple, porque en el fondo el menosprecio o las alabanzas de unos pocos sectores que pueda recibir la película forman parte del juego que establece Cannes en su sección oficial, muchas veces más cercana al circo romano que a una sala de cine. Nicolas Winding Refn, realizador de la saga Pusher, era hace unos años un cineasta de género, admirado por algunos sectores pero no consagrado dentro del olimpo del cine de autor. Su paso por Cannes con Drive en 2011 lo convirtió en un cineasta creativo, en un autor respetado y con un buen horizonte de expectativas para el futuro. El éxito de la película tuvo unos efectos perversos, el cine de Winding Refn cargó las tintas, se especializó en todo tipo de malabarismos estéticos para ir cautivando una audiencia selecta. Only God Forgives fue para algunos el canto del cisne del cineasta y para otros su consagración hacia el malditismo. Unos años después su llegada a Cannes con The Neon Demon  no hace más que exacerbar esta dualidad. El cineasta ha decidido elevar el nivel de su horizonte de expectativas, cargar su estilización y realizar una obra onírica en la que explora un incierto territorio de la imagen sofisticada situado entre la publicidad y el videoclip. En el horizonte está su deseo de convertirse en un autor prohibido, generar un culto minoritario pero seguro. The Neon Demon parte de una operación de marketing calculada pero fracasa en el intento. Winding Refn quiere ser original sin llegar a serlo, quiere hacer su Showgirls a lo Verhoeven pero no deja de mirar hacia Mulholland Drive de David Lynch. Hay en sus pretendidas imágenes innovadoras algo de mimético, una debilidad estética que quiere reforzarse a base de golpes de efecto que ciegan al espectador pero que no llevan a ninguna parte. El resultado es una película onanista alimentada por el lado más perverso de la feria de las vanidades de Cannes, ese lado en el que el escándalo a cualquier precio siempre llega a ser rentable. The Neon Demon no es una mala película, es una obra que irrita porque detrás de sus excesos formales no hay más que envoltorio y porque su supuesta vanguardia avanza por aguas pantanosas sin llegar a ninguna parte. Es cierto que detrás de las imágenes hay un cineasta, pero quizás ese cineasta debería plantearse cómo es posible filmar a las mujeres, cómo es posible reflexionar sobre los efectos perversos de la belleza sin caer en esos mismos efectos. También debería pensar cómo es posible crear una hipotética película crítica sobre la imagen de la mujer en el audiovisual contemporáneo que no solo acabe siendo complaciente con esa misma imagen. ÀNGEL QUINTANA

Estábamos avisados, pero aún así resulta verdaderamente difícil de creer –mientras estás viendo The Neon Demon– que se pueda ser tan petulante y tan pretencioso en la composición y en los engolados encuadres de todos y cada uno de sus planos, que sus imágenes puedan ser tan feas cuando la película pretende hablar de la belleza en el mundo de la moda y de las pasarelas de lujo, que el discurso –una evidente y burda metáfora sobre la dimensión canibalizadora de aquel universo– pueda llegar a expresarse de manera tan obvia y tan zafia, que más allá de esa ‘idea’ (tan poco original, por lo demás) no exista realmente ninguna otra a lo largo de todo el metraje, que se pueda saquear tan impunemente a tantos y tantos cineastas (con David Lynch y David Cronenberg como víctimas principales), que toda la puesta en escena pueda estar tan vacía, que todas las secuencias se alarguen y se alarguen hasta el agotamiento, que la  mirada del cineasta pueda ser tan machista a la hora de retratar a las hermosas mujeres que protagonizan el film… y así podríamos seguir hasta el aburrimiento para hablar de esta película-pasarela que confirma de manera definitiva el nulo interés cinematográfico de un cineasta posseur autoconvencido de que es un artista (Nicolas Winding Refn). Y eso que, repitámoslo, estábamos avisados después de ver su engendro precedente: Only God Forgives. Solo que esta es todavía peor. Y eso sí que es realmente un mérito. CARLOS F. HEREDERO

RISK (Laura Poitras). Quincena de los realizadores

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Después de The Oath y de Citizen Four, la periodista y cineasta Laura Poitras completa su trilogía de investigación post-11 de septiembre con Risk, donde el objeto de su retrato es Julian Assange (cerebro de Wikileaks y de las filtraciones masivas de los secretos de estado  norteamericanos), de forma equivalente a cómo Edward Snowden era el centro de Citizen Four. Estamos aquí, por tanto, ante un nuevo ‘filtrador’ de secretos en aras de la libertad de expresión (tarea facilitada ahora por las nuevas tecnologías) y de denunciar la opacidad y el oscurantismo de los grandes poderes políticos en alianza con los grandes poderes económicos. El retrato de Assange es menos impactante y dinámico que el de Snowden, pues la estructura de Citizen Four tenía algunos componentes cercanos al thriller que aquí no están presentes, pero la operación de fondo es muy parecida. El interés suplementario de Risk reside, sin embargo, en la muy inquietante y más que ambigua personalidad de su protagonista, que se empeña en ocultar a toda costa su verdadera identidad humana (incluso cuando lo entrevista Lady Gaga, en el fragmento más divertido del film), y a quien Laura Poitras filma, con productiva intencionalidad, durante todo el proceso de maquillaje y transfiguración mientras se disfraza para poder escapar de sus perseguidores. Pero también aquí, al igual que en el título precedente, uno sale de la película con la inseguridad de saberse vigilado y de los largos tentáculos de los sistemas de control en las sociedades contemporáneas. CARLOS F. HEREDERO

GIMME DANGER (Jim Jarmusch). Sesiones de medianoche

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Ración doble de Jim Jarmusch en este festival. Tras la poética y deslumbrante Paterson, este nuevo título es un documental sobre Iggy Pop y los Stooges, lo que resulta bastante coherente en un cineasta que había trabajado ya antes en tres ocasiones con su amigo Iggy: en el corto Coffee and Cigarettes III, en el western Dead Man y en el sketch Somewhere in California de su largometraje Coffee and Cigarettes. Una famosa canción de Iggy, también versionada por David Bowie, da título a un trabajo que, sin embargo, no pasa de ser, en rigurosos términos cinematográficos, un sencillo retrato del músico y cantante, encargado él mismo de contar frente a la cámara de Jarmusch –y lo hace muy bien, además­­– diferentes circunstancias de su biografía personal y profesional. En el ochenta por ciento de su metraje, la película tiene un formato más próximo al reportaje televisivo, con un montaje muy evidente (‘pato, pato’, dicen los montadores) con el que Jarmusch ilustra mecánicamente todo aquello que Iggy va relatando. En este aspecto, Gimme Danger es más bien un retrato dócil y convencional de un artista indómito y heterodoxo donde los haya. Sin embargo, en el veinte por ciento restante (los porcentajes son aproximados, claro está) surge el Jarmusch más irónico y personal mediante el recurso a determinadas imágenes tradicionales del cine y de la televisión norteamericanos de los años cincuenta y sesenta. En ese juego de ecos y choques conceptuales se libra lo más sugestivo de un film que encantará sin duda a los seguidores de Iggy Pop y de los Stooges, pero que no está llamado a ocupar ningún lugar de honor en la filmografía del director de Paterson. CARLOS F. HEREDERO

Tres días después de presentar Paterson, la película de consenso de Cannes 2016, el cineasta ha vuelto para mostrar su conocimiento de la historia del rock, su admiración por Iggy Pop y su deseo de trabajar en el terreno del documental. Tal como hizo en 1997 con la admirable Year of the Horse, sobre una gira de Neil Young, el cineasta se desplaza hacia un mito del pop, James Osterberg, más conocido como Iggy Pop, para realizar el documental biográfico Gimme Danger. Jarmusch se interesa sobre todo por el nacimiento, decadencia y consolidación de The Stooges, la banda que en palabras de su cantante “acabó enterrando todos los años sesenta”. En el prólogo del documental, Jarmusch reconoce que cuando irrumpieron los Stooges fueron considerados como un grupo muy simple y precario. Con el tiempo se han convertido en una banda clave dentro de la historia del rock, ya que sin ella no puede comprenderse el camino que lleva de Ramones hasta Sex Pistols. Jarmusch plantea cosas interesantes sobre la fuerza escénica de Iggy Pop, sobre su configuración como cantante que actuaba sin camisa como si fuera surgido de un peplum, o sobre los diferentes infiernos por los que pasó la banda. A pesar de su interés, el trabajo llevado a cabo en el documental no parece demasiado inspirado. Jarmusch utiliza imágenes de archivo, una larga entrevista con Iggy Pop y declaraciones de sus colaboradores. Iggy Pop no aparece como un ser sarcástico y provocador, mientras que la ejecución plana de la película no deja que estalle visualmente con fuerza, tal como hizo Jarmusch con Year of the Horse. ÀNGEL QUINTANA

BACALAUREAT (Cristian Mungiu). Sección oficial

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Segunda entrega en competición de la muy interesante representación rumana, la nueva realización del director de 4 meses, 3 semanas, 2 días (Palma de Oro en 2007) vuelve a diseccionar con frialdad y vitriolo a partes iguales algunas de las lacras y servidumbres que todavía arrastra y padece la sociedad de su país en el momento presente. Su protagonista es un médico empeñado en que su hija pueda aprobar el examen de graduación para poder conseguir la beca que le permita ir a estudiar a Inglaterra y así poder escapar de un país al que el protagonista considera sin futuro y víctima de múltiples redes clientelares que le paralizan y le impiden progresar. Se trata de un profesional honesto y de prestigio reconocido, pero que no duda en utilizar de manera corrupta o paralegal todos los mecanismos a su alcance para conseguir que su hija pueda presentarse al examen y encontrar así la manera de  marcharse. Fiel a su estilo realista y al lenguaje del plano secuencia, Mungiu quiere hablar de una realidad que su film presenta, ciertamente, “más organizada y estructurada que en la vida real”, puesto que la construcción de su relato respeta en todo momento la cronología de los acontecimientos y se autolimita deliberadamente al punto de vista del protagonista, pero no por ello resulta menos incisivo a la hora de ir iluminando poco a poco los mecanismos y las articulaciones que siguen anclando a la sociedad rumana en el sistema de prebendas, chantajes subterráneos, renuncias morales y mentiras existenciales heredado de la vieja dictadura comunista y ahora perpetuado por el capitalismo depredador. No se le puede negar a Mungiu  la enorme coherencia de su propuesta fílmica, capaz de trazar –con un sabio armazón dramático y narrativo– una nueva radiografía crítica del tejido social y moral de la Rumanía contemporánea, pero también es cierto que esta vez su indagación no alcanza la fuerza y la intensidad fílmica del film con el que ganó, hace ya nueve años, la Palma de Oro. CARLOS F. HEREDERO

El protagonista de Bacalaureat funciona como reflejo de las contradicciones, vicios endémicos y nuevos rumbos de la Rumanía contemporánea. En el inicio, una piedra lanzada desde la calle agita el amanecer de una familia de clase media cuya estabilidad se rompió hace largo tiempo. El hombre, doctor de profesión, visita a diario a su joven amante. Su mujer permanece hundida en la depresión. Ambos depositan sus únicas esperanzas en su hija, una estudiante brillante que afronta sus exámenes finales con la promesa de una beca universitaria en Inglaterra si consigue unos resultados excelentes. Sus planes empiezan a frustrarse cuando la joven sufre un intento de violación en plena calle, ante la pasividad del resto de viandantes. El shock le impide concentrarse en los exámenes pero su padre activa todo un engranaje estratégico (que implica a la policía y también a los evaluadores) para que consiga la nota necesaria. La película despliega un debate interesante sobre los límites que se pueden cruzar para alcanzar una meta crucial. Para el padre todo es válido, sean cuales sean las transgresiones legales y éticas, con tal de que su hija pueda salir de Rumanía. Mungiu ofrece un lúgubre diagnóstico del país, representado como un territorio dominado por la violencia, la desesperanza y por unas dinámicas sociales que recogen la corrupción de la era Ceaucescu y el individualismo desenfrenado del capitalismo. El padre ejemplifica esa dinámica doblemente perversa. Como es habitual en su cine, Mungiu traza una historia sólida, con personajes consistentes y emociones reconocibles. Un lúcido análisis de la Rumanía actual que sin embargo adolece de un estilo rutinario y de una narrativa que deja ver sus costuras. Todo lo contrario sucedía en Sieranevada (Cristi Puiu), película que trata algunas de las cuestiones que aparecen en Bacalaureat desde un enfoque menos cerrado y con una personalidad arrolladora. JAVIER H. ESTRADA

Hace unos diez años, cuando surgió la llamada nueva ola del cine rumano, el tema de fondo era la supervivencia del país después de la dictadura de Nicolai Ceaucescu. El tema del comunismo quedaba un poco lejos, el país había empezado a formar parte de Europa pero quedaban los residuos de su memoria histórica. Resulta curioso cómo, diez años después, la presencia del cine rumano en Cannes va en otra dirección: el deseo de radiografiar una sociedad que vive víctima de la propia corrupción, y cuya recuperación es impedida por la podredumbre interior. Bacalaureat de Christian Mungiu es una fábula sobre la situación de la Rumanía actual partiendo del drama familiar para llevar a cabo una reflexión colectiva. Romeo es un médico que vive en una pequeña ciudad de Transilvania. Un día, cuando lleva a su hija al instituto, ve cómo esta es agredida por un delincuente. A la niña le enyesan el brazo, y el instituto le impide hacer las pruebas que le permitirán tener una beca para ir a estudiar al extranjero. Este es el punto de partida de una serie de historias encadenadas que llevarán a Romeo a intentar sobrevivir a partir de la corrupción. La sociedad rumana se encuentra a la deriva y la única alternativa, tal como indica el personaje de Romeo, es la de salvar a los hijos, permitiéndoles una salida en extranjero. Mungiu rueda la historia con largos planos de cámara fija. La película no acaba de funcionar, quizás porque el director quiere contar demasiadas cosas, abarcar demasiados campos sin llegar a profundizar en ninguno de ellos. ÀNGEL QUINTANA

LA MORT DE LOUIS XIV (Albert Serra). Sesiones especiales

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Desde su nacimiento, el cine ha explorado incansablemente el misterio de la muerte. Enfoques místicos, crudos, violentos, dulces. Banalización o trascendencia, glorificación o lamento. A estas alturas, ¿cómo profundizar en la cuestión definitiva, ofreciendo una perspectiva inédita? Albert Serra ha encontrado una respuesta con La mort de Louis XIV, film de una depuración rotunda, un acercamiento que conecta con História de la meva mort en su estudio de los interiores y la función de los diálogos, pero que apunta literalmente al tema, sin derivar en el mito ni la leyenda. Exceptuando los dos planos iniciales, toda la acción transcurre en una habitación. Allí reposa Louis XIV, inhabilitado por la enfermedad, atado a su cama por la gangrena que se apodera de su cuerpo. Los médicos intentan hallar un remedio, pero la ciencia todavía no ha encontrado soluciones y la mística solo empeora su condición. El rey, a merced de la ineficacia de sus siervos, va perdiendo sus fuerzas y su capacidad de liderazgo. Lejos quedan la beligerancia, el ansia por la guerra y la victoria, los derramamientos de sangre motivados por grotescos delirios de grandeza. No hay más que un hombre en su lecho, perdiendo la sed y el apetito, observado por individuos impotentes que parecen espectadores de una representación teatral. Una figura de pasado glorioso reducida en sus últimas horas a un cuerpo inerte a merced de sus súbditos, envueltos en una batalla grotesca e imposible por mantenerlo con vida. Serra plasma una materialización cinematográfica extremadamente fiel y personal de la agonía del ser humano, una memorable interpretación de la mortalidad. Film formalmente soberbio, de cualidades pictóricas que beben del clasicismo para entregarse también a lo nebuloso y lo abstracto, La mort de Louis XIV marca la evolución hacia la solidez y la precisión de uno de los grandes visionarios de nuestro tiempo. JAVIER H. ESTRADA

La nueva película del director de Honor de cavalleria (el único de sus trabajos hasta la fecha que para este crítico tenía algo de verdad en su interior) parte de un concepto fuerte y claro: representar la muerte del Rey Sol durante las dos últimas semanas de su agonía y sin salir de su habitación. No se trataba, por tanto, de contar cómo vivió la Francia de 1715 los últimos días de Luis XIV, tampoco las intrigas de la corte, y menos aún proponer un recorrido biográfico por la figura del monarca. Todo se concentra en esa habitación. Por ella pasan, para acompañar al déspota, los médicos, los sacerdotes, los criados y algunos cortesanos, pero la cámara de Albert Serra se concentra, sobre todo, en el proceso físico por el que se va degradando el cuerpo del protagonista. Su poder político es absolutista, pero cuando se enfrenta a las últimas horas de su existencia, su cuerpo es tan débil, sufre tanto el dolor y pierde progresivamente sus fuerzas como le sucede al más humilde sus vasallos.

La reconstrucción de ese proceso parte de los datos históricos recogidos por la memorias de Saint Simon y por las del Marques de Dangeau, dos cortesanos que asistieron a los últimos momentos de la vida del rey y que describen el proceso con gran detalle. Serra incorpora todos esos datos a su puesta en escena sin dramatizarlos y sin buscar tampoco ninguna trama narrativa. El desenlace está anunciado desde el título y sabemos en todo momento cómo acabará la función. Asistimos a un lento y progresivo desvanecimiento de las fuerzas del enfermo, a las dudas de sus médicos, a las diferentes curas que intentan frenar el avance de la enfermedad, al rito de la extremaunción, a la dificultad del monarca para ingerir alimentos, al avance progresivo de la gangrena que mata su pierna, a sus noches de pesadilla, al débil y elíptico eco que todavía le llega de algunas intrigas cortesanas, a las escasas fuerzas que desvelan ya sus últimos gestos autoritarios, al último aliento que escapa de su cuerpo e incluso a la autopsia que busca en sus órganos internos el ‘alma’ enferma del fallecido.

Hay algo de minuciosa y didáctica reconstrucción casi antropológica en la hermosa puesta en escena de Albert Serra, capaz de poner en valor y de otorgar relieve a los rostros de todos cuantos pasan por la habitación del rey moribundo. La película se acerca por esta vertiente al Rossellini de La toma del poder por Louis XIV, pero hay también algo de Straub (en la renuncia a toda dramaturgia, en el respeto escrupuloso de los hechos) y, sorprendentemente, también algo de Jean Renoir en la mirada profundamente humanista y compasiva del cineasta hacia un déspota absolutista al que la cámara de Serra muestra como un ser humano tan desvalido y tan indefenso ante la muerte como todos los demás. Y todo eso es posible porque aquí, a diferencia de las inanes imágenes de Historia de la meva mort, o de la pose vacía de El cant des ocells, el cineasta construye un artefacto fílmico sustentado sobre la elegancia de los encuadres, sobre la fluidez armoniosa con la que el montaje enhebra el paso de los días y el avance de la enfermedad, sobre un diseño de vestuario virtuoso y particularmente intencionado, sobre un soberbio trabajo de interpretación y,  especialmente, sobre la riqueza interior de la propia puesta en escena, capaz de crear un universo propio, de generar densidad y espesor, de sugerir resonancias, matices y ecos enriquecedores bajo las apariencias de las imágenes.

El rostro decadente, enfermo y ya casi cadavérico del monarca (un soberbio Jean-Pierre Léaud, bajo cuya máscara parece bullir la historia de todo el cine francés de los últimos sesenta años), coagula todas las miradas a su alrededor (las del resto de los personajes) y también la del espectador dentro de una película que consigue extraer de unos documentos históricos una representación que nunca deja de ser autoconsciente, porque a pesar de asistir al desvanecimiento de la figura que encarna el poder absoluto, la puesta en escena de Albert Serra nos muestra que la ceremonia y el rito continúan, solo que ahora para desvelar a los ojos de todos nosotros la humana fragilidad que escondió siempre la fatua representación de los oropeles del poder. Habrá que volver con más calma a este magnífico logro cinematográfico. CARLOS F. HEREDERO

A Albert Serra le gusta considerar la idea de que toda película de ficción es al mismo tiempo un documental sobre la erosión del tiempo. La mort de Louis XIV es sobre todo una gran ficción didáctica (casi en el sentido rosselliniano de La Prise du pouvoir par Louis XIV) y un excelente documental sobre Jean Pierre Léaud. En la ficción asistimos a los últimos días de un hombre que fue el ser más poderoso de la Tierra y que se sintió impotente ante la ciencia y la medicina. Lo tenía todo, pero no podía curarse y acabó siendo victima del error del Doctor Fagon, su médico de cabecera. La cámara casi nunca sale de la habitación del rey y este casi nunca se levanta de la cama. A su alrededor están los médicos, sus criados, sus asistentas y los curas. Durante su enfermedad recibe la visita de unos médicos de la Sorbona y de un curandero de Marsella llamado LeBrun. También da consejos a su bisnieto, que tomará el poder bajo el nombre de Luis XV, y recibe la extremaunción de manos del cardenal de Rohan. Serra empieza filmando el inicio de la enfermedad debido a un accidente de caza, muestra como la gangrena se apodera de su pierna y finaliza en el momento en que su cuerpo es objeto de una autopsia para estudiar el motivo profundo de su enfermedad. Lo que menos le interesa a Serra son las luchas por el poder, que están apuntadas; lo que le interesa es mostrar la impotencia del monarca cuando la representación ya no existe. Luis XIV no puede tomar el poder a partir de la exhuberancia del vestido, porque está postrado sin fuerzas. Cuando pide agua, su criado de habitación no está disponible y los médicos discuten diferentes remedios, pero todos ellos resultan bastante ineficaces. Todo está rodado con un notable rigor, con el deseo de seguir todos los momentos de la agonía hasta la expiración final.

 La mort de Louis XIV es, también, un punto y aparte en la obra de Serra. Abandona los actores no profesionales para trabajar con actores franceses con un claro dominio de la dicción. Trabaja a fondo los diálogos partiendo de un detallado estudio de los documentos, concretamente desde las memorias que Louis de Rouvroy, Duque de Saint Simon, efectuó sobre la corte de Versalles. Penetra de forma frontal en el universo barroco y se permite introducir un impresionante momento en que escuchamos un fragmento del Réquiem de Mozart frente a la mirada moribunda del rey. Parece como si el cineasta sustractivo, minimalista y amigo de la improvisación hubiera dado paso a otro cineasta obsesionado por el rigor histórico y la fidelidad absoluta con la época. En determinados momentos resulta inevitable pensar en una conexión entre Serra y la trilogía sobre los dictadores llevada a cabo por Aleksander Sokurov hace diez años. De todos modos, La mort de Louis XIV continua siendo fiel a uno de los planteamientos clave del cine de Serra en cuanto que lo importante no es el devenir de los hechos (el relato) sino la situación. No es preciso preguntarse qué pasará después de lo que estamos viendo, porque ya está enunciado en el título, sino observar cómo se desarrollan una serie de situaciones que tienen como epicentro la muerte de un rey y el proceso de vampirización que la cámara lleva a cabo del rostro de su actor, Jean Pierre Léaud.

Es en el trabajo sobre el rostro y el cuerpo yaciente donde está una parte esencial de la fuerza de la película. Serra muestra la degradación física de un personaje, pero también el envejecimiento y transformación de un mito. Parece como si la película enterrara desde fuera el rostro carismático de la Nouvelle Vague para proponer una iconografía que parte del barroco, pasa por lo grotesco y acaba imponiéndose como una muestra del patetismo que supone la erosión del tiempo. El viejo mito se transforma en otra cosa, Jean Pierre Léaud aparece como un auténtico monstruo pero no de la interpretación (en el sentido tradicional del término) sino de la presencia. La captura de esta presencia es lo que permite a Serra la plenitud documental de su gesto.  La mort de Louis XIV acaba con una frase memorable. El médico Fagon afirma: “Dios mío, la próxima vez  procuraré hacerlo mejor”. La frase tiene un punto notable de ironía. El médico inepto que lleva a la muerte al monarca reconoce la culpa. Albert Serra se ríe de sí mismo prometiendo al espectador que quizás en el futuro lo hará mejor, sobre todo cuando La mort de Louis XIV demuestra su reconocimiento  como gran cineasta. ÀNGEL QUINTANA

LA TORTUE ROUGE (Michael Dudok de Wit). Un certain regard

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En el origen de este curioso ejercicio de animación minimalista existe un curioso trabajo de fusión entre Europa y Japón. La empresa japonesa Studio Ghibli se ha fundido con diferentes compañías de producción francesa para crear el primer largometraje de Michael Dudok De Wit, un mítico animador gracias a sus cortos Father and Daughter y The Aroma of Tea. El hecho resulta relevante sobre todo después de que Hayao Miyazaki e Isao Takahata, los dos nombres fuertes del estudio Ghibli, hubieran anunciado su jubilación. A pesar de la implicación japonesa, La Tortue rouge no tiene ni la exuberancia ni la fantasía de las obras más míticas de Ghibli, pero sí que posee un gran dominio de la técnica, un fuerte componente poético y una curiosa visión alegórica de la existencia humana. A partir de un guion del propio Dudok de Wit en el que ha colaborado la cineasta Pascale Ferran asistimos a la historia de un náufrago que conoce a una tortuga. El desarrollo del argumento no es complaciente y pretende ofrecer algunas claves sobre el destino de la existencia y el modo en que los seres humanos están obligados a buscar caminos para su supervivencia. La película funciona, pero quizás está un poco lejos de ser esa gran obra esperada por los admiradores incondicionales del trabajo de Dudok De Wit. ÀNGEL QUINTANA

Esperada durante años con enorme interés por los expertos en el cine de animación (el proyecto comenzó a prepararse en 2007 y su producción arrancó en 2013), y fruto de un feliz encuentro entre el universo poético de su realizador y el estudio Ghibli japonés (que ha hecho posible una parte importante de su financiación y que ha aportado su impagable experiencia respetando en todo momento el control artístico del holandés Dudok de Wit), La Tortue rouge ofrece una singular y personalísima experiencia estética en el campo de la animación plana en 2D para contar la historia de un náufrago que consigue llegar a una isla tropical en la que solo hay tortugas, cangrejos y pájaros. Comienza así un periplo que encuentra un impulso decisivo y mágico a la vez con la aparición de la tortuga que da título al film y que despliega con pudorosa sensibilidad una hermosa y serena divagación –con ciertas resonancias orientales– sobre los ciclos vitales y sobre la convivencia con la naturaleza. Dudok de Wit no hace concesiones. El protagonista y quienes luego le acompañan (mejor no hacer aquí ningún tipo de spoilers) se enfrentan a una dura supervivencia. No hay aquí rastro alguno de la épica de Robinson Crusoe. Escapar de la isla se desvela imposible a pesar de que el protagonista lo intenta una y otra vez. La vida en un pequeño islote no resulta fácil y menos aún si este es sacudido por un devastador tsunami. Los ritmos vitales siguen su curso: la vida, el crecimiento, la maduración y la muerte se suceden sin solución de continuidad. Las hermosas imágenes del film (pintadas con una textura muy especial, consecuencia de complejos procesos de animación que merecería la pena poder contar con detenimiento en otra ocasión) parecen querer ‘detener’ el tiempo sin dejar de marcarlo: los días y las noches se alternan sin cesar, la luz y la oscuridad pautan el ritmo vital de los personajes, la lucha por la supervivencia deja espacio también a la exploración lírica de la intimidad. La notable conquista visual del film (el terreno en el que claramente su logro tiene mayor entidad) se ve perjudicada, sin embargo, por una partitura enfática y rimbombante que entra en flagrante contradicción con la naturaleza de una estética –y de un transcurso dramático desprovisto por completo de diálogos, sin que estos se echen en falta en ningún momento– que habría requerido una música más delicada y minimalista. Pese a todo, una de las películas más originales y agradecibles de este festival. CARLOS F. HEREDERO

THE STRANGERS (Na Hong-jin). Fuera de concurso

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Con sinceridad, 156 minutos son demasiados minutos para que, en definitiva, el cineasta coreano Na Hong-jin nos cuente un thriller demoníaco habitado por zombis y fantasmas sin más originalidad o aportación que su envoltura en un humor grotesco que hace añorar, durante todo el metraje, la maestría y los registros de su compatriota Bong Joon-ho. De hecho, toda la primera mitad del film diríase una especie de revisitación de Memories of Murder (2003), pero enseguida es perceptible que solo estamos ante un vulgar sucedáneo. El relato se despeña después por sucesivos giros de guion a cual más caprichoso y por una vorágine de exorcismos (puestos en escena con una aparatosidad enfática casi risible) sin otra recompensa –para disfrute exclusivo de los incondicionales del género– que algunas escenas casi carnívoras a costa de los zombis. Que esta vulgar producción ocupe la pantalla durante dos horas y treinta y seis minutos solo desvela la desmesura autocomplaciente del proyecto, y que haya sido programada en la sección oficial de Cannes (si bien fuera de concurso), solo habla de oscuros compromisos por parte de los programadores, porque de otra manera no se puede entender. CARLOS F. HEREDERO

HISSEIN HABRÉ, UNE TRAGÉDIE TCHADIENNE (Mahamat-Saleh Haroun). Proyecciones especiales

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Autor de ficciones imprescindibles como Abouna (2002), Daratt (2006) o A Screaming Man (2010), el cineasta chadiano Mahamat-Saleh Haroun salta con éxito hacia el documental con Hissein Habré, une tragédie tchadienne. El film es una indagación en la barbarie perpetrada por la dictadura de Hissein Habré desde 1982 a 1990. En este turbio período, más de 40.000 personas murieron en las prisiones de Chad a manos de la policía política. El film toma como hilo conductor la figura de Clément Abaïfouta, víctima del terror de estado y fundador de una asociación  que reclama justicia ante estos crímenes silenciados. Se suceden testimonios de algunos de los supervivientes de la brutalidad carcelaria, una disección de las mecánicas del horror centrada en las torturas. Mahamat-Saleh Haroun reúne a las víctimas y a los policías que cometieron las atrocidades. En ocasiones el perdón y la conciliación son posibles. Otras veces la barrera del trauma es infranqueable. En lugar de transitar los terrenos del victimismo o la revancha, el documental es un sobrio ejercido de dignidad y conciliación. El director aumenta paulatinamente la gravedad de los casos estudiados, comenzando por hombres que estuvieron un tiempo relativamente corto en la cárcel, pasando a los que sufrieron mutilaciones, y finalizando con las mujeres capturadas por el régimen. Destaca la entereza de cada uno de esos individuos, su reivindicación de un juicio justo en lugar de dejarse llevar por la sed de venganza. Hissein Habré, une tragédie tchadienne es otro ejemplo resplandeciente de memoria histórica, uno de los temas sobre los que se está edificando Cannes 2016. Además del film de Mahamat-Saleh Haroun, Wrong Elements (Jonathan Littell) y Exiles (Rithy Panh) escarbaban también en pasados de horror y represión que permanecieron silenciados durante décadas. JAVIER H. ESTRADA

JUSTE LA FIN DU MONDE (Xavier Dolan). Sección oficial

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Segunda de las grandes decepciones procedentes de autores ya ‘consagrados’ por el festival. Tras la fallida experiencia de Olivier Assayas (en una película que corre el riesgo de quedarse vieja a la vuelta de la esquina: Personal Shopper), el canadiense y ‘niño prodigio’ de Cannes Xavier Dolan le hinca el diente a una obra de teatro de Jean-Luc Lagarce (dramaturgo francés muerto de SIDA en 1995) para componer lo que él mismo quiere presentar como una película de madurez, pero que queda muy lejos de esa difícil conquista. Su historia gira alrededor de un artificio dramático ya cien veces visto y conocido (la reunión familiar en torno a un joven enfermo que regresa a su país para anunciar su próxima muerte, y la catarsis colectiva que poco a poco desvela heridas ocultas y cuentas pendientes), a partir del cual Dolan intenta desplegar su característico manierismo formalista en busca de la verdad interior de los personajes y de la captura de sus emociones. El director se esfuerza en respetar los intencionados, brillantes y especialísimos diálogos de Lagarce (una lengua muy particular sobre la que se sustenta en buena parte la dramaturgia de la pieza original), pero el intento tropieza con un material dramático que en realidad da muy poco de sí y que apenas se aparta de los raíles más previsibles, y también con una formulación estilística mucho menos inspirada y brillante que la desplegada con tanta energía en trabajos como Lawrence Anyways o Mommy). Hay momentos aislados de una fuerza visual poderosa (por ejemplo, las miradas que se cruzan al principio Marion Cotillard y Gaspard Ulliel, que parecen dilatadas y expandidas por los personalísimos encuadres del cineasta), pero el conjunto no logra despegarse de una sensación farragosa y ensimismada, que se quiere virtuosa en lo formal, pero que no hace sino dar vueltas sobre sí misma una y otra vez. La experiencia tiene todo el aspecto de ser una especie de interludio o de paréntesis en la filmografía de su autor, o así nos gustaría considerarla para que vuelva a los registros que le son más propicios y asequibles. CARLOS F. HEREDERO

Jean-Luc Lagarce es una de las figuras claves del teatro francés de los años noventa junto con Bernard Koltès. Ambos murieron victimas del SIDA después de haber revolucionario la dramaturgia. Lagarce escribió Juste la fin du monde en 1990 inspirándose en la Odisea homérica. La idea del personaje que vuelve a casa, pero que ha cambiado tanto que su propia familia tiene problemas para reconocerlo, es la clave de una obra estructurada a partir de monólogos y duetos entre los cinco actores protagonistas. Con los años, Juste la fin du monde se ha convertido en una obra muy representada, llegando a ser lectura obligatoria en los Institutos franceses. Xavier Dolan decide adaptar Juste la fin du monde en su primera película marcadamente francesa. Los actores canadienses ceden el protagonismo a Nathalie Baye, Marion Cotillard, Léa Seydoux, Vicent Cassel y Gaspard Ulliel. La vuelta del hijo pródigo esconde una tragedia familiar marcada por la muerte inminente fruto del SIDA, tema que la obra no saca a la luz pero que queda implícito en el retrato de las relaciones. Dolan demuestra nuevamente que es un gran creador de formas cinematográficas con una fuerte inventiva visual. Una parte esencial de la película está rodada en primeros planos desenfocados de los actores protagonistas, que dan paso a determinadas escenas de gran exuberancia, donde las técnicas del videoclip crean la clásica poética neobarroca del exceso que se ha convertido en la marca de fábrica de Dolan. A diferencia de Mommy, Juste la fin du monde adolece de consistencia dramática. Parece como si todo el complejo entramado visual no hiciera más que minimizar la fuerza de la obra, reducirla a su esencia sin que estalle la calidad dramática. En más de un momento provoca la sensación de que la inventiva de Dolan está descontrolada y que no encuentra el contrapunto dramático necesario en su empeño de transformar a los actores. Juste la fin du monde acaba siendo un cocktail extraño formado por momentos visualmente memorables y otros dramáticamente mal resueltos. El problema no es de Jean-Luc Lagarce sino de la concepción de la puesta en escena de Dolan. ÀNGEL QUINTANA

LE CANCRE (Paul Vecchiali). Sesiones especiales

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Con su apariencia ligera, humor punzante y profunda dimensión emocional, el de Paul Vecchiali es uno de los estilos más personales y reconocibles de las últimas décadas. Le Cancre es la nueva entrega de una filmografía apasionante, apenas conocida en España hasta la espléndida retrospectiva que el pasado año le dedicó el festival de Sevilla. Su protagonista es Rodolphe, galán promiscuo en su juventud, hoy un anciano solitario (interpretado por el propio Vecchiali), abocado a la invalidez física y mental por la fragilidad de su salud y el embrujo de los fantasmas de su pasado. Su hijo Laurent, con el que mantiene una relación distante y conflictiva, decide mudarse a su casa y acompañarle en el tramo final de su existencia. Le Cancre se articula a partir de las mujeres que pasaron por la vida de Rodolphe, el reencuentro con cada una de ellas, la evaluación del paso del tiempo. Se repite siempre la misma sensación amarga, la rememoración de los conflictos y del final de esas relaciones, cuya causante principal era Marguerite, el gran amor de Rodolphe, un fantasma que oscurecía a todas las demás mujeres. Emotivo retrato del vínculo paternofilial y del ocaso de la vida, Le Cancre se encuentra a medio camino entre Faux accords (2013) y White Nights on the Pier (2014), dos de los trabajos más recientes de Vecchiali. De la primera toma el carácter íntimo y autoparódico, de la segunda el espíritu fabulador y romántico. El nuevo film adolece de la inconsistencia y el descuido narrativo de la última etapa de su autor, pero brilla por su representación de los vestigios sentimentales y su extrema libertad. Como de costumbre en Vecchiali, bajo el tono liviano se encuentran cuestiones emocionales e identitarias de gran dimensión: la idealización del pasado, las cadenas de la nostalgia, las heridas enquistadas por haber dañado a los seres queridos, el miedo a descender a la tierra al amor platónico, la compleja adaptación a los roles de padre e hijo, la conciencia de la cercanía de la muerte. Le Cancre puede verse como un tributo de Vecchiali a sus amigos y viceversa. La presencia en ocasiones fugaz de mitos del cine francés como Edith Scob, Mathieu Amalric y Catherine Deneuve ilumina la película hasta convertirla en un derroche de talento capitaneado por un director único en el panorama actual. JAVIER H. ESTRADA

A los 86 años parece como si Paul Vecchiali (irreductible cineasta francés que parte de una base popular para postular su autoría) estuviera viviendo una nueva juventud. La edición de sus DVD y la retrospectiva de su obra en diversos festivales (Sevilla, en primer lugar) ha generado un cierto culto Vecchiali que lo ha sacado del olvido. En medio de este contexto, resulta curioso ver como Le Cancre es su primera película seleccionada en Cannes. Y su debut en la Croisette se lleva a cabo desde la conciencia de que su último trabajo no es de este mundo, parece edificado desde ciertas ruinas de la modernidad y actúa como una especie de falso testamento de la vida y los amores del propio director. Vecchiali interpreta al seductor Rodolphe, que desde la vejez lleva a cabo una serie de reencuentros esenciales. El primero es con Laurent, su hijo, que le sirve para mostrar las contradicciones de la paternidad pero también para atisbar el fantasma de los viejos amores perdidos. En su vejez, Rodolphe llevará a cabo una especie de reencuentro imposible con diferentes mujeres que son sus amores de juventud y las musas del cine de Vecchiali. Por el mundo de Le Cancre pasarán Françoise Lebrun, Annie Cordy, François Arnoul, Edith Scob y, sobre todo, Catherine Deneuve, que encarna el personaje de Marguerite, el amor adolescente del protagonista. Tal como marca el estribillo de una canción escuchada en la película: “El placer siempre dura poco, mientras que la pena dura toda una vida”. A partir de esta idea, Vecchiali construye su película sublimando su imagen de cineasta homosexual para convertirse en un ególatra Casanova fascinado por lo que ha amado y lo que ha dejado de amar. Podría ser su testamento, pero Vecchiali no cesa de engañarnos. En su inspiración está una vieja película de Julien Duvivier, Carnet de bal, y el espectro del cine de Jacques Demy. ÀNGEL QUINTANA

LA FILLE INCONNUE (Jean Pierre y Luc Dardenne). Sección oficial

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La coherencia de la filmografía que desarrollan los hermanos Dardenne es apabullante. Algunos títulos, como resulta natural, son mejores que otros, tienen más o menos intensidad o adquieren resonancias de mayor o menor calado, pero no se les puede negar la radicalidad y la integridad ética de una puesta en escena progresivamente depurada y el irrenunciable compromiso cívico de su mirada. Dicho esto, parece claro que La Fille inconnue no va a estar entre sus más importantes conquistas (para este crítico: Rosetta, El niño, Dos días y una noche), pero también que es un nuevo paso adelante en el proceso por el que su cine se ha ido haciendo a cada nuevo peldaño más poroso y más abierto para expresarse de forma más serena y más sensible sin renunciar por ello al rigor de su estructura y de su apuesta formal. Esta vez su protagonista en una joven doctora que renuncia a un cargo de mayor enjundia en un prestigioso hospital para seguir ejerciendo como médica de cabecera a fin de estar más cerca de sus pacientes. Una circunstancia banal, sobrevenida en el transcurso de una consulta, le provoca un cierto sentimiento de culpa y la lleva a investigar la identidad de una joven negra que aparece muerta junto al río. El itinerario de la protagonista (interpretada esta vez por Adéle Haenel) y la disección de los Dardenne abren paso, de forma progresiva, a la manifestación de algunas de las más dolorosas heridas que sangran a diario bajo las confortables alfombras de la Europa rica, capitalista y cerrada sobre sí misma: la explotación sexual de los emigrantes, la segregación de los oprimidos y la mala conciencia de la sociedad blanca que participa en esa explotación, por citar solo algunas de las cuestiones más candentes que van saliendo a la luz a medida que avanza el relato. El gran mérito del film es que consigue sacar a la luz todos estos temas sin hacer ningún discurso ideológico, sin pretensión alguna de convertir a los personajes en figuras ‘representativas’. Y sucede que ciertamente lo son, pero no porque los cineastas los utilicen como meras perchas o pretextos para ilustrar una tesis, sino por la veracidad y por la complejidad del retrato que se traza de ellos. La película, es verdad, carece de la tensión y de la fuerza que han alcanzado otras creaciones suyas, y tampoco ofrece ninguna novedad relevante dentro de su filmografía, pero vuelve a ser un film necesario, íntegro, admirable. CARLOS F. HEREDERO

En algunas películas de los hermanos Dardenne el título tiene un doble significado. Como en El hijo o El niño, los espectadores nos preguntamos quién es esa mujer desconocida a la que hace referencia el título. ¿Es Jenny, una chica que ha empezado a trabajar como médico de familia? ¿O es la mujer africana sin nombre que un día llamó a su puerta y cuyo cadáver fue encontrado junto a al río Meusse en ese territorio particular de los cineastas como es la ciudad de Sereign? La fuerza de la película reside en que no da respuesta a ninguna de estas dos cuestiones, porque quizás las dos mujeres son dos desconocidas. De Jenny no sabemos nada de su vida familiar, de su vida afectiva, de sus orígenes sociales. Solo sabemos que es una doctora joven que quiere ejercer con dignidad su profesión y que le gusta auscultar a sus pacientes porque quizás de esta forma pueda saber algo más sobre su dolor. Jenny ha empezado su carrera en una mutua privada, pero decidirá abandonarla para trabajar en la pública. Su oficio como doctora le permite comprender la realidad y los Dardenne no dudan en filmarla continuamente trabajando, ejerciendo su oficio y luchando para estar a la altura de las circunstancias. No obstante, en la vida de Jenny surge la falta. Aparece la noción del pecado original a partir del momento en que no abre a alguien que ha pedido ayuda. El pecado generará la culpa y esta culpa se convertirá en algo que la protagonista llevará en su interior. A partir de ese momento los vaivenes profesionales de Jenny estarán relacionados con su trabajo de investigación para descubrir quién es la otra desconocida de la película. Su búsqueda no es más que una forma de redención. En el cine de los Dardenne las nociones de culpa y redención provienen de una base católica, pero se despojan de su religiosidad para  proyectarse en el corazón de una sociedad laica. La gran cuestión que atraviesa numerosas películas no es otra que saber cómo es posible devolver a la sociedad esa dignidad perdida, comprender de qué modo se pueden llegar a atrapar los gestos esenciales de fraternidad. La Fille inconnue vuelve a incidir en estas preguntas, estableciendo un interesante juego entre el presente de unos cineastas que han depurado su estilo convirtiéndose en unos auténticos maestros de la puesta en escena y la gestualidad,  y un pasado en el que las cuestiones de falta y redención ocupaban un camino central. La mujer desconocida del título enlaza con el cadáver del obrero muerto en La promesa, mientras que la lucha para superar el sentimiento de culpa conecta con los movimientos esenciales que marcaban el ritmo de El hijo. Jean-Pierre y Luc Dardenne vuelven a demostrar que su cine no es de este mundo, que sus películas están más allá del bien y del mal y que en sus obras hay una radicalidad y una coherencia siempre ejemplar. ÀNGEL QUINTANA

MA’ ROSA (Brillante Mendoza). Sección oficial

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Brillante Mendoza se ha convertido en un cineasta del miserabilismo y la crueldad. En sus películas no existe la belleza, ni puede coexistir la poesía, ni siquiera la poesía de la cotidianidad. En su mundo solo hay crudeza y mucha, muchísima miseria. Sus mejores películas son las que se quedan en este estadio –Serbis y Kinatay– y sus peores películas las que buscan otras pretensiones –Cautiva–. Su último trabajo, Ma’Rosa, puede considerarse como la quintaesencia del cine de Mendoza. En un barrio de Manila, Ma’Rosa tiene una tienda de comestibles en la que trafica con droga. Un día es denunciada y la policía efectúa una redada. Rosa y su marido son llevados a la comisaría, y pueden ser condenados a una pena severa. La única solución pasa por encontrar una suma de dinero que permita corromper a los policías y liberar a la pareja prisionera. Ma’Rosa muestra las calles sucias de Manila, al ajetreo de los peatones, los pitidos constantes de los vehículos, la omnipresencia de la basura en las calles. No solo Manila es una ciudad físicamente degradada, sino que también lo es todo el universo interior de sus personajes. La policía sobrevive con primas especiales, los vendedores hacen estraperlo con todo lo que pueden y el sentido de la moral no impera en ninguna parte. Brillante Mendoza filma todo este mundo con una cámara digital ligera, aferrándose al movimiento de sus personajes y descartando toda opción estética que no pase por la quintaesencia del miserabilismo. El resultado podría ser interesante si no levantara ciertas sospechas. Viendo una película como Ma’Rosa no tenemos claro si detrás de la apuesta existe una visión del mundo o únicamente una opción estética que resulta efectiva para revolver el sentimiento de mala conciencia del mundo occidental. No hay una respuesta clara a la cuestión, pero las dudas persisten. ÀNGEL QUINTANA

Nada nuevo en el universo personal del filipino Brillante Mendoza: una vez más, su cámara nos sumerge en los barrios populares de Manila; una vez más, la lluvia constante, el barro, el hacinamiento y la miseria impregnan a fondo la textura de unas imágenes deliberadamente feístas, filmadas con la cámara en mano y en constante movimiento, asediando físicamente a los personajes y tratando de capturar lo más inmediato de sus movimientos. Aquí se trata de seguir la trayectoria de la madre protagonista, arrestada junto con su marido por traficar con pequeñas cantidades de droga para poder sobrevivir y víctima de la corrupción y de la arbitrariedad policial dentro de una comisaría donde se desarrolla gran parte de la película. El problema es que la historia, como tal, apenas avanza y que su dramaturgia se estanca sin encontrar una manera de enriquecer las situaciones. Pero también que la estética elegida y algunas de las subtramas que siguen a sus hijos –cuando estos tienen que salir a la calle para conseguir el dinero necesario a fin de pagar la fianza que libere a sus padres–se regodean en el miserabilismo más complaciente y en la penuria más acomodaticia. No se entiende muy bien por qué esta película ha llegado a la sección oficial de Cannes. CARLOS F. HEREDERO

L’EFFET AQUATIQUE (Sólveig Anspach). Quincena de los realizadores

L'EFFET AQUATIQUE

El año 1999, una de las películas más significativas de Cannes se titulaba Haut les coeurs y se proyectó en la Quincena de los realizadores. Era la ópera prima de Sólveig Anspach, una cineasta francesa de padre americano y madre islandesa. La película mostraba el proceso de aceptación y curación de una mujer embarazada a la que le diagnosticaban un cáncer de mama. Anspach pasó a ser considerada como una cineasta de referencia, aunque su carrera se fue apartando de sus orígenes y caminando hacia el cine comercial, llegando a obtener algún éxito notable como Lulu, femme nue en 2012. El pasado mes de agosto Sóvleig Anspach murió mientras estaba trabajando en su última película, L’Effet Aquatique. A pesar de la muerte de su directora, la obra pudo ser acabada y ha permitido que las imágenes de Sólveig Anspach regresaran a la Quincena. A pesar de su condición de obra póstuma, L’Effet aquatique es muy decepcionante. La cinta está construida como una comedia que transcurre en la periferia parisina (una piscina en Montreuil) e Islandia. Samir ha llegado a los cuarenta años y no sabe nadar. Durante las clases de natación se enamorará de su monitora. Un día, esta partirá a Islandia y el joven irrumpirá de improviso en sus vidas. La película utiliza el agua y la natación para construir una obvia metáfora sobre el aprendizaje vital; no obstante, todo resulta demasiado epidérmico, mecánico y fácil. El humor es grueso pero sin gracia y la película no tarda en desvanecerse. ÀNGEL QUINTANA

LES VIES DE THÉRÈSE (Sébastien Lifshitz). Quincena de los realizadores

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El cineasta Sébastien Lifshitz fue premiado por el gobierno francés por el modo en que a lo largo de su carrera ha conseguido sacar a la luz la lucha por el reconocimiento de las comunidades de gays y lesbianas, incidiendo en los aspectos más ocultos de sus vidas. En la trayectoria de Lifshitz  existen algunas películas que han explorado el tema desde el documental como Les Invisibles o Les Terres froides. Les Vies de Thérèse es un nuevo capítulo del vasto trabajo que Lifshitz lleva a cabo en su filmografía. En este caso la película parte de un pacto documental muy complicado. Thérèse Clerc, una mujer enferma de cáncer terminal de 88 años, le pide que filme su agonía hasta el fin, sin ceder en ningún momento. Lifshitz cumple el encargo de forma serena, mostrando cómo la muerte se apodera del cuerpo de Thérèse, filmando la relación con sus cuatro hijos y sobre todo el proceso de aceptación por parte de ella del misterio de la muerte. Este proceso terminal no tendría sentido si la película no nos contara quién fue Thérèse (muerta tres meses antes de la presentación del documental en Cannes). La historia de Thérese Clerc  empieza como la historia de una mujer común. Ella fue una chica católica que se casó a los veinte años, tuvo cuatro hijos y vivió tranquilamente con su familia. En 1968, Thérèse tuvo una doble revelación. Por un lado vio como se agotaba su vida familiar y por otra adquirió conciencia política y se convirtió en una destacada militante feminista. Comprendió los principios de la biopolítica con la idea de que la lucha por la sexualidad debe estar acompañada de una clara convicción política. Ayudó a diferentes jóvenes a abortar y cederá su casa para la práctica del aborto; también tomó conciencia de su homosexualidad. El retrato de Thérèse, su clarividencia, sus convicciones políticas y sexuales resultan apasionantes. El problema de Les Vies de Thérèse radica en su corta duración (52 minutos). Parece como si el documental estuviera formateado para su emisión televisiva y como si Lifshitz no pudiera profundizar en muchas de las sugerencias que apunta en torno a Thérèse. ÀNGEL QUINTANA

CAPTAIN FANTASTIC (Matt Ross). Un certain regard

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En los momentos finales de Easy Rider, la América profunda sacaba sus rifles y disparaba contra los hippies disidentes que amenazaban los principios básicos del capitalismo. En Captain Fantastic, en plena era Donald Trump, parece que la América profunda está apaciguada y que los hippies no son más que una serie de románticos condenados al fracaso de la utopía. La América conservadora los criticará, pero acabará aceptándolos en tanto que miembros de la familia, los hippies cederán en algunos elementos para convertirse a la vida burguesa. Captain Fantastic de Matt Ross es la clásica película salida del Sundance Film Festival, destinada a triunfar a pesar de que en su interior hay poco cine. La gracia de la película reside en el retrato de la comunidad (guiada por un gurú llamado Ben, al que pone rostro Viggo Mortensen) que persiste en el viejo romanticismo. En vez de la Navidad celebran el día del aniversario de Noam Chomsky y los hijos discuten si son trotskistas o marxistas. Consideran basura la comida de la sociedad de consumo y entienden la educación como un proceso de formación en la vida salvaje. En el horizonte hay otras películas desde La costa de los mosquitos de Peter Weir hasta La Vie sauvage de Cédric Kahn. En esta ocasión todo resulta más simple, más previsible. ÀNGEL QUINTANA

Una pareja y sus seis hijos han vivido recluidos en las montañas, alejados de la civilización. Mejor dicho, alejados de la sociedad de consumo, pues en realidad viven en un ambiente de alta exigencia intelectual, pero rechazando todo atisbo del capitalismo. Inspirados por las teorías de Noam Chomsky, el hijo mayor puede llegar a declararse ya como maoísta, mientras que uno de los pequeños tiene un retrato de Pol Pot colgado en la pared. A la madre nunca la llegaremos a ver, ya que semanas atrás fue internada en un hospital a causa de un trastorno bipolar. Captain Fantastic arranca con la noticia del suicidio de la madre, lo que en el fondo va a representar el fin de esta sociedad utópica en la que podemos ver al personaje protagonista (Viggo Mortensen) como un suerte de Stan Brakhage (el personaje es incluso originario de Boulder, Colorado) o, en su faceta más radicalizada, como Unabomber. Lamentablemente, la descripción de esta sociedad apenas interesa a Matt Ross. Con el suicidio de la madre ha de desencadenarse algún conflicto que obligue a la familia a salir de su refugio, y ese conflicto no es otro que el rescate del cadáver para poder así cumplir con su voluntad de ser incinerada según el rito budista. Ross abandona así la utopía y se embarca en la tragicomedia sentimental más convencional (el final es sin duda un tanto conservador, pero bastante más racional que la utopía inicial, creo), una película de aventuras en la que la familia se resquebraja para, inevitablemente, volver a unirse. Y es así como lo que podría haber sido una versión maoísta de Los Goonies se queda en un mero Hair infantil. Con todo, lo más llamativo de esta propuesta es ver cómo las proclamas de Chomsky se pueden poner al servicio de un canónico crowd-pleaser, cómo las llamadas a la insurgencia y al rechazo de la sociedad de consumo no son más que un cebo para atraer a los espectadores a los cines, pagando su correspondiente entrada, claro. JAIME PENA

El tema no es nuevo: un padre que cría y educa a sus hijos en plena naturaleza salvaje, comiendo lo que cazan (incluido un hermoso venado), entrenando todos los días para adaptarse a la ferocidad del medio y homenajeando a Noam Chomsky como una opción vital asumida en tanto que oposición ideológica a la naturaleza depredadora del capitalismo, debe enfrentarse a todas las contradicciones que dicha educación va a generar a sus criaturas desde el primer momento en el que deben salir del hábitat en el que viven. La oportunidad surge cuando, tras la muerte de la madre, los hijos se empeñan en asistir al funeral pese a la oposición de los abuelos maternos (de alta posición social y oscuros vínculos con los poderes políticos y policiales), que rechazan de plano recibir al padre en semejante coyuntura. El debate entre la utopía naturalista y la integración en el sistema subyace bajo la construcción dramática de la historia, que finalmente consigue encontrar un cierto equilibrio –no fundamentalista, ni tampoco dócil ni rendida– entre los extremos antagónicas representados dentro de un film al que Viggo Mortensen inyecta credibilidad y que está narrado con cierta eficacia, si bien incurre con frecuencia en abundantes y previsibles lugares comunes. CARLOS F. HEREDERO

AQUARIUS (Kleber Mendonça Filho). Sección oficial

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En la presentación de Aquarius de Kleber Mendonça Filho, el equipo de la película hizo su entrada en el Gran Auditorium Lumière con diversas pancartas reclamando democracia para Brasil. El hecho podría resultar anecdótico o un gesto simpático derivado de las circunstancias políticas generadas tras el escándalo que finalizó con la expulsión de Dilma Rousseff. Sin embargo, Aquarius no puede entenderse sin tener muy presente en qué se está convirtiendo actualmente Brasil o, de forma más general, de qué modo muchos países de América Latina se han transformado en un laboratorio del neoliberalismo más salvaje. Las viejas dictaduras han cedido el poder al dinero y a la especulación bancaria. Todas estas afirmaciones pueden resultar sorprendentes para los espectadores que interpreten Aquarius como la historia de una mujer de sesenta años, antigua crítica musical, que se resiste a perder su mundo. Para aquellos que observen la película como la acertada crónica de una mujer madura. No obstante, detrás del acto de resistencia que efectúa Clara –sensacional Sonia Braga, candidata directa a la Palma de Oro– se encuentra toda una declaración política. El bloque de pisos en el que vive puede ser considerado como un reflejo de lo que queda del viejo Brasil. El mundo que ella no quiere perder es un universo en el que maduró bajo cierta imagen de libertad y de cordialidad. Es un universo que se muestra en el inicio de la película –los años ochenta–, cuando la familia vive en una cierta simbiosis después de que Clara haya superado un cáncer de mama. El nuevo mundo que se avecina está marcado por la presencia de una inmobiliaria que quiere levantar un bloque de pisos en la mansión donde vive Clara. Se construye como un reflejo del neocapitalismo salvaje que quiere barrer todo el pasado sin ningún tipo de escrúpulo. El arma mortífera que los agentes inmobiliarios van a utilizar para generar el virus en el interior del edificio es una metáfora de un país –o un continente– afectado por una enfermedad terminal generada desde el mundo financiero. No es ninguna casualidad que, en un momento clave de la película, Clara afirme que después de haber sobrevivido treinta años atrás a un cáncer ha notado que en el presente existen otros tipos de cáncer que no afectan al organismo pero sí a las raíces sociales. Kleber Mendonça Filho ha construido Aquarius como una obra metafórica que funciona y que es capaz de generar un fuerte sentimiento de empatía en el público, sin necesidad de caer en el panfleto. Sin embargo, lo más interesante de la película no reside en su reivindación política sino en aquello que parece menor. Lo que más impresiona es su visión humanista de la existencia. Los momentos más emotivos están presentes en la primera hora y media de película, cuando encontramos a Clara sobreviviendo en su propio mundo, acercándose a sus hijos, observando viejas fotografías, escuchando canciones conservadas en viejos vinilos, asumiendo su soledad o buscando desesperadamente ese sexo que no puede encontrar. Clara asume la crudeza de aquello que representa la madurez y Kleber Mendonça Filho sabe retratarlo. La película tiene más fuerza cuando se queda en lo íntimo que cuando va hacia lo social. A partir del momento en que lo íntimo deriva hacia lo político la película adquiere un sentido colectivo, funciona como reivindicación justa pero pierde una parte de su fuerza interna. Aquarius pierde una cierta melancolía para poner de relieve la indignación y la necesidad de decir basta ante un mundo que ha dejado de ser transparente. ÀNGEL QUINTANA

El prólogo de la excelente nueva película de Kleber Mendonça Filho nos traslada a Recife (localidad natal del director) en 1980 (tiempo de su infancia). Se celebra el 70º aniversario de la matriarca de una familia de clase media. En esa fiesta multitudinaria, rebosante de felicidad,  encontramos a Clara, una joven madre y crítica musical que acaba de superar un cáncer de pecho. La acción se traslada a la actualidad. Clara afronta la madurez en soledad, tras el fallecimiento de su pareja y con sus hijos afrontando sus respectivas incertidumbres. Ha llegado a esa fase de su vida disfrutando de una existencia privilegiada (se baña en el océano que se encentra en frente de su casa, escucha los viejos vinilos que marcaron a varias generaciones, sale a bailar con sus amigas, abierta aunque sin urgencia a encontrar un nuevo amor). Su estabilidad se rompe cuando la empresa inmobiliaria que controla su finca le hace una oferta significativa para que venda su piso. Clara es la única inquilina del bloque, vestigio aislado de una ciudad abocada a las mutaciones impuestas por el capitalismo. Cuando la protagonista se niega a abandonar su casa, los empresarios comienzan a activan sus estrategias para forzar su marcha. Mendonça Filho confirma su extraordinaria capacidad para captar el alma de los espacios interiores que ya evidenció en su magnífico debut, Neighboring Sounds (2012). Aquella película componía un lúcido estudio de la clase media brasileña concentrándose en un barrio obsesionado por la seguridad. En Aquarius, el cineasta vuelve a señalar la tendencia del tejido empresarial para aprovecharse de los ciudadanos explotando sus miedos. Pero si Neighboring Sounds era una obra coral, Aquarius está consagrada únicamente a Clara, verdadero símbolo de resistencia a muchos niveles. Su monólogo sobre los valores y la educación de la nueva élite brasileña, entregada a la conquista de sus objetivos sea cual sea el precio a pagar por el resto, es antológico. Un discurso que por más que se repita, nunca perderá su fuerza, y que es extrapolable a cualquier otro contexto. Clara es también una resistente en cuanto su concepción de la vida y el arte. Más que una esclava de la nostalgia, es una persona que –tras salvar la vida milagrosamente aunque sin borrar todas sus heridas– ha alcanzado ese grado de sabiduría que permite identificar lo realmente imprescindible. El tema del film no es tanto la dicotomía entre lo viejo y lo nuevo como entre lo eterno y lo perecedero. Apasionada, melómana y profundamente humana, Aquarius devuelve además al primer plano a Sonia Braga, probablemente la actriz más importante que ha dado Brasil. Además de sostener el peso de la película, su presencia funciona también como símbolo de la inmortalidad del genio y el talento, en contraposición a la volatilidad de las modas impulsadas por las industrias ignorantes. JAVIER H. ESTRADA

Había una comprensible expectación por ver lo que daba de sí una de las pocas películas de la sección oficial dirigida por un cineasta novato en estas lides y, además, la única producción latinoamericana que ha entrado este año en competición. Pues bien, lo que ofrece Aquarius es otra obra especialmente luminosa, expansiva y transparente; un retrato lleno de verdad y sinceridad de una mujer viuda de 65 años, superviviente de un cáncer de mama, enfrentada a los oscuros intereses económicos de la especulación inmobiliaria representados por la poderosa empresa que pretende obligarla a abandonar su casa de toda la vida (pues es ya la única vecina que se resiste a abandonar el inmueble en el que vive). Interpretada con una fuerza y una verdad interior incontestables por Sonia Braga, Clara contempla el mundo con tanta distancia como sabiduría, no se resigna a dejar de gozar de los placeres terrenales y defiende con serenidad y determinación un territorio en el que hunde sus más fecundas raíces emocionales y biográficas. Como la película alemana (Toni Erdmann) y como el hermoso poema vital de Jim Jarmusch (Paterson), Aquarius pertenece a un tipo de cine que busca la verdad de sus personajes sin afectación y sin pose, que hace de la transparencia y de la sencillez expositiva armas decisivas (fruto de una notable conquista fílmica) para conseguir atrapar los sentimientos y las emociones de sus personajes sin engolar nunca la voz y sin ponerse trascendentes. Claro que, en este caso, ese pequeño milagro es posible porque delante de la cámara hay un actriz del todo excepcional, capaz de otorgar a su personaje una veracidad que traspasa la pantalla, una trastienda que nos habla de la rica existencia vivida por una mujer que ha derrotado al cáncer gracias a su poderoso impulso vital y unas raíces profundamente ancladas en lo más humano y terrenal de la vida cotidiana, ligada siempre para ella a los valores de la honestidad y de la entereza. Una interpretación que se merecería, con honores, el premio a la mejor actriz. CARLOS F. HEREDERO

MIMOSAS (Oliver Laxe). Semana de la crítica

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Dice Oliver Laxe que Mimosas es “un western religioso”, un “film de aventuras físicas y metafísicas”, un viaje a través de las montañas que es también “un viaje interior”. Y, como sucede muchas veces, las palabras del director corren el riesgo de ser las peores enemigas de su película, máxime cuando las imágenes de ésta tienen tantas dificultades para trasladar a sus espectadores ese ‘viaje interior’ de unos personajes de los que apenas podemos entender ni sus motivaciones ni su carácter. Lo que vemos es una caravana que se adentra en las montañas del Atlas marroquí, unos personajes que se empeñan en llevar un cadáver hasta donde el muerto quería ser enterrado sin saber siquiera si hay un camino para llegar hasta allí. Un viaje que transcurre, eso sí, entre hermosos paisajes naturales bellamente fotografiados. Entre medias, unas imágenes de taxis y de coches corriendo por el desierto interrumpen la narración. Laxe dice que es “en la geometría mental” de esas imágenes donde se “transmite paradójicamente una sensación tan clara como posible de la fe”, pero quizá sea preciso tener auténtica fe religiosa para ver esa dimensión espiritual en unas imágenes cuya entidad y textura cinematográfica no consiguen encarnar ningún sentimiento trascendental. Mientras tanto, el relato se hace cada vez más confuso, los cambios de secuencia se desvelan cada vez más caprichosos y, al final, uno piensa que ante la dialéctica de Cioran invocada por el director en el pressbook del film (“entre la exigencia de ser claro y la tentación de ser oscuro”), la película no tiene la posibilidad de elegir, porque quizá la oscuridad se ha confundido aquí con lo arbitrario. Conviene recordar que, en el arte del cine, el  misterio de lo inefable no se esconde entre la confusión, sino bajo los férreas determinaciones del rigor, de la depuración y de la coherencia, como el cine de Robert Bresson demuestra sobradamente. CARLOS F. HEREDERO

La proyección en Cannes de Mimosas de Oliver Laxe puede tener el carácter de una celebración. Laxe presentó en 2010 Todos vós sodes capitáns, una interesante propuesta que partía del documental para adentrarse en la ficción. Ahora resurge con una película de ficción, que recupera cierta épica y se sumerge en un mundo primitivo, arcaico y originario. Mimosas es una celebración por que supone la consagración de un cineasta gallego que filma en Marruecos, explora viejas tradiciones y sabe establecer una curiosa comunión entre los rituales, el paisaje y la persistencia de un mundo. El film funciona como una cruzada a través del Atlas marroquí, en la que después de la muerte del jeque unos personajes transportan un cadáver por parajes imposibles e indómitos. Nos encontramos con una obra que podría considerarse como una curiosa mezcla entre La balada de Narayama, Fitzcarraldo y los westerns de Anthony Mann. Esta explosiva mezcla, fruto de los delirios cinéfilos de quien escribe estas líneas, va por otros derroteros porque lo que interesa a Laxe es el paso del tiempo y el modo en que este no solo transforma las existencias sino también una vieja cultura. Quizás a Mimosas le falte un poco más de tensión, más fisicidad en el retrato de los cuerpos y más emoción en la dimensión épica que podría tener la propuesta. De todos modos, es una obra importante porque supone la consagración de un cineasta y con ella la proyección internacional de que hoy en Galicia están pasando algunas cosas muy importantes para el cine. ÀNGEL QUINTANA

En su primer largometraje de ficción, Oliver Laxe recorre un territorio de códigos propios, negando las interpretaciones reduccionistas, planteando una concepción de la existencia en la que se funden tradición, contemporaneidad y eternidad. En un pasado indeterminado, una caravana de hombres y mujeres avanza por el paisaje pedregoso del Atlas destino a Sijilmasa, ciudad medieval de la que hoy solo quedan ruinas. La empresa pronto se revela imposible: la ruta es inabordable por las dificultades del terreno, las fuerzas comienzan a menguar. Los miembros de la expedición empiezan a desconfiar de su Sheik, anciano líder del grupo cuya obstinación amenaza con precipitar a todos al desastre. Los más jóvenes piensan en abandonar. Esta pequeña sociedad, regida por un orden ancestral, se resquebraja. En una ciudad del Marruecos actual, los hombres se preparan para arrancar su jornada laboral. El jefe rememora lo que estaba sucediendo en las montañas y encarga a su trabajador más inexperto la misión de rescatar a la expedición abandonada. Cuando este llega el Sheik ha muerto, como un animal, buscando un lugar para el reposo definitivo entre las piedras y la nieve. Se abre entonces una nueva odisea, un nuevo dilema: ¿qué hacer con su cuerpo, llevarlo hasta Sijilmasa, su tierra natal, o enterrado allí mismo? Los más fuertes del grupo, incluido el recién llegado, deciden continuar con el itinerario y devolver al Sheik a sus orígenes. Ya solo quedan tres individuos, valientes, fieles o temerarios; y el cadáver, a lomos de una mula. Encontrarán más gente en el camino, incluidos los bandidos que se creen dueños de ese paisaje salvaje, atacando a los incautos.

El ritmo pausado, por momentos congelado, de Mimosas no solo está absolutamente justificado, sino que es un componente fundamental de la propuesta. La película habla precisamente del paso del tiempo, en su más amplio sentido. Observamos dos velocidades: las de aquellos que avanzaban a duras penas por un espacio intransitable y la de nuestra era. Del burro al coche, de las cadenas del rito tradicional a la ruptura –a veces dramática y cruel– hacia adelante. Son muchos los errores cometidos por los personajes, sus dudas dificultan su objetivo, quizás no sean los más idóneos para llevarlo a cabo. Su aventura es un símbolo de la necesidad de reformular la tradición. Mimosas es una de las películas recientes que exponen con más lucidez el agotamiento de una forma de vida, pero también de los peligros que se encuentran al transformarla. En un momento escuchamos que “Oriente nos espera”. El significado del término ha mutado. La búsqueda de Oriente es uno de los motivos esenciales de la filosofía sufí, pero la clave no reside tanto en un viaje hacia el Oriente de los mapas como al encuentro con la luz. Los protagonistas de Mimosas se encuentran absolutamente desorientados, en el sentido de que su desplazamiento los aproxima a un abismo de brutalidad en lugar de a la iluminación. La estructura esta formada por tres segmentos, cada uno marcado por una fase del rezo musulmán, concluyendo con la postración ante Dios. Uno de los temas esenciales de la película es la fe: sus límites, su perdurabilidad ante las dificultades, las consecuencias que supone llevarla hasta el extremo. Empleando el tiempo y el espacio con una libertad extrema, Mimosas plasma con una clarividencia y originalidad prodigiosas el destino que aguarda al ser humano al seguir una interpretación literal de la tradición. Una de las cimas de lo que llevamos de festival. JAVIER H. ESTRADA

Mimosas parece nacer de una imagen o de un concepto (una caravana atravesando unas montañas) al que se le ha de dar forma de relato. No es de extrañar por lo tanto que la película de Oliver Laxe (un gran paso adelante con respecto a su primer largometraje, Todos vós sodes capitáns) beba tanto de las fuentes del cine de aventuras como de las de los relatos al estilo de Las mil y una noches. Dos tiempos convergen en Mimosas: por un lado, en otro tiempo (indeterminado) una caravana ha de atravesar las montañas del Atlas marroquí para conducir a un viejo y agonizante jeque hasta su villa natal, donde desea morir; por el otro, en el tiempo actual, un guía que tiene algo de charlatán, algo de pícaro y algo de gran narrador de historias, recibe el encargo de acudir al rescate de una caravana perdida en las montañas. Es así como los dos tiempos confluyen y el guía, Shakib, reaparece en las montañas para que los restos de la caravana, ya con el jeque cadáver, puedan alcanzar su objetivo. El de Mimosas es un mundo que tiene algo de onírico, de fantástico, en el que sus personajes parecen viajar en el tiempo, si bien es posible que simplemente formen parte de un tiempo indeterminado, un tiempo que no conoce pasado ni presente, el tiempo de la imaginación y los grandes relatos. Tanto Oliver Laxe como su coguionista Santi Fillol insisten mucho en que la principal inspiración de su película es el cine de aventuras, desde La patrulla perdida, de John Ford, a Lawrence de Arabia, de David Lean. No es difícil rastrear sus huellas en la película, por más que un espectador contemporáneo vaya a reconocer antes un modelo no muy lejano del cine de Lisandro Alonso o Albert Serra. Lo cierto es que la duración de los planos, mucho más cortos, sin ninguna retórica de la contemplación, es muy distinta, como lo es su vocación esencialmente narrativa. Quizás, más que a Ford, Lean, Alonso o Serra, habría que mencionar a Monte Hellman; y no tanto el Hellman de Carretera asfaltada en dos direcciones como el de El tiroteo o A través del huracán, el Hellman de Roger Corman y por lo tanto un Hellman más narrativo. Y no iría desencaminado acordarse también de Pasolini, sobre todo si atendemos a ese interés con el que Laxe filma los rostros de sus actores, como si los estuviese esculpiendo, con una vocación antropológica. Llena de poderosas imágenes (la fotografía de Mauro Herce es espléndida), Mimosas es una película nacida de la necesidad de un retorno a los orígenes, a un espacio primitivo y salvaje, a las historias que nos trasladan a otros tiempos, a la misma imagen cinematográfica (y no digital), una película con muchos más recovecos de lo que pudiera parecer en un primer momento. JAIME PENA

JULIETA (Pedro Almodóvar). Sección oficial

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Después de más de treinta y cinco años de carrera, resulta curioso que Pedro Almodóvar continúe buscando alguna cosa que quizás nunca pueda encontrar. El proceso resulta interesante, porque pone en evidencia que lo interesante no es la perfección sino el camino que conduce hacia ella, con la certidumbre de que la aventura es complicada y a veces puede derivar hacia el fracaso. En los 37 años que Almodóvar lleva de carrera cinematográfica, el mundo ha cambiado, el cine ha cambiado y el concepto mercantilista de autor que él mismo había creado quizás ya no funciona. Quizá porque, probablemente, pocos cineastas europeos tengan un horizonte de expectativas tan definido como el de Pedro Almodóvar. Desde Hable con ella, el cineasta no ha hecho más que transformar, reinventar y modificar dicho horizonte, con resultados curiosos pero en ningún caso menospreciables. Julieta es una película que juega tan a contracorriente del propio cine de Almodóvar que resulta curiosa. En el cine actual se ha producido un fenómeno peculiar que ha provocado que una parte esencial del cine vaya del silencio hacia el ruido o de la imagen depurada hacia la imagen cargada. El camino realizado por Almodóvar es a la inversa. En los años de la posmodernidad jugaba con la estética del momento. Se sentía cómodo y a gusto. Era barroco, jugaba con una imagen sobrecargada, se apartaba del mundo y convertía la pantalla en un reflejo de su propio mundo. Rechazaba el silencio y desde los extremos dibujaba un universo personal basado en la escritura y la reelaboración de los géneros. La crisis de lo posmoderno ha provocado una cierta crisis personal en Almodóvar. Después de diferentes aventuras curiosas (Los abrazos rotos y La piel que habito son las más interesantes) decidió llevar a cabo un retorno imposible a los orígenes con Los amantes pasajeros. Fracasó en intento. Quizás porque no podía regresar a casa y porque el avión que sobrevolaba los aeropuertos españoles solo podía llegar a posarse en lo real mediante un aterrizaje forzado. Julieta es el resultado de un trabajo de rechazo, tanto de la posmodernidad como del barroquismo. Parece como si ya no quisiera volver a casa y prefiriera quedarse en un mundo de silencios, ausencias y desapariciones. Es cierto que en el film continúan existiendo los colores chillones, pero parece como si Almodóvar prefiriera perderse en el universo de la tragedia clásica marcado por los oráculos que predicen el destino. El universo de Julieta está marcado por el sentimiento trágico de la vida y es algo más que un simple recurso dramático. La película adquiere de este modo el rango de aventura curiosa, parece como si fuera un complicado intento de provocar que Almodóvar dejara de ser Almodóvar. La aventura no es fácil, está llena de peligros, quizás el más importante sea el reconocimiento de que Almodóvar nunca mas podrá dejar de ser aquello que llegó a ser. En Julieta la gente desaparece de una forma más cercana a las desapariciones de Rebeca de Hitchcock que de La aventura de Antonioni. La tragedia funciona desde lo inevitable y el guion de la película funciona como un mundo cerrado en el que todas sus leyes únicamente están pendientes de cómo lo inexorable puede llegar a conquistar la fuerza dramática del relato. No es ninguna casualidad que la cinta empiece con una revelación, sigua con el proceso de escritura de un relato y finalice como una reflexión sobre los vacíos existenciales que provocan las ausencias. Julieta es una balada triste sobre aquello que pasa cuando la vida se transforma en silencio y cuando los espacios que habían estado llenos viven del vacío. Almodóvar busca, destierra toda nota de humor, reduce la puesta en escena a un juego matemático de plano/contraplano y oficia todo el relato a partir de las transiciones  que provoca el paso del tiempo. Al final acaba mostrando cuáles han sido las erosiones que provoca el dolor. Es evidente que su investigación está condenada a la imperfección, pero para abrir nuevas puertas es preciso arriesgar, aunque por el camino salgan a la luz todas las heridas. ÀNGEL QUINTANA

PERSONAL SHOPPER (Olivier Assayas). Sección oficial

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Intrigado por los conflictos implícitos en las diferencias entre nuestra percepción de la realidad y la realidad misma, el director de Demon Lover (siempre interesado también por cómo las nuevas tecnologías y el mundo contemporáneo reconfiguran nuestra identidad personal) se adentra esta vez en lo que podría haber sido un hermoso cuento de fantasmas, de no ser por un guion deslavazado y una puesta en escena tan plana como desangelada. La historia le sigue la pista a Maureen (interpretada por Kristen Stewart, de regreso al festival tras su intervención en la película de Woody Allen), una joven que trabaja como personal shopper de una famosa estrella mediática. Angustiada por la muerte de su hermano gemelo, que supuestamente era médium (como también cree serlo ella) siente la presencia de este a su alrededor y vive a la espera de que su alma se le manifieste en algún sentido, pero la película empieza a desvariar cuando una especie de ectoplasmas propios de una función de colegio se le aparecen a la protagonista, y no digamos ya cuando el supuesto fantasma se dedica a mandarle mensajes al móvil dentro de una prolongada y cansina sucesión de secuencias que solo sirven para encubrir, en realidad, la posterior justificación ‘realista’ que el propio Assayas construye para explicar el traumático encuentro que más adelante espera a Maureen. Inevitablemente, la sombra de Hitchcock y de Brian de Palma se cuela por algunas rendijas de un film que coquetea simultáneamente con el thriller de misterio y con el cine de terror, pero nada de todo ello es suficiente para mantener en pie una historia filmada sin fuerza, sin capacidad para contagiar a las imágenes el misterio, la atmósfera y la coherencia que necesitaba una historia como la que se nos cuenta. De una manera o de otra, por su film anterior (Regreso a Sils Maria) y por este decepcionante Personal Shopper, Assayas parece ahora mismo un cineasta bastante perdido, que se esfuerza en encontrar un nuevo camino para su filmografía, pero que no acaba de encontrarlo. CARLOS F. HEREDERO

En la filmografía de Olivier Assayas coexisten dos tipos de películas: las obras  que buscan una cierta perfección y las que se convierten en un juego para experimentar y perderse en extraños caminos. Entre las primeras podemos encontrar Las horas del verano o, incluso, Viaje a Sils Maria; entre las segundas están Une nouvelle vie, Demonlover o Boarding Gate. Mientras en las primeras surge el director capaz de controlar todos los residuos dramáticos, en las segundas la película estalla como un ejercicio de estilo detrás del cual siempre se halla presente una cierta reflexión teórica sobre el lugar que el cine ocupa en el panorama contemporáneo. Personal Shopper es como un triple salto mortal sin red, una de las películas más valientes y arriesgadas que se han visto este año en Cannes. Olivier Assayas considera que uno de los momentos fundacionales del cine contemporáneo está en el cine de terror de los años ochenta, en las obras de John Carpenter, Brian de Palma o el primer David Cronenberg. Personal Shopper parte del deseo de acercarse hacia este cine pero con la conciencia de que no es posible llevar a cabo ningún ejercicio de duplicación posmoderna, ni ninguna operación de simulacro; es preciso preguntarse de dónde surgen estas imágenes y qué es lo que modula cierto cine fantástico que se proyecta en la actualidad. Es por este motivo que Personal Shopper empieza invocando la pintora de Hilma Af Klint, una pintora sueca que creó a partir del misterio e hizo desembocar su obra en la abstracción. Esta primera referencia no hace más que abrir un camino hacia todo el animismo del siglo XIX. Con la fotografía anímica capaz de fotografiar el alma, en las sesiones espiritistas donde se invocaba a los muertos surge una cantera que desemboca hacia el terror contemporáneo. Assayas va hacia los orígenes para explorar el presente, de forma parecida en como en Demonlover (otra película que en su momento fue silbada en Cannes) partía de Internet para desembocar en los fantasmas. Una vez planteadas las fuerzas originarias, Assayas explora diversos caminos. El primer camino es el de una historia de espíritus a partir de una chica llamada Maureen (espléndida y omnipresente Kristen Stewart) que busca el espíritu de su hermano gemelo desparecido: es como si alguna parte de sí misma se hubiera escapado. Este camino de búsqueda del más allá se convertirá en una llamada hacia la muerte que Assayas construye como un viaje hacia la pantalla en blanco, hacia el vacío como integración con ese yo perdido. El segundo camino tiene que ver con el título de la película, Maureen trabaja de asistente de una actriz, le compra los vestidos y las joyas y le ayuda a crear su imagen. Esta actriz surge como un fantasma, como aquella existencia a la que quizás se encuentra condenada  la propia Stewart como mito de la cultura de masas. Frente a estos elementos está la  intriga, que como en Body Double de Brian de Palma estalla a partir de una larga secuencia de misterio que desemboca en una situación de asedio y persecución. A Assayas le interesa crear los mecanismos del thriller pero no llegar a una resolución, porque Personal Shopper no funciona como una obra cerrada sino como un esbozo, como un juego de apuntes sobre posibles películas, sobre posibles líneas que permitan una confluencia entre el imaginario tecnológico actual y el cine de terror. Desde esta perspectiva, Personal Shopper es una de las reflexiones más lúcidas que se han llevado a cabo sobre el fantástico como territorio en el que la superstición y la realidad se cruzan, como lugar en el que lo siniestro puede surgir tanto del más allá como del miedo a la muerte o de la psicología personal. El misterio está abierto a mil interpretaciones porque la película no es más que un libro abierto, una puerta de la que se expanden múltiples posibles caminos, un ejercicio en el que después de la representación surge el pensamiento, el lugar de la teoría. ÀNGEL QUINTANA

HELL OR HIGH WATER (David MacKenzie). Un certain regard

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En la maravillosa escena final de Hell of High Water se produce un encuentro entre el perseguidor y el perseguido. El viejo sheriff que ha conseguido su jubilación pregunta al delincuente por qué decidió cometer una serie de delitos. El perseguido no tiene una respuesta clara. La película tampoco la tiene porque quizás su clave reside en que no la puede tener. Los hermanos protagonistas (Tanner y Toby) son dos pequeños delincuentes que atracan siempre las empresas de la misma banca, no hay un claro deseo de dinero sino quizás una especie de castigo contra la empresa, contra la usura de los bancos. A pesar de no encontrar respuesta, David Mackenzie tiene claro que en medio de la frontera entre el bien y el mal está la banca. ¿Quiénes son los auténticos delincuentes? ¿Son la pareja de atracadores desgraciados o es la banca que no cesa de robar a sus débiles clientes? A partir de este tema apasionante, Hell or High Water surge como una película de género en la que Pat Garrett y Billy The Kid se duplican y en la que el Humphrey Bogart de El último refugio da paso a un delincuente de poca monta, el más insensato de los dos hermanos atracadores. David Mackenzie sigue las leyes del género a partir de una extraña fascinación: la atracción de un británico por penetrar en el corazón de la cultura americana y crear un neo-western cargado de energía. ÀNGEL QUINTANA

Reconforta encontrarse dentro de un festival como Cannes con un humilde film de género, más cerca de la serie B que del mainstrean industrial, capaz de contar un historia con sólida firmeza narrativa, sabia utilización de los paisajes, inteligente recámara humorística, personajes bien dibujados que desbordan los cauces de sus respectivos arquetipos y plena conciencia de sus deudas fílmicas, a las que rinde tributo sin recurrir al guiño cinéfilo ni a la ironía posmodernista. Todo eso es Hell or High Water, un afortunado híbrido de western moderno, doble buddy movie con aceradas aristas cómicas, thriller negro con atracadores de bancos y road movie con trasfondo de drama familar, que se despliega por las áridas llanuras del medio oeste americano con equivalentes dosis de violencia y humor. Las modestas pretensiones de la película la hacen todavía más simpática, pero nadie debería verla con ningún tipo de condescendencia, porque sus imágenes y su dramaturgia consiguen engendrar un eficacísimo relato por cuyas rendijas se cuela todo lo mejor del cine de género norteamericano, incluida una secuencia que rememora, con plena conciencia, el desenlace de El último refugio (Raoul Walsh). Entre medias, muchos otros temas van punteando el discurrir de la narración: la relación de los habitantes del país contemporáneo con las armas de fuego, la rapiña depredadora de los bancos, la desintegración familiar, el relevo de los viejos héroes que emprenden la retirada, etc. Más el regalo de un divertido Jeff Bridges dando vida a un maduro y racista Texas Ranger a punto de jubilarse y con dificultades físicas, incluso, para subir un pequeño montículo. Es decir, una excelente puesta al día de los viejos aromas de los géneros clásicos y una historia llena de sugerencias colaterales. CARLOS F. HEREDERO

APPRENTICE (Boo Junfeng). Un certain regard

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No hay muchas oportunidades de ver el cine que se hace en Singapur. Allí se realizan al año tan solo una decena de películas, pero algunas de ellas (con la filmografía de Eric Khoo como avanzadilla) hace ya tiempo que han empezado a verse en los festivales internacionales, y Apprentice puede ser una buena muestra de su producción. El film cuenta la inquietante relación que se establece entre un joven funcionario de prisiones y el verdugo encargado de ejecutar en la cárcel, ahorcándolos, a los condenados a muerte. Una relación que poco a poco va desvelando los impulsos que mueven al protagonista, cuya resonancia dramática sobre su presente viene a exorcizar el trauma y la herida que el personaje arrastra desde su pasado. La película toma el camino del realismo y de la contención para centrarse, mayoritariamente, en la dinámica que se crea entre el verdugo titular y quien, a la postre, estará llamado a sucederle. De paso, su guionista y director desliza algunas reflexiones sobre la mecánica burocrática de las ejecuciones y sobre el propio sentido de la pena capital. No se trata de una gran película, pero está conducida en todo momento con honestidad pese a su irregular pulso narrativo para adentrarse en un territorio tan controvertido, más aún dentro de un país en el rige todavía una férrea censura sobre las creaciones cinematográficas. CARLOS F. HEREDERO

LOVING (Jeff Nichols). Sección oficial

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Mientras la ceguera de los distribuidores españoles sigue retrasando (o impidiendo directamente) el estreno en salas de Midnight Special (la anterior película de Jeff Nichols), una nueva realización de este singular cineasta ha vuelto a colocar muy alto el listón de la sección oficial en Cannes. Esta vez se trataba de contar la historia de Richard Loving, cuyo matrimonio con una mujer negra en el estado de Virginia, en los Estados Unidos de mediados de los años sesenta, le supuso a la pareja su expulsión de un estado en el que por entonces todavía estaban prohibidos los matrimonios interraciales. El litigio posterior ante el Tribunal Supremo en defensa de su causa acabó con la ignominia de semejante discriminación y supuso un importante paso adelante en la lucha por los derechos civiles de la población negra norteamericana. Jeff Nichols se ocupa sobre todo, sin embargo, de la vida cotidiana de la pareja, de su íntima historia de amor, de la sinceridad y la ternura con que defienden su derecho a estar juntos y a criar a sus hijos en el hábitat en el que la madre tiene sus raíces. Con este material era muy fácil, casi inevitable, caer en todos los peligros colaterales: en el exceso melodramático, en la representación tremendista de la segregación, en la requisitoria ideológica y reivindicativa, en la retórica propia de las películas de juicios…, pero Jeff Nichols no solo elude y evita todos y cada uno de ellos, sino que consigue llevarse limpiamente la película a su propio terreno. Y ese territorio es el de un relato modulado con un tempo muy especial, que se concentra en la intimidad de la pareja y que va proporcionando todos los elementos propios del contexto de forma tangencial, sin ninguna retórica y sin ningún énfasis, sin cargar nunca las tintas, con una exquisita sensibilidad y con admirable transparencia. Se corre el riesgo de que, desde una determinada perspectiva crítica, se entienda Loving como una película clásica más destinada directamente a los Oscar (donde sin duda estará presente), pero eso implicaría pasar por alto la fuerte personalidad de la puesta en escena de Jeff Nichols, capaz de inyectar tensión, densidad y complejidad mediante la modulación sabia del tiempo de cada plano, mediante el sentido preciso de sus encuadres y mediante el dominio de un guion depurado y controlado con admirable autoexigencia. Mención aparte y sobresaliente para Joel Edgerton, cuya interpretación de Richard Loving está llena de matices al servicio de un personaje introvertido y silencioso, casi taciturno, al que Nichols muestra una y otra vez en el acto de trabajar como albañil con plena dedicación y profesionalidad. El conjunto es, desde luego, una hermosa y emocionante película clásica en la más noble de sus acepciones (más cerca de Mud que de Take Shelter o Midnight Special), pero también un personalísimo y sutil ejercicio de estilo, solo que admirablemente silencioso y humilde. Un joyita, vamos. CARLOS F. HEREDERO

La acción de Loving empieza en 1958, cuando una ley segregacionista impide a las parejas poder contraer matrimonios interraciales. Los defensores de la ley argumentan que Dios creó las razas para que vivieran separadas y que el mestizaje entre estas puede llevar a la degradación de la especie. Un año después de decretarse esta ley, John Casavettes filmó en Nueva York Shadows, donde una mujer mulata de piel blanca se enamoraba de un hombre blanco, hasta que descubría que su familia era negra. Loving se sitúa en medio de un contexto en que el amor está prohibido y en el que una pareja lucha contra la absurda razón del estado para imponer su amor. En manos de cualquier cineasta, podría ser una película convencional centrada en los procesos judiciales, el juicio y la lucha de la pareja para llevar su caso hasta la Corte Suprema de los Estados Unidos. En Loving todos estos elementos están presentes, pero la película está firmada por uno de los cineastas más peculiares surgidos en los últimos años en el cine americano. Sin abandonar en ningún momento el elemento reivindicativo y una narración de corte clásico, Loving es una película notable por todo aquello que evita. Los juicios aparecen casi fuera de campo, sin incidir demasiado en su evolución dramática; la repercusión mediática que el caso generó en su momento es tratada de forma muy sintética; las amenazas racistas que recibe la pareja están presentes pero sin forzar ni la violencia, ni la maquinaria narrativa. Lo que interesa a Nichols es cómo mostrar la evolución de la pareja, mostrar su amor, su relación con los niños. La pareja protagonista vive su amor como algo cotidiano, alejado de todo romanticismo, y lucha por su propia dignidad. Lo importante es mostrar cómo el amor no tiene fronteras, y que los mecanismos del estado y de las leyes son, como decía Godard, lo más alejado de cualquier acto amoroso. Para que todo esto funcione, Jeff Nichols trabaja con dos actores excepcionales como Joel Edgerton y Ruth Negga. Loving acaba en 1969, cuando la Corte Suprema de los estados Unidos dicta una sentencia a favor del mestizaje racial. Dos años antes, Stanley Kramer había mostrado la perplejidad de Spencer Tracy y Katharine Hepburn cuando su hija les presentaba a Sidney Poitier como futuro yerno. La película se titulaba Adivina quién viene está noche. ÀNGEL QUINTANA

PATERSON (Jim Jarmusch). Sección oficial

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Habrá tantas maneras de acercarse a este entrañable y valioso objeto poético –que realmente inventa una nueva forma narrativa (y eso es ya mucho decir)– como espectadores que se acerquen a sus imágenes, pero podemos probar con algunas. Por ejemplo, la de contemplarlo como la cara luminosa y cotidiana de la oscura y retorcida Solo los amantes sobreviven, pues allí donde aquella ponía en juego una visión de los artistas que invocaba los tópicos del malditismo romántico y de la endogamia oscurantista, Paterson se acerca a un poeta que es un humilde conductor de autobús y que vive una anodina vida cotidiana de la que extrae sus energías líricas sin ningún tipo de autoconmiseración ni menos aún de engreimiento. También podemos ver el film como un hermoso poema lírico hecho de ternura cotidiana y rutinas laborales, protagonizado por un joven que vive una armoniosa historia de amor en la que la comprensión, el respeto mutuo y el cariño sustituyen al sufrimiento ancestral que arrastraban las dolientes criaturas de su anterior largometraje.

Probemos ahora a definirlo de otra manera: En Paterson, New Jersey, vive un conductor de autobús llamado Paterson que conoce de memoria los versos de Wiliam Carlos Williams (poeta local conocido por su creencia de que la realidad objetiva despierta la imaginación de quien la percibe, y no a la inversa) y que convive con su novia, Laura, y con un entrañable bulldog inglés llamado Marvin. Su existencia no vive otra excitación que la de sacar a pasear todas las noches a Marvin, tomarse una cerveza en un bar del vecindario, compartir con Laura la rutina de levantarse para ir a trabajar o de contarse lo que cada uno de ellos ha hecho durante el día cuando regresa a casa después del trabajo. Paterson escribe poesía a la manera de  Wiliam Carlos Williams, que es también la manera y la forma elegida por Jarmusch para retratar a su personaje: el registro de la vida cotidiana, de los itinerarios del autobús conducido por el protagonista o sus paseos por los lugares que ama y que le inspiran son también la materia estrictamente prosaica con la que el director de Dead Man compone uno de los más insólitos y hermosos artefactos poéticos que ha dado el cine.

También podemos intentarlo por otro lado: siete días de la semana rigurosamente ordenados de lunes a domingo pautan el registro de la vida cotidiana de Paterson, el poeta y conductor de autobús. Todos los días se repiten las mismas o equivalentes situaciones, que remiten unas a otras y que van desplegando una especie de ‘Variaciones Paterson’ que nunca rompen con el registro cotidiano. De forma intermitente, los ecos y las simetrías pautan el recorrido: sucesivas parejas de gemelos aparecen en muchos de los espacios por los que deambula el protagonista (su novia le había dicho que le gustaría que tuvieran gemelos), Marvin es un perro de costumbres que no admite cambios en su rutina, Laura tiene un definido criterio estético que ordena y decora toda su existencia (desde el vestuario hasta la decoración de la casa, pasando por las magdalenas que hace y hasta por el cine que le gusta) y Jarmusch ordena las secuencias de manera que, día tras día, la primera de cada jornada resuene sobre la primera de la siguiente, la segunda sobre la segunda, y así sucesivamente, sin abandonar nunca un registro empapado de realismo prosaico y de ternura romántica subyacente que son, precisamente, de los que extrae la dimensión lírica de un film itinerante hecho de imágenes que parecen flotar entre nosotros.

Y, finalmente, también podemos intentarlo de otra manera: podemos decir que Paterson (el film) es un necesario y revitalizador antídoto (hecho de ligereza y de transparencia) frente a todo el cine de acción, de ruido y de pesados artificios tecnológicos. En definitiva, una película en la que quedarse a vivir, un hallazgo equivalente (por su engañosa sencillez, por su dimensión autorreflexiva, por su forma itinerante ajena a todo conflicto dramático) al que en su día supuso el primer episodio de Caro Diario, de Nanni Moretti. Hay que frotarse bien los ojos para poder ver y disfrutar de este plácido paseo poético al que Jim Jarmusch nos invita con su película más generosa, más serena y  más empática hasta la fecha. CARLOS F. HEREDERO

William Carlos Williams era un médico nacido en Paterson, New Jersey, que transformó la poesía americana utilizando el lenguaje coloquial. Su cometido no residía en buscar los símbolos en las cosas sino las cosas mismas, mientras que rompía con la métrica como norma. La poesía de William Carlos Williams aparece continuamente escrita en la pantalla de Paterson, la última y deliciosa película de Jim Jarmusch. El poeta sirve como paradigma y como modelo del propio cine de Jarmusch. El cineasta americano ha tejido una parte de su cine a partir de la poética de la cotidianidad, de los seres corrientes y de la utilización de la imagen como vehículo para expresar lo más banal hasta dotarlo de una fuerte dimensión poética. Desde esta perspectiva el encuentro entre William Carlos Williams y Jim Jarmusch puede considerarse como una especie de autorreflexión en torno a su propio cine que aparece bajo la forma de compendio. Después de estar divagando unos años por territorios extraños (el paisaje español de Los límites del control y el vampirismo de Solo los amantes sobreviven), el cineasta parece reencontrar lo mejor de sí mismo. Paterson nos cuenta los movimientos que marcan la vida ordinaria de un conductor de autobuses que se refugia en el arte. Cada mañana se levanta, da un beso a su mujer, conduce el autobús y escribe en una libreta algunos poemas. Por la noche visita un bar en el que uno de sus amigos ha creado su particular ‘paseo de la fama’ con las figuras claves de la ciudad desde Lou Costello hasta Allen Ginsberg o Iggy Pop. Las repeticiones marcan la vida cotidiana de Paterson el conductor de autobuses, mientras vive una idílica historia de amor junto a su mujer. En algunos momentos parecemos cruzarnos con algo de Mistery Train que deriva a Noche en la Tierra, que establece diálogos propios de Coffee and Cigarrettes, mientras se prefigura una errancia a lo Extraños en el paraíso. Jarmusch parece querer encontrarse a sí mismo, pero desde la ternura y desde la humildad. El arte no debe ser patrimonio exclusivo de los intelectuales y de los artistas, los seres corrientes pueden ser grandes artistas sin necesidad de estar en el paseo de la fama. El arte puede ser una terapia para vencer las contradicciones de la vida, para avanzar en la poética de la amabilidad y en el confort humano. Paterson es, en definitiva, una gran lección de vida y de cine. ÀNGEL QUINTANA

TOUR DE FRANCE (Rachid Djaïdani) Quincena de realizadores

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El debut de Rachid Djaïdani, Rengaine, fue una de las revelaciones de Cannes 2012. El film retrataba por primera vez en el cine francés una relación sentimental entre un subsahariano y una árabe, mostrando una cara habitualmente escondida del país. Su factura pretendidamente amateur, su fulgurante narración y su carácter a medio camino entre la fábula (la protagonista tenía cuarenta hermanos al igual que Alí Baba estaba acompañado de cuarenta ladrones) y el realismo crudo, hacían de Rengaine una verdadera excepción. Djaïdani ha regresado a Cannes con Tour de France, película quizás más ambiciosa pero definitivamente más convencional y anquilosada. La trama envuelve a Far’Hook, rapero musulmán que tras ser amenazado de muerte en su barrio parisino, escapa a la casa familiar de su productor (convertido recientemente al Islam) en el interior de Francia. Allí tiene que lidiar con el padre de su amigo, un hombre maduro, de derechas, racista incontrolable, interpretado por Gerard Depardieu. Justo antes de morir su esposa, el hombre prometió que viajaría por toda Francia siguiendo los pasos del pintor del siglo XVIII Vernet para reproducir sus diez cuadros de paisajes portuarios. Far’Hook se ve obligado a acompañarle en ese itinerario artístico. De la desconfianza y el desprecio pasan a una relación de complicidad, un ejercicio de comprensión mutua un tanto inverosímil. Tour de France traza la conciliación de dos extremos opuestos de la Francia actual cuyas circunstancias no son tan diferentes en realidad (ambos pertenecen a la clase trabajadora, han perdido a sus familiares cercanos y tienen sensibilidad artística). Djaïdani se adhiere ese cine social pretendidamente útil. Encontramos una historia bien conducida, con recursos cómicos inspirados, pero también discursos tópicos y simples sobre religión, raza y arte. Un esquematismo que entorpece el sugerente planteamiento de la propuesta: Depardieu encarnando a un personaje ideológicamente cercano a él mismo, encontrando finalmente la felicidad gracias a un joven musulmán progresista. Tour de France servirá para aliviar algunas conciencias ingenuas con su esperanzadora visión de una Francia de convivencia armoniosa, pero para llegar a esa feliz conclusión la realidad ha sido dulcificada hasta el extremo. JAVIER H. ESTRADA

LA PAZZA GIOIA (Paolo Virzi) Quincena de realizadores

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Son películas como la La Pazza Gioia las que despiertan la nostalgia por otras épocas de la Quincena de realizadores. El nuevo film de Paolo Virzi ejemplifica esa línea bienintencionada, accesible y tremendamente vulgar que encuentra numerosos representantes en la sección desde la llegada de Edouard Waintrop a la dirección. La trama se centra en dos mujeres recluidas en una residencia psiquiátrica, una procedente de la clase alta, exhibiendo en cada momentos sus delirios de grandeza, la otra una exdrogadicta que perdió la custodia de su hijo. Almas libres encerradas en un paraíso demasiado reposado, ambas deciden escapar para reencontrarse con sus dolorosos pasados. VIrzi mantiene un tono compasivo con sus personajes, preguntándose si realmente son ellas las locas o el mundo que las rodeaba. Sus esfuerzos por dotarlas de rasgos heroicos, de facilitar su empatía con el espectador, se basan en el artificio y el exceso melodramático (incluso la excelente Valeria BruniTedeschi resbala en su interpretación). Sin riesgo ni un solo gesto de originalidad, La Pazza Gioia sigue un modelo de conservadurismo cinematográfico que tiempo atrás no hubiera entrado en la Quincena. JAVIER H. ESTRADA

DOGS (Bogdan Mirica). Un certain regard

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Saltándose los mandatos del nuevo cine rumano, Dogs no es el prototípico drama familiar, sino un thriller contemporáneo cuya trama se inspira claramente en las estructuras del western. Roman (Dragos Bucur) llega a una remota zona rumana lindante con el Mar Negro para hacerse cargo de la herencia de su abuelo, una casa desvencijada y los terrenos circundantes, una inmensa extensión (550 hectáreas) que alcanza más allá del horizonte y que sorprendentemente nunca ha sido cultivada ni trabajada de ningún modo. Los vecinos reciben con desagrado las noticias de que ya ha puesto en venta esos terrenos. Mientras un viejo policía comienza a investigar el hallazgo de un pie humano, Roman se dará cuenta muy pronto de la verdadera finalidad de esos terrenos, un espacio de seguridad para las actividades delictivas de la banda que comandaba su abuelo. Bogdan Mirica se sirve de este espacio y de un planteamiento argumental deudor del western, la llegada del forastero que altera el orden establecido, normalmente un orden al margen de la ley, para construir un thriller en el que todo parece suceder fuera de campo, en el que las evidencias se sugieren en los diálogos, pero cuyos principales giros narrativos nos son transmitidos mediante elipsis. Este juego entre lo visible y lo oculto (en realidad una metáfora sobre lo que en el pueblo todo el mundo sabe pero no puede probar) deriva en una película que en última instancia puede resultar en exceso esquemática y cuyos cambios de perspectiva entre los distintos personajes no la benefician, pero que al mismo tiempo plantea una radiografía demoledora sobre Rumanía, sobre la corrupción imperante y las dificultades para imponer cambios. JAIME PENA

En el viejo western las alambradas marcaban el momento en que esos grandes espacios dejaban de ser un bien colectivo para pasar a ser un bien particular. Las alambradas establecían la parcelación pero también la lucha por el poder y la violencia.  Dogs, ópera prima de Bogdan Mirica, es un curioso western rumano que nos habla de la tierra, las alambradas, la herencia familiar y las luchas oscuras para conquistar un territorio. Roman, el protagonista, hereda unas tierras de su abuelo. La primera cuestión que surge es cómo fue posible que su abuelo fuera un potente propietario agrícola durante los años del comunismo. La cuestión queda en el aire, pero nos muestra un universo en el que, como en los mejores westerns, el viejo abuelo tenía sus capataces, que imponían el poder mediante la violencia. La presencia del intruso provocará que surja esta violencia atávica, ante la mirada de un policía enfermo de cáncer y de una familia que intuye que su presencia puede resultar tan incómoda que les puede costar la vida. Rodada mediante largos planos secuencia, con un equilibrado uso de las elipsis y con un admirable ajuste del tiempo, Dogs es un pequeño descubrimiento. ÀNGEL QUINTANA

La ópera prima de Bogdan Mirica se adentra en los parajes rurales de la Rumanía profunda para contar una historia de violencia enquistada en lo más hondo de un hábitat en el que el crimen y las relaciones de poder tienen raíces ancestrales. Su protagonista es un joven que llega a las tierras agrestes heredadas de su abuelo (un capo de la delincuencia y de los negocios criminales en la zona) dispuesto a venderlas sin saber que se va a encontrar con inesperadas resistencias. Sobria y lacónica tanto en su puesta en escena como en sus diálogos, la película consigue crear una atmósfera inquietante que se va haciendo más y más espesa, lindando con el terror sin ningún tipo de efectismo ni de truculencia, a medida que el relato camina hacia su desenlace. Al final, una gran elipsis, del todo inesperada, se desvela como el gran hallazgo del film, y no solo por ahorrar al espectador un horror que ya le ha sido anunciado antes de forma premonitoria, sino también por abrir la puerta a un misterio (la suerte final de la novia del protagonista) que acaba flotando –si bien de manera poco esperanzadora­– sobre la resolución definitiva del argumento. El conjunto puede resultar algo insatisfactorio en algunos momentos, pero nos desvela a un director con mucho criterio fílmico y con notable personalidad, y al que sin duda merecerá la pena seguirle la pista. CARLOS F. HEREDERO

BEYOND THE MOUNTAINS AND HILLS (Eran Kolirin). Un certain regard

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Un nuevo intento de radiografiar y diagnosticar algunos de los males y de las tensiones en las que parece atrapada la sociedad israelí contemporánea. Sus protagonistas son un teniente coronel ya licenciado y con problemas para reintegrarse en la vida civil, su esposa (profesora  de literatura) y dos hijos adolescentes, ambos inmersos también en sendas coyunturas que los desbordan y los ponen a prueba. La película consigue mantener una prudente distancia y un bien modulado registro para abordar, de forma sesgada y sin efectismos, algunas de las heridas que palpitan y sangran en el país del director (la convivencia con los palestinos que viven en Israel, los efectos de la desmovilización de los militares, el miedo al terrorismo, el gap generacional, etc.), pero a ratos se pierde por circunloquios que no terminan de integrarse con eficacia dentro del conjunto. Queda la duda de si Eran Kolirin nos viene a decir que es mejor no relacionarse con los palestinos porque cualquiera de ellos puede ser un terrorista (a tenor de lo que sucede en la subtrama de la hija) o si, de de manera más compleja, nos está sugiriendo que la sociedad israelí está compuesta por buenas gentes que a veces hacen cosas horribles por las razones equivocadas. El discurso del film se mueve con dificultad por ese estrecho precipicio sin que sus formas ni su construcción consigan tampoco elevar mucho su discreta entidad como realización cinematográfica. CARLOS F. HEREDERO

Eran Kolirin se formula en Beyond the Mountains and Hills una interesante pregunta en torno a qué es lo que esconde la sociedad israelí, sobre de qué modo las apariencias subliman la porquería que está disimulada en el interior de su propio sistema. Para responder a esta pregunta nos sitúa en el corazón de una familia burguesa. El padre, David, acaba de ser desmovilizado después de haber servido durante veintisiete años en la armada e intenta abrirse camino en el sector privado. Es una persona convencida de las virtudes del estado de Israel. Su problema es cómo adaptarse a la rutina de la vida civil. Su mujer es profesora de instituto, especialista en poesía. Ambos viven con sus dos hijos adolescentes, pero la hija mayor va a manifestaciones contra la política de su país y es amiga de un palestino. A partir de este cuadro empiezan a surgir las debilidades interiores. El hombre ocioso tiene un arma y acaba disparando para calmar su rabia. La madre tiene relaciones con un alumno adolescente y la hija es utilizada para penetrar en el corazón de una célula terrorista. El otro hijo adolescente lleva a cabo un acto de venganza violenta. La pregunta clave reside en cómo es posible mantener las reglas del juego a pesar de haber atravesado la frontera hacia el lado oscuro del propio país. Eran Kolirin (director de La visita de la banda) sabe plantear la tesis pero no sabe desarrollarla sin cargar las tintas, sin concentrar los efectos dramáticos, siendo mínimamente sutil. Al final de su recorrido se hace visible el peso del artefacto narrativo que acompaña la propuesta y algo se resquebraja, a pesar de que la sociedad israelí continúe manteniendo sus apariencias. ÀNGEL QUINTANA

MAL DE PIERRES (Nicole Garcia). Sección oficial

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El festival de Cannes tiene una extraña fijación con el cine de Nicole Garcia, y su nueva película (incomprensiblemente situada en la sección oficial) no va a hacer mucho por justificarla. Adaptación de una novela de Milena Agus, el film tiene como protagonista a Gabrielle (Marion Cotillard), una mujer que vive como una condena el destino matrimonial que la familia casi le impone y cuya existencia se ve sacudida por su incontenible necesidad de amar más allá de las fronteras establecidas por los valores de la burguesía agrícola francesa de los años cincuenta. Un personaje y una historia dignos del mejor Truffaut, pero convertidos por la puesta en escena de Nicole Garcia en meros andamios para enhebrar un relato que ilustra, de manera plana, sin relieve, sin pasión y sin densidad, los sucesivos acontecimientos argumentales. Un giro final que se pretende imprevisto, y que podría haber abierto la puerta a una sugerente dimensión fantástica (situando la pasión de Gabrielle en el terreno del más corrosivo amour fou surrealista) acaba por reconducirse al ámbito de una explicación supuestamente realista que se pretende romántica, pero que en realidad deviene meramente prosaica y novelesca. Cansina y torpemente ilustrativa en todo su discurrir, se gana a pulso –y con ganas– el título de la peor película vista hasta el momento dentro del escaparate principal del festival. CARLOS F. HEREDERO

En determinadas ocasiones parece como si, a pesar de los años, el cine francés hubiera sido incapaz de superar esa cierta tendencia  hacia el academicismo más estéril. Hoy no existen Jean Aurenche y Pierre Bost (los guionistas a los que acusaba Truffaut de ilustradores), pero sí que hay nombres como Jacques Fieschi, autor del guion de Mal de pierres, que son capaces de convertir cualquier obra en pura retórica visual estéril. Hace unos años Fieschi ya convirtió en un auténtico disparate una de las mejores novelas francesas de los años noventa, El adversario de Emanuelle Carrère. Su versión cinematográfica estuvo en Cannes y la firmó Nicole Garcia, una actriz que en su juventud había protagonizado Mon oncle d’Amerique de Resnais. Hoy Fieschi y Garcia son los responsables de la película más insípida de cuantas han sido vistas hasta ahora en la sección oficial de Cannes. Mal de pierres cuenta una historia con ciertas posibilidades. Una joven y rica enferma tiene que casarse por conveniencia con un obrero exiliado español (Alex Brendemühl) al que no quiere. En el transcurso de una estancia en un balneario conocerá al hombre de su vida, pero su existencia acabará siendo fantasmagórica. Nicole Garcia rueda la película como un viejo serial (Palmeras en la nieve de Fernando González Molina no está tan lejos), Fieschi escribe un guion insulso y Marion Cotillard no resulta creíble en el papel de una mujer atormentada por la pasión. El resultado es más que previsible, pero mantiene el prestigio de cierta tendencia del cine francés. ÀNGEL QUINTANA

THE TRANSFIGURATION (Michael O’Shea). Un certain regard

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“Tenemos que tener en cuenta que siempre habrá alguien que actúe peor que nosotros”, afirma el hermano de Milo cuando este entra en una pequeña depresión. Milo es un adolescente de catorce años, solitario, huérfano, que vive en un gueto neoyorquino junto a su hermano. El joven negro tiene dos pasiones, el dibujo y las películas de vampiros. Un día se enamora de una chica blanca y van a ver juntos Nosferatu, discuten de la falta de realismo en la serie True Blood y de lo blandos que son los vampiros de Crepúsculo. Mientras conversan, Milo observa como las circunstancias lo han determinado a convertirse en un vampiro, a chupar la sangre de gente inocente y a transformarse en un espectro del mal. La condición trágica de Milo es el tema central de la película. El adolescente no puede hacer nada para evitar su situación, le gustaría suicidarse pero su condición vampírica se lo impide. Michael O’Shea rueda una curiosa ópera prima autorreflexiva sobre el vampirismo, con ciertas connotaciones sociales. La película resulta cansina en muchos momentos, su estructura es muy débil pero es capaz de remontar discretamente en su parte final. ÀNGEL QUINTANA

LA JEUNE FILLE SANS MAINS (Sébastien Laudenbach). ACID

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La animación es uno de los territorios menos explorados por Cannes. Su presencia suele reducirse a tres o cuatro títulos entre todas las parcelas del festival. Como apertura de la valiosa aunque a menudo ignorada sección ACID se presentó La Jeune fille sans mains, primer largometraje de Sébastien Laudenbach. En un momento en el que la tecnología digital ha conquistado todas las fases de producción, este film es una brillante muestra de animación realizada con técnicas clásicas. Desde la primera secuencia, sencillamente tinta negra sobre blanco, queda en evidencia el tono sutil y poético propuesto por Laudenbach. Adaptación del relato de los hermanos Grimm, la película narra la fábula de un hombre que por sus ansias de riqueza accede a que el Diablo mutile las manos de su hija. La joven se convierte pronto en la protagonista de la cinta, huyendo de su casa y encontrando a un príncipe que le devolverá sus manos. Con ecos de El cuento de la princesa Kaguya (2013) de Isao Takahata, el film de Laudenbach es visualmente portentoso. Su utilización de la tinta china y la acuarela, integradas en diferentes capas, da lugar a pasajes de poesía sencilla e intensa. Ese esmero formal se ve frustrado por una propuesta narrativa más endeble. La Jeune fille sans mains es el estimable debut de un cineasta que recupera el carácter más artesanal de la animación. JAVIER H. ESTRADA

POESÍA SIN FIN (Alejandro Jodorowsky). Quincena de realizadores

Poesia_Sin_Fin_1_©Pascale Montandon_Jodorowsk

Jodorowsky retoma el recorrido por su propia vida que comenzó con su anterior film, La danza de la realidad (2013). Si aquella era una obra sugestiva y original aunque también exasperante, Poesía sin fin se queda solo con las virtudes de la primera entrega, añadiendo todavía más dosis de imaginación. El film arranca con la definitiva revelación poética de Jodorowsky, la ruptura del yugo paterno para entregarse incondicionalmente a la creación artística. El relato de esa juventud se plasma a base de apoteósicos retazos de vida, descubrimientos constantes de lugares de un atractivo sórdido, personas adorables en su excentricidad ilimitada, disciplinas artísticas delirantes. El film reivindica con entusiasmo el desafío a los destinos marcados y la apuesta por las vocaciones, aunque sean extravagantes y arriesgadas. Poesía sin fin es una película de ego desmedido, sin duda, pero el cineasta consigue que su persona no se apodere de la obra. A diferencia de su anterior film, su presencia aparece únicamente en momentos puntuales, siempre para acompañar a su yo de la juventud, apuntando alguna reflexión poética sobre el devenir que le espera. Una existencia apasionante que debía ser contada y que sólo el genio que la ha vivido podría resucitarla conservando su esencia. Jodorowsky demuestra que la memoria no puede existir sin imaginación. JAVIER H. ESTRADA

DIAMOND ISLAND (Davy Chou). Semana de la crítica

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Discípulo de Rithy Panh y autor de Golden Slumbers (2011) –valioso documental sobre el cine de la edad de oro de Camboya–, Davy Chou debuta en la ficción con Diamond Island. La acción se sitúa en una lujosa ciudad de nueva construcción a las afueras de Phnom Penh. El protagonista es uno de tantos jóvenes de provincias que se han desplazado hasta allí para ganarse la vida trabajando en las obras de ese espacio ostentoso que pretende atraer inversiones extranjeras y abrir nuevas perspectivas económicas para el país. El film desarrolla una historia de iniciación mezclando algunos elementos clásicos (la figura mítica del hermano mayor, el paulatino olvido de las raíces para prosperar) con las nuevas formas de comunicación de la sociedad camboyana. Chou muestra el camino de su personaje principal desde la humildad y la camaradería de la inmediata emancipación a los primeros éxitos profesionales conseguidos adoptando un individualismo que pronto despierta su melancolía. El resultado es una obra sensible, una ópera prima destacable, quizás demasiado empeñada en transmitir sensaciones etéreas y excesivamente influenciada por los nuevos maestros del cine de autor asiático. JAVIER H. ESTRADA

NERUDA (Pablo Larraín). Quincena de los realizadores

Neruda - Gael Garcia Bernal (Oscar Peluchonneau)

Una primera y urgente aclaración: la nueva película del director de Tony Manero, No y El club no es un biopic de Pablo Neruda. Y es preciso dejarlo claro porque el título del film puede generar unas expectativas equivocadas. De forma mucho más interesante, lo que aquí se propone es una indagación lírica en la personalidad del poeta a partir de un feliz invención imaginaria: la figura del policía (interpretado por Gael García Bernal) que persigue a Neruda cuando este tiene que huir de Chile, siendo senador comunista, al ser perseguido por el gobierno del país. El relato se cuenta, de hecho, desde el punto de vista de ese policía, sin que la focalización narrativa se sujete exclusivamente a su itinerario, pues es conducido de manera libre por la voz en off de este personaje turbio, inquietante y derechista, empeñado en impedir que el autor del Canto general pueda marcharse al exilio. Los hechos suceden en 1948 y la narración se ciñe únicamente a dicha circunstancia. No se trata, por tanto, de trazar un retrato completo de Pablo Neruda, sino de aislar una etapa concreta de su militancia comunista y de su compromiso político para construir, sobre la dialéctica entre el poeta y el policía, una incisión transversal que trata de abrirse paso con mimbres cinematográficos esencialmente poéticos. La libertad del montaje para entrecortar, superponer y cruzar diferentes acciones, y la clara voluntad de Larraín de ofrecer una visión poliédrica de Neruda (alejada de toda hagiografía) hacen de la película una de las propuestas narrativas más sugerentes de cuantas se han visto ahora en el festival. CARLOS F. HEREDERO

AMERICAN HONEY (Andrea Arnold). Sección oficial

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Hay dos formas posibles de entender el viaje o más precisamente la road movie. La primera sería verlo como experiencia, como tránsito y como transformación. En ella los personajes cambian y van hacia algún lugar concreto que generalmente puede ser el refugio de la madurez. La otra forma sería la de la errancia, el vagabundeo sin ningún destino fijo porque nada puede cambiar en el entorno. Star, la protagonista de American Honey, parece realizar un viaje de tránsito hacia la edad adulta, pero curiosamente este tránsito se transforma en errancia hacia ningún lugar concreto. Esta confusión entre los dos elementos define el tono de una película de casi tres horas de duración que tanto podría durar dos horas más como una hora y media menos. El problema no estriba en lo que dura, sino en la ausencia absoluta de dramaturgia, en que ese posible tránsito no se realiza en su plenitud. Star es una chica que abandona su familia disfuncional para encontrar a una familia de vendedores de suscripciones de revistas que se desplaza por la América profunda. El problema es que en la película no hay evolución, porque lo que acaba imponiéndose no es la errancia existencial, sino la posmoderna. Andrea Arnold se siente cómoda cuando filma con agilidad los cuerpos de sus actores y actrices bailando o desplazándose por los paisajes americanos, pero perdida cuando tiene que gestar algún efecto dramático o buscar un sentido a las relaciones amorosas tensas que se establecen entre la joven Star y el mentiroso Jake. La sensación final es la de una película bonita, que puede dejarse ver, pero que al igual que sus personajes no va hacia ninguna parte, quizás porque el cine de Andrea Arnold no sea más que un ejercicio estético más o menos brillante que no acaba de encontrar la forma de establecer lazos más sólidos con el mundo real. ÁNGEL QUINTANA

La primera película norteamericana de la realizadora británica Andrea Arnold acompaña el itinerario de un grupo de jóvenes vendedores de revistas que recorren los Estados Unidos llamando, puerta a puerta, a las casas de los ciudadanos a quienes intentan vender una suscripción a las más variopintas publicaciones periódicas. Recogiendo elementos de su propia historia personal al viajar por aquel país, la cineasta construye una road movie en la que la música juega un papel preponderante (su banda sonora es, de hecho y con mucho, lo mejor de la película) y en la que la principal línea dramática se anuda en torno a la relación de la protagonista con el mejor vendedor del grupo, aglutinados todos ellos por la personalidad turbia y oscura de otra joven que parece comandar la empresa. El problema es que, de nuevo, dos horas y cuarenta y dos minutos se hacen casi inacabables, pues el relato se recrea con deliberada languidez en explorar y expandir todas y cada una de las escenas del film. Con un poco más de síntesis, y algo menos de autocomplacencia, American Honey habría resultado mucho más eficaz en su devastador retrato de la América profunda, de sus desgarros, de sus microcosmos amenazadores, de sus hábitats deteriorados, de la disgregación familiar, de las ruinas económicas y morales que conviven con la riqueza exhibicionista de la América blanca y rica en sus reductos de lujo. Protagonizada por un excelente grupo de jóvenes actores no profesionales, reclutados por la cineasta en los más variados ámbitos, la película –de estricta naturaleza conductista y desprovista por completo de consideraciones psicologistas– contiene imágenes poderosas y derrocha energía física y narrativa, pero se estira y se estura sin medida, lo que acaba por perjudicarla y por fatigar inevitablemente la paciencia de sus espectadores. CARLOS F. HEREDERO

MI AMIGO EL GIGANTE (Steven Spielberg). Fuera de concurso

The BFG - Steven Spielberg

El universo Disney fue construido a imagen y semejanza del mundo feliz. Fue creado como un mundo en el que el mal estaba condenado a ser erradicado, en que  la bondad reinaba como paradigma de bienestar, en que los adultos podían estar atados a los paraísos perdidos de la infancia y en el que los niños podían prolongar la infancia eternamente sin enfrentarse al trauma del reconocimiento de la edad adulta. En este mundo fue fundamental conquistar los sueños, convertirlos en la única realidad posible y dejarlos circular junto al mundo real. Sin embargo, de todos es sabido que este mundo feliz solo existe en los parques temáticos Disney y en algunas películas de la factoría. A lo largo de su filmografía, Steven Spielberg ha funcionado como un curioso émulo del Doctor Jekyll y Mr. Hyde. Lo que realmente le interesa es construir fábulas sobre ese mundo de los sueños dominado por seres protectores, y para disimular sus intereses de vez en cuando construye alguna película clásica. Siempre he pensado que el auténtico Spielberg (el que particularmente más me interesa) es el de los sueños infantiles, mientras ese sólido cineasta clásico de El puente de los espías o de La lista de Schlinder posee alguna cosa extraña que siempre me ha resultado ajena a su propio mundo. The BFG (Mi amigo,el gigante) es el resultado de un pacto previsible entre el universo  Spielberg y la factoría Disney. El pacto no tiene nada de perverso porque finalmente le sirve para demostrar que E.T. podía ser tan entrañable como Mickey Mouse, y que los dinosaurios de Jurassic Park no eran más que la representación de ese mal atávico que desde la reina malvada de Blancanieves hasta la madrastra de La Cenicienta ha presentado diferentes configuraciones.  En el pacto, Spielberg decide imponer a Disney su extraña noción de la amistad. El gigante protagonista podría ser una réplica de E.T. de grandes proporciones o, simplemente, otra visualización más de esa idea de la divina providencia que planea en todo el cine de Spielberg. Los niños necesitan alguien que los proteja, y ese alguien es una figura de otro mundo, que solo sabe hacer el bien y que además genera confianza.  La factoría Disney pone un imaginario británico que exploró en los sesenta (Mary Poppins, Chitty Chitty Bang Bang y sobre todo Peter Pan, el sueño que Spielberg vio frustrado quizás por culpa de Robin Williams). Más allá del pacto, ambos coinciden en el valor que poseen los sueños como espacio de fuga y de autoayuda. Mi amigo el gigante es el resultado de este pacto y no está ni bien, ni mal. La película funciona como una alegoría sobre la soledad de la infancia y esa eterna necesidad de buscar la figura protectora. El gigante de la historia es monstruo porque es diferente y porque es bueno y culto. Vive en un mundo en que los otros gigantes no son más que trolls palurdos e incultos. La niña encuentra en el gigante el padre, el amigo y el confidente. Ambos son capaces de generar sueños hasta que se dan cuenta de que el peligro reside en la permanencia del mal. Como en todas las fábulas Disney, el problema es cómo desterrar el mal. La gracia de la película reside en que por primera vez la idea del destierro del mal adquiere un sentido literal, casi político. La Inglaterra monárquica convertida en una monarquía de cuento de hadas no quiere a los extraños, a los disidentes, y la solución es mandarlos más allá de las Highlands, quizás a Islandia o simplemente a una Escocia que quiere ser otra cosa. Spielberg controla la fábula con todo tipo de alardes digitales. Es evidente que Spielberg no es Robert Stevenson, el artesano que dirigió Mi amigo el fantasma, y que sabe crear esa ternura basada en una ingenuidad que intenta esconder el lado perverso de las cosas. Spielberg enmascara ese lado oscuro que nos aparta de las ensoñaciones, de los universos edulcorados y que nos hace definitivamente adultos. ÀNGEL QUINTANA

Adaptación del cuento homónimo de Roald Dahl, The BFG (en su título original) nos devuelve al Spielberg más familiar y más infantil, responsable aquí de un cuento fantástico que, una vez más dentro de su filmografía, apela al drama de la orfandad y de las carencias familiares para contar la historia de una niña que vive en un orfanato y que es secuestrada por un gigante tan amistoso como bonachón, de manera que, una vez instalados ambos en sus lejanas tierras, no duda en enfrentarse a los gigantes malos para defender a su amiguita. Lamentablemente, estamos muy lejos aquí del cineasta adulto que nos deslumbraba con su maestría en El puente de los espías. Nada queda esta vez de aquella admirable tensión narrativa y de aquella concisa elegancia. De hecho, Mi amigo el gigante se aproxima peligrosamente a las obras más fallidas de su director y desperdicia con escaso ingenio algunas de las sugerencias implícitas en el cuento original. Y es una lástima, porque la historia de Dahl lo tenía todo para haber dado lugar a un film de deslumbrante fantasía, pero su puesta en escena resulta tan convencional como previsible, por lo que deviene un cuento fantástico sin magia, una fantasía sin imaginación. No se trata de una mala película, sino de una ocasión lamentablemente desperdiciada. CARLOS F. HEREDERO

L’ÉCONOMIE DU COUPLE (Joachim Lafosse). Quincena de los realizadores

4. Versus production - Les films du worso ©Fabrizio Maltese

A pesar de su título, el nuevo film de Jaochim Lafosse no trata de la economía familiar, sino del proceso de separación de un matrimonio tras quince años juntos y con dos hijas pequeñas. La pareja ha decidido ya separarse, pero el padre no tiene medios para encontrar un nuevo piso y deben prolongar la convivencia a pesar de no hacer vida marital. Esa situación, encapsulada en un impasse que no evoluciona y que sacude de forma intermitente la vida diaria del matrimonio y de las niñas, es el ámbito sobre el que Lafosse pone su lupa de aumento para radiografiar la complejidad de una relación en la que la ausencia de deseo no termina de erradicar el aprecio ni los otros vínculos que todavía unen a los dos protagonistas. La propuesta es clara y se desarrolla con plena coherencia, de manera seca y realista, sin fugas estilísticas y sin hipérboles dramáticas: ahí reside el mérito principal de una pequeña película notablemente lúcida a la hora de analizar todas las contradicciones que saltan una y otra vez en medio de una coyuntura como la descrita. Y lo hace además sin ningún maniqueísmo y desde una mirada tan amplia como equilibrada en el reparto de las responsabilidades, que no de las culpas. El registro utilizado interpone una cierta distancia que enfría la representación, pero que no elude los momentos ni las situaciones más delicadas, tratadas todas ellas con agradecible pudor, elogiable manejo de la elipsis y sin subrayados tremendistas. Y todo ello no es una conquista pequeña cuando se trata de representar los avatares, siempre difíciles y dolorosos, de una separación matrimonial. CARLOS F. HEREDERO

El planteamiento de la película es muy simple. Después de quince años de vida en común Marie (Bérénice Bejo) y Boris (Cédric Khan) quieren separarse. El problema reside en cómo puede llevarse a cabo esta separación, cómo contar a los niños que los padres no vivirán juntos, cómo repartir la economía familiar. El principal interés de la película del cineasta belga Joachim Lafosse reside en que nunca va más allá de estas formulaciones. La película no sigue una progresión dramática, no nos cuenta las causas del divorcio. Al inicio encontramos a la pareja en crisis y al final vemos cómo van hacia la notaría. En medio surgen dudas, posibles reconciliaciones, discusiones, tensiones, abrazos y gritos. Hay algo que se ha roto de forma irremediable, pero el problema es cómo llegar a materializarlo, cómo asumir que lo vivido queda atrás y que el futuro presenta nuevos horizontes. No nos encontramos ante una gran película pero sí ante una obra honesta que avanza con buen pulso, puntuada por el peso de la pareja protagonista y por el deseo de no salirse de lo marcado, de no buscar efectos de guion innecesarios y de aferrarse a los vaivenes de la cotidianidad. ÀNGEL QUINTANA

WRONG ELEMENTS (Jonathan Littell). Proyecciones especiales

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En esa gran novela sobre el Tercer Reich titulada Las Benévolas, Jonathan Littell dio voz al personaje ficticio de Maximilian Aue. El personaje recuerda cuando fue miembro activo de los Eizentgrupen que llevaron a cabo matanzas en masa de judíos durante la campaña alemana en Rusia. El interés de Littell (autor americano que escribe en francés y reside en Barcelona) residía en intentar ponerse en la mente del asesino, observar qué pasaba cuando el agente del mal se convertía en un funcionario de la violencia que algunas veces actuaba pero otras miraba el horror. Las Benévolas habla del gran tema que no ha dejado de marcar toda la obra literaria de Littell, entender la naturaleza del mal. Por este motivo, el autor no duda en meterse en el corazón de las tinieblas. Wrong Elements es el primer trabajo cinematográfico de Littell y es un apéndice (o mejor dicho un nuevo capítulo) dentro de su obra. El contexto en el que trabaja es el del Centro de África. Estamos en Uganda, en 1986 sube al poder Yoweri Musevini e implanta una dictadura. En 1989 se crea la guerrilla ugandesa que lleva a cabo una especie de cruzada mística encabezada por una mujer, Alice Lakwena, que se siente guiada por los espíritus. Un joven de esta guerrilla, Joseph Kony, decide aumentar el peso de la lucha y crea el grupo llamado Lord’s Resistance Army (LRA) que secuestra a niños adolescentes (entre 10 y 15 años) para que formen parte de la cruzada. Los niños son secuestrados en las escuelas, les dan un fusil y se les obliga a matar y masacrar a los ciudadanos. Las niñas son violadas y humilladas. Littell parte del hecho de que los niños fueran convertidos en asesinos y en agentes del genocidio para preguntarse de qué modo es posible la redención, el perdón y cómo el mal penetra en el interior de los inocentes. La estrategia documental de Littell es impresionante. El escritor/cineasta encuentra a tres jóvenes amigos que fueron secuestrados y obligados a formar parte de las guerrillas y a una chica que fue violada y que tuvo dos hijos de los agentes rebeldes del LRA. La estrategia es volver al lugar del crimen, pasearse por la selva en la que sobrevivieron y encontrarse con los descendientes de las víctimas.  A diferencia de S31 de Rithy Panh o The act of killing de Joshua Oppenheimmer, los personajes entrevistados se sitúan en territorio curioso: fueron verdugos pero también fueron víctimas del sistema. Mataron pero la violencia era para ellos una forma de subsistencia. De los 60.000 niños que fueron abducidos por la LRA, murieron más de la mitad. ¿Qué pasa cuando estos jóvenes se enfrentan con su pasado? ¿De qué modo revive la memoria? Tal como indica uno de los protagonistas al final de la película la cuestión no reside en cómo recordar sino en si es posible perdonar. Jonathan  Littell le pregunta, en cambio, si ha sentido la angustia por lo que ha perpetrado y el joven afirma que ha perdido toda noción de la culpa. La sociedad ugandesa ha perdonado a muchos de esos niños asesinos, pero el líder de la revuelta Joseph Kony aún no ha sido capturado.  Es evidente que tras el caso de Uganda, Jonathan Littelll quiere ir más lejos, se pregunta cómo es posible vivir con la violencia, cómo es posible vivir en un territorio en el que los conceptos de redención y de perdón quedan insuficientes. Littell insiste en que su película puede encontrar una clara vinculación con la vivencia de los jóvenes dentro de Estado Islámico o de cualquiera de las barbaries del mundo actual. La fuerza de la película no reside únicamente en su valor como documento sino en la forma en que a través de la jungla y la sabana vemos y escuchamos las fantasías de unos seres que cuando tenían doce o trece años fueron obligados a matar. El resultado es conmovedor, una obra mayor que propone un nuevo giro de tuerca en el tema de la representación del horror y en el siempre apasionante debate sobre el papel del cine como testimonio no solo de la memoria sino de los gestos y de los espacios de la muerte. ÀNGEL QUINTANA

TONI ERDMANN (Maren Ade). Sección oficial

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En la Europa de la Troika, el poder alemán ha ido conquistando y domesticando algunos países de la Europa del Este. En Rumanía, las empresas alemanas invierten y el fantasma del neocapitalismo se instala en el corazón de la ciudad. Maren Ade (directora de la notable Alle Aderen) presenta en Toni Erdmann a una chica alemana que triunfa en medio de la selva capitalista que ha conquistado Rumanía. Ella es una ejecutiva de altos vuelos que vive en Bucarest, trabaja en los procesos de externalización de una empresa petrolera y consume su tiempo entre reuniones y compromisos económicos. El personaje de Inés (interpretado por una sólida Sandra Hüller) recibe un día la visita inesperada de su padre, un hombre que parece educado en los valores de la vieja izquierda y que quiere destruir todos los atisbos de esa ética protestante que ha pasado de la dignificación del trabajo a los excesos del neocapitalismo. El juego que propone Maren Ade es simple. El padre encontrará a partir del disfraz su Mr. Hyde e intentará introducir una serie de elementos hedonistas en el interior de un universo basado en la explotación, la rentabilidad del tiempo y la economía productiva. El padre asumirá la personalidad de Toni Erdmann (un Mr Hyde con cierto porte a lo Jerry Lewis) para llevar a cabo una curiosa estrategia que intentará conducir la vida de Inés hacia la lógica del absurdo. La cuestión fundamental reside en demostrar a su hija que el empleo del tiempo puede llegar a ser otro y que es preciso saber disfrutar de la vida desde otra perspectiva, saboreando los pequeños instantes. El planteamiento de Toni Erdmann es sólido, la película funciona como una curiosa caja de sorpresas pero tiene dos problemas fundamentales. El primer problema tiene que ver con el trabajo de realización, que en algunas ocasiones resulta relativamente plano y que intenta alargar las situaciones sin justificar su amplio metraje (casi tres horas). El segundo problema reside en cierta simplificación en el relato del mundo capitalista y en la forma en que el padre pervierte este mundo. Si superamos estos dos obstáculos nos encontraremos con una película que funciona, que tiene algunas grandes escenas dignas de la mejor sitcom y que no duda en utilizar el absurdo para desmitificar los vicios y virtudes de nuestro presente. ÀNGEL QUINTANA

Decía Ángel Fernández-Santos, a propósito de El sur  (Erice) y de Elisa, vida mía (Saura), que el ajuste de cuentas entre un padre y una hija es siempre inevitable. Y de eso trata, precisamente, la nueva realización de la alemana Maren Ade: del intento de acercamiento a su hija (una alta ejecutiva de empresa, que lleva una vida vacía, llena de lujos, pero alejada de los lazos familiares) por parte de un padre de clase humilde, dionisíaco y divertido, que solo aspira a reencontrar en esa mujer a la hija que antaño conocía y de la que ya apenas sabe nada de su vida ni de sus emociones. El planteamiento podría haber desembocado en una catarsis parlanchina y en abundantes peroratas (modelo ‘Truman’, para entendernos), pero el sentido del humor, la respetuosa distancia que el padre mantiene con su hija y el pudor de la cineasta hacen que este film de larga duración (162 minutos) acabe por ofrecer una durísima a la par que divertida radiografía de la deshumanización de los negocios empresariales y del vacío emocional que arrastra a quienes optan por renunciar a la vida para conseguir el éxito profesional cueste lo que cueste. Nadie espere encontrar aquí ningún discurso ideológico impuesto desde fuera, ninguna requisitoria moralista, ningún atisbo melodramático: Maren Ade mantiene en todo momento un dificilísimo equilibrio entre la mirada del padre, cuyas intromisiones humorísticas no consiguen cambiar el rumbo que sigue la vida de su hija, y la actitud de esta, que se ve desbordada por el histrionismo asocial de su progenitor, pero no puede romper con él a pesar de que la coloca en situaciones cada vez más difíciles de sostener en términos empresariales. El preciso y controlado ‘timing’ de la puesta en escena conduce el relato por los cauces de una inteligente comedia cuyo sustrato es una lúcida disección crítica de los valores enarbolados por el capitalismo más depredador en contraste con el sustrato humanista que subyace bajo la figura del padre, forzado en estos tiempos a disfrazarse de bufón incordiante cuya sola presencia sirve para poner en cuestión los valores sobre los que sustenta la confortable vida de su hija. Una gran  conquista cinematográfica que ha brindado la que hasta el momento es, para este crítico, la mejor película del festival. CARLOS F. HEREDERO

LA DANSEUSE (Stéphanie di Giusto). Un certain regard

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El personaje de Loïe Fuller es clave para entender todo el nacimiento del cine. La bailarina americana afincada en París inventó la llamada danza serpentina que maravilló a los simbolistas, creó una forma de espectáculo basada en el uso de la linterna mágica y fascinó a Edison o a Segundo de Chomón, que no dudaron en imitar la danza como reflejo de lo que significaba el peso de lo cinemático. La danza serpentina permitía filmar el movimiento en plano fijo, colorear los vestidos de las bailarinas y crear una estética fin de siglo que coincidió en el nacimiento del nuevo arte en movimiento. Aunque Loïe Fuller no participó en ninguna de las películas de Edison y Chomón, su nombre fue clave para entender el desarrollo de la danza vanguardista. Stéphanie di Giusto nos propone en La Danseuse una biografía de Loïe Fuller desde sur orígenes en pleno oeste hasta el momento de su encuentro con Isadora Duncan, creadora de un nuevo estilo de danza que provoca celos a la creadora de la danza serpentina. La película funciona como un biopic clásico, a veces excesivamente relamido, en el que se desaprovechan algunos aspectos fundamentales del impacto que Fuller tuvo en la época para acabar resaltando sus desgracias amorosas con un amante impotente y con una Isadora Duncan hacia la que se sentía atraída, a pesar de que la gran bailarina acabó traicionándola. ÀNGEL QUINTANA

La vida y la invención artística de la bailarina Loïe Fuller (esencialmente, el hallazgo de su famosa ‘danza serpentina’), desde que participa en agrestes rodeos en el oeste americano hasta que triunfa en la ópera de París, en plena belle époque, es la historia que cuenta este modesto biopic de una joven bailarina vanguardista que consiguió deslumbrar con su coreografía a lo más inquieto de la cultura europea de aquellos años. Su encuentro final con Isadora Duncan y las consecuencias que ello tendrá para su carrera y para su propia vida cierran un recorrido presidido por la tenacidad y por la intuición casi visionaria de una joven cuyo retrato toma forma dentro de este film de corte clásico y tradicional, pero suficientemente sensible como para ofrecer una radiografía poliédrica y nada maniquea del personaje. Es una lástima que la película no se sumerja más en la dimensión científica de su puesta en escena, en sus relaciones con Thomas Edison (que era su amigo, pero al que siempre negó la posibilidad de filmar sus actuaciones: las imágenes que circulan por You Tube son en realidad filmaciones de algunas imitadoras suyas) o de Flammarion, en la síntesis de ciencia y de arte que estaba implícita en la propuesta creativa de esta mujer realmente fuera de norma. CARLOS F. HEREDERO

FROM THE DIARY OF A WEDDING PHOTOGRAPHER (Nadav Lapid). Semana de la crítica

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Durante su época de estudiante, antes de filmar Policía en Israel (2011) y La profesora de parvulario (2014), Nadav Lapid grabó trescientas bodas en apenas tres años. Esos recuerdos son la base de From the Diary of a Wedding Photographer, genial ficción de cuarenta minutos en la que sigue profundizando en los estigmas más profundos de la sociedad israelí, además de componer una devastadora reflexión sobre el compromiso sentimental. El protagonista no solo se limita a grabar las bodas, sino que prepara vídeos con los novios antes del enlace. En ellos les pide que reinterpreten el momento en el que se conocieron, situándoles en una playa con un acueducto al fondo, un escenario idóneo para esas escenas recargadamente melosas. Lapid pregunta qué entendemos por romanticismo en nuestros días y evidentemente cuestiona la necesidad del matrimonio. Las dos parejas que aparecen en el film parecen haber consumido su vínculo emocional antes incluso de formalizarlo. La boda sirve como símbolo de un pueblo que, de tanto protegerse, acaba despertando un instinto autodestructivo. Todo surge de la necesidad de atarse a la tradición por pura inercia, intentar afianzar sobre el papel sentimientos que han desaparecido. Lapid vuelve a demostrar su capacidad para expresar las heridas de la sociedad israelí a través de la puesta en escena. Cada encuadre evidencia una tensión a punto de estallar. Incluso los planos más abiertos transmiten una opresión irresistible. Con el matrimonio, esa supuesta cima de la felicidad, los personajes acumulan otro grillete, otra imposición en la que realmente no creen, otra barrera para su libertad, otro motivo de furia. Lapid encuentra la definición más acertada con una frase antológica: “Una boda es como un funeral: en una se entierra a los vivos, en el otro se entierra a los muertos”. JAVIER H. ESTRADA

THE HANDMAIDEN (Park Chan-Wook). Sección oficial

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Basada en una novela británica de Sarah Waters (Fingersmith), cuya historia transcurre en 1862, la nueva realización de Park Chan-wook traslada el relato original a la Corea que vive, en los años treinta del siglo XX, bajo la colonización japonesa. El director de Old Boy y Lady Vengeance sitúa en ese marco una historia de máscaras y de mentiras, de estafadores y de literatura erótica, cuya doble vertiente (desplegada de forma explícita en dos partes bien diferenciadas de la narración, en cada una de las cuales se cuentan algunos hechos desde dos perspectivas distintas) encapsula una historia de amor lésbico que le da la vuelta por completo a las apariencias dramáticas de la primera parte del relato. Cineasta manierista donde los haya, Chan-wook recrea de forma suntuosa y sumamente estilizada cada uno de los recovecos de una historia cuya verdadera entidad dramática se desvela, finalmente, mucho más elemental de lo que puede parecer a primera vista. Filmados con objetivos anamórficos, los encuadres del film consiguen sacar un buen partido expresivo a un excelente trabajo de escenografía y envolver a los personajes en una cierta atmósfera inquietante. Sin embargo, y a pesar de sus innegables cualidades plásticas, la película encalla precisamente allí donde más necesitaba explotar: en la puesta en escena (excesivamente fría por esteticista y pulcra) de las escenas sexuales entre las dos mujeres protagonistas. CARLOS F. HEREDERO

En 2003, Park Chan-Wook se proclamó como un auténtico maestro de un cierto cine de género con derivas hacia el cine de autor donde la sofisticación escénica armonizaba con cierta habilidad con la crueldad. La fórmula del éxito fue una versión apócrifa de El conde de Montecristo de Alexandre Dumas titulado Old Boy. En los últimos años, la meteórica carrera del cineasta coreano ha dado una serie de rodeos sin encontrar el camino para llegar a definirse. En 2009 pasó por Cannes con una caótica película de vampiros (Thrist) y en 2013 pasó por Hollywood donde realizó Stoker, un ejercicio escénico brillante pero bastante estéril. Los admiradores del viejo Park Chan-Wook puede sentirse afortunados porque The Handmaiden representa un retorno a las esencias de su cine, acentuando sus virtudes y sus defectos. El film es el resultado de una trabajada construcción novelesca (como también lo fue Old Boy) dividida en tres capítulos que funcionan como una auténtica caja de sorpresas en la que la ruleta no cesa de girar y en la que nada es lo que realmente parece. El punto de partida es la historia de una cortesana millonaria que vive en la Corea de los años treinta durante el período de la colonización japonesa. Una joven sirvienta es contratada para trabajar en la casa de la mujer por un supuesto conde japonés. La doncella vive atrapada bajo las redes de un tío tiránico adicto a ciertas prácticas sadomasoquistas que concibe la mansión como una auténtica pasión. A partir de cuatro personajes centrales, Park Chan-Wook va a jugar a las cartas proponiendo cambios de relaciones, destapando numerosas mentiras y transformando la intriga en una auténtica lucha entre la heterosexualidad o la homosexualidad femenina. La estructura del guion funciona, pero en determinados momentos se hace evidente que al director le interesa rizar el rizo y apurar las situaciones más de lo necesario. Existe un deseo de hacer visible y exhibir la audacia en la escritura.  Como  en sus otras películas (incluso las más caóticas) la puesta en escena es brillante. En este caso quizás podemos ver que mientras el relato juega con el exceso, la puesta en escena es más contenida, como si quisiera construir un auténtico fresco oriental sobre las suntuosidades de la vida palaciega para derivarlo hacia una peculiar visión del relato más gótico.  En medio de su brillantez estilística surge el cineasta sádico, amigo de perturbar. En esta ocasión juega con la construcción de una serie de escenas sexuales pretendidamente escandalosas, mientras la violencia se concentra en algunos ejercicios de tortura y perversión. La película acaba funcionando, sus redes llegan a atrapar, pero también es cierto que al final lo que prevalece es la idea de que todo no es más que un gran artefacto de diseño oriental para alimentar ciertos gustos occidentales. ÀNGEL QUINTANA

EXIL (Rithy Pahn). Sesiones especiales

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El camboyano Rithy Panh vuelve a hundir su bisturí en la herida que más le duele: el genocidio perpetrado en su país por los Jemeres Rojos, la muerte de toda su familia, la devastación entera de su tierra y finalmente el exilio, desde el que esta vez enuncia este hermoso poema elegíaco en forma de ensayo fílmico. No estamos por tanto ante un  documental como S21, La máquina de matar de los Jemeres Rojos, ni ante una evocación con figuritas de arcilla, como era La imagen perdida, sino ante un ensayo lírico transido por el dolor de la pérdida irremediable y por la melancolía devastadora con la que el cineasta vuelve, una y otra vez, al gran agujero negro de su historia personal, que es también la de una de las tragedias más espantosas del siglo XX. Su nuevo film no cuenta esencialmente nada que Rithy Panh no nos haya contado ya antes, pero ahora lo hace con otro registro y desde otro lugar emocional. Su evocación toma aquí la forma de un texto elaborado a partir de sus propios recuerdos, pero finalmente redactado por el escritor Christophe Bataille, con el que las imágenes dialogan de forma intensa y dolorosa. La reflexión despliega valiosas y diríase que imprescindibles consideraciones sobre el peligro de los fundamentalismos y de las revoluciones impuestas a sangre y fuego, y los crímenes implícitos en la imposición de las utopías. Surge así una obra de corta duración (78 minutos), pero portadora de una verdad y de una intensidad que realmente traspasan la pantalla. CARLOS F. HEREDERO

Pocas filmografías de las últimas décadas son tan sólidas y coherentes como la de Rithy Panh. El director camboyano lleva dedicando la práctica totalidad de su obra al sufrimiento de su pueblo durante el régimen de los Jemeres Rojos, encontrando siempre nuevas formas para abordar la cuestión. Su nuevo trabajo, Exil, es un brillante ejercicio de reconstrucción de la memoria personal y colectiva. Panh consiguió salir del país en 1979. Por el camino muchos de sus compatriotas, incluidos varios de sus familiares, murieron por los castigos de las autoridades. En el film, un hombre permanece solo en una casa humilde, visualizando con recursos de imaginación inagotable el pasado de su nación. El director mezcla imágenes de archivo –en las que se muestra siempre al pueblo, nunca a los líderes de aquel momento– con la reinvención de un pasado enterrado bajo un manto de polvo y sangre. En esas reconstrucciones, Panh  alude a detalles aparentemente anecdóticos que forman parte de sus recuerdos íntimos, además de rememorar a sus familiares, optando a menudo por la fantasía. Exil es una mirada al pasado desde la libertad que otorga la fragilidad de la memoria. JAVIER H. ESTRADA

A la edad de quince años, el cineasta camboyano Rithy Pahn llegó al aeropuerto de Orly en París. A partir del momento en que se le permitió la entrada gracias a un visado especial, Rithy Pahn se convirtió en un exiliado. Su familia había desaparecido en las crueles matanzas perpetradas por el régimen Khmer Rojo de Pol Pot y su infancia había sido borrada por la presencia del horror. A partir del momento en que comenzó su carrera como cineasta, Rithy Pahn no ha hecho más que regresar a Camboya para contar al mundo lo que pasó cuando la utopía de la pureza revolucionaria se convirtió en horror. Este proceso lo ha llevado a interrogar testigos, a cruzarse con los verdugos e incluso a dedicar a Dutch (una de las figuras claves en la represión) una película entrevista para buscar si realmente existió lo que Hannah Arendt bautizó como la banalidad del mal. Después de filmar a los otros con La imagen perdida, Rithy Pahn empezó a contar su historia, a poner el yo en primer término. En primer lugar lo hizo para reconstruir su biografía y saldar todo posible olvido. Ahora en Exil no nos cuenta las vivencias exteriores de su infancia y su familia bajo el régimen de Pol Pot, sino que intenta llevar a cabo un retrato interior para intentar comprender la perversión de algunos conceptos como revolución o comunismo. El dispositivo que utiliza es simple. Una omnipresente voz de corte poético recita una serie de reflexiones personales que han sido transformadas en un gran texto literario por Christophe Bataille. Frente a la cámara nos encontramos con algunos bodegones que nos recuerdan los espacios del olvido, un actor representa (sin voz) al joven Rithy Pahn y nos muestra su proceso de supervivencia bajo el régimen, mientras una serie de imágenes de archivo puntúan aquello perdido, aquello que el cineasta no puede olvidar. A pesar de que no posee ni la intensidad ni la fuerza de sus películas anteriores, existe en Exil un claro deseo de exorcismo: es preciso sacar el demonio del pasado para poder sobrevivir el presente. El problema de Rithy Pahn como creador es que el demonio es el de ese infierno vivido en la tierra. Àngel Quintana

DIAMOND ISLAND (Davy Chou). Semana de la crítica

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Diamond Island es la película asiática perfecta. O la prototípica película asiática de nueva hornada. Nada desentona en este segundo largometraje de Davy Chou, una producción francesa disfrazada de película camboyana en la que no es nada difícil distinguir un escenario que remite a Jia Zhang-ke, los personajes, las motocicletas y los neones de ciertas películas de Tsai Ming-liang o Hou Hsiao-hsien, el ritmo narrativo y el gusto por la melancolía pop de Apichatpong Weerasethakul… En beneficio de Chou hay que decir que el cocktail funciona y está elaborado con sumo gusto, aunque todo ello sea a costa de eliminar aristas y prescindir de todo atisbo de originalidad. Diamond Island puede ser una película de una indudable belleza, pero esa belleza no es más que un mero espejismo. Jaime Pena

UCHENIK (Kirill Serebrennikov). Un certain regard

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En los últimos años es fácil encontrarse en los medios de comunicación con la idea de que, frente a una ciudad lanzada al nihilismo político, la religión se ha convertido en un refugio para jóvenes adolescentes que alimenta diversas formas de neofascismo. Kirill Serebrennikov (en estos momentos uno de los más prometedores directores rusos) nos cuenta en Uchenik qué puede pasar cuando un adolescente convierte la Biblia en su auténtica guía espiritual, y la doctrina bíblica en una forma de justificación de todo tipo de conducta. Veniamin, el protagonista, es un estudiante adolescente que a partir de los trabajos en su instituto con la Biblia empieza a cuestionar la sexualidad, los placeres juveniles, y critica todo gesto de tolerancia. En el instituto discute con  la profesora, de origen judío, sobre si se deben llevar a cabo cursos de educación sexual y si se debe enseñar la educación sexual. Kirill Serebrennikov inventa un curioso dispositivo consistente en construir todo el guion a partir de numerosas citas bíblicas que intentan servir de guía a las diversas conductas que Veniamin lleva a la práctica. Serebrennikov no propone únicamente una reflexión sobre el fundamentalismo religioso, sino que también intenta preguntarse qué puede pasar en una sociedad en la que después de haber vivido bajo un totalitarismo surgen nuevos dogmas. La película es potente pero en algunos momentos cae en los excesos visuales, sobre todo a partir de la composición límite a partir de la que está construido su personaje central. ÀNGEL QUINTANA

Uchenik (The Student o The Disciple, según las fuentes) es una película de tesis, por una vez en el mejor sentido de la palabra. La película de Kirill Serebrennikov adapta una obra teatral, Martyr, del dramaturgo alemán Marius von Mayenburg, trasladándola a un colegio ruso en el que una profesora se enfrenta a un alumno obsesionado con sus lecturas de la Biblia. El enfrentamiento dialéctico se sustenta en citas constantes del libro sagrado que el alumno interpreta de forma literal, imponiendo su visión ultraconservadora de la sociedad. Por supuesto, los diálogos no ocultan estas fuentes, hasta el punto de que aparecen sobreimpresas en pantalla; Serebrennikov tampoco teme evidenciar su concepción teatral, ese duelo entre actores que nos podemos imaginar perfectamente sobre un escenario, pero la energía de  su puesta en escena impone un ritmo tan vertiginoso como enfático, un ritmo que solo puede entenderse como un puro y premeditado crescendo, no como un desarrollo lógico y progresivo de la psicología de los personajes. Uchenik es una película que nos alerta sobre el auge del fundamentalismo, sobre cómo se llega a incubar el huevo de la serpiente. Quizás la lectura que propone es un tanto simplista (la película de tesis que decía), pero el discurso de Uchenik puede resultar  mucho más sugerente si ese fundamentalismo religioso lo trasladamos al mundo de la cinefilia. Jaime Pena

MA LOUTE (Bruno Dumont). Sección oficial

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Tras su experiencia con El pequeño Quinquin, Bruno Dumont vuelve al territorio de la comedia para facturar una versión lunática y grotesca de la conflictiva convivencia entre las altas clases dirigentes y el pueblo llano en las costas de Nord-Pas de Calais, allá por el año 1910. El comienzo no puede ser más prometedor: los rostros primitivos (casi pasolinianos) de los pobladores que recogen mejillones en medio de un paisaje al que la cámara de Dumont otorga una presencia física impresionante, una cómica y harto improbable pareja de policías que parece sacada directamente de un cómic de Tintín, una lujosa mansión burguesa con forma de templo egipcio, una humilde familia caníbal que devora con delectación los miembros sanguinolentos de cuantas personas hacen ‘desaparecer’ por los alrededores… De sorpresa en sorpresa por la mezcla de elementos tan disparatados y por la virtuosa forma de integrarlos dentro de un registro visual plenamente reconocible como suyo, Bruno Dumont empieza tirar del hilo y…, a medio camino casi lo pierde. Sucede que la película no consigue mantener una tonalidad propia, por lo que dentro de cada ámbito la dispersión se instala para desconcierto generalizado. Así puede suceder que una de las mejores actrices del mundo (Juliette Binoche) haga una de las peores interpretaciones que se recuerdan en la historia reciente del cine (completamente pasada de vueltas en su registro grotesco), que los policías no terminen de encontrar su sitio, ni siquiera cuando más divertidas son sus apariciones, que el canibalismo acabe por no jugar apenas papel alguno, que las relaciones entre los distintos miembros de la familia rica apenas sirvan para otra cosa que para insinuar sus oscuras relaciones incestuosas, y así con todo. La película resulta extremadamente desigual y Bruno Dumont no consigue controlar sus materiales, por lo que se dispersa sin cesar a medida que avanza y termina por resultar bastante decepcionante. CARLOS F. HEREDERO

En La bestia humana de Emile Zola vemos cómo Rubaud, el personaje principal, tiene una extraña tara congénita que lo lleva a inclinarse de forma inconsciente hacia la maldad y hacia el crimen. Rubaud forma parte de la familia de los Rougeon Macquart, para los que la herencia familiar pesa como un castigo, como algo que los lleva a la maldad. Zola definió esta tara con el concepto de la fêlure, y años después el filósofo Gilles Deleuze habló de ella como aquello imperceptible que transforma la conciencia y que en un momento determinado puede hacer visible lo más oscuro de la naturaleza humana. No existe ninguna película más alejada del naturalismo que Ma Loute de Bruno Dumont. Como en El pequeño Quinquin, domina el burlesco, las salidas de tono y sobre todo las caricaturas, en el sentido en que las concibió Daumier en el París fin de siglo. Es decir, la caricatura entendida como un ejercicio irónico de externalización de lo interior mediante la acentuación grotesca de lo físico. Ma Loute sigue esta línea pero desemboca en una potente reflexión en torno a la fêlure. ¿Cuál es la tara que impide que la inocencia pueda manifestarse? Como en El pequeño Quinquin o en Hors Satan, Dumont llega a la conclusión de que la inocencia no puede existir porque está contaminada por lo satánico, algo extraño está en el interior del ser humano que lo lanza a la maldad. Aunque la idea de redención consista en un auténtico desiderátum, no existe salvación posible porque Satán habita en el corazón de la humanidad.

Ma Loute articula esta reflexión a partir del humor salvaje y del burlesco más excéntrico. Estamos en 1910, faltan cuatro años para que estalle la Primera Guerra Mundial. En un lugar con dunas pantanosas situado en la costa del norte de Francia, los pescadores sobreviven buscando mejillones y malviven en granjas pobres. Son seres primitivos que parecen salidos de alguno de los trabajos que Jean Epstein rodó en Bretaña. Junto a estos personajes aparece una familia burguesa, los Van Pethegem, procedentes de la gran ciudad (Lille, en este caso), que van a pasar unos días en su finca de verano. Elogian la vida primitiva, están contentos porque la enredadera de la mansión ha crecido y procuran observar a los otros, como seres colonizados. La apariencia de la familia Van Pethegem es la de unos seres de opereta, como espectros surgidos de La Vie parisienne de Offenbach. En medio de estos personajes aparece el policía Manchin y su ayudante Malfoy. Están investigando una serie de misteriosas desapariciones de gente perteneciente a la vieja aristocracia. Ellos se pasean por los lugares del crimen pero son incapaces de ver nada, su única función es la de traicionar la investigación. Dumont muestra un hipotético amor inocente entre una chica burguesa surgida de una relación incestuosa y el joven Ma Loute, hijo de la familia de pescadores. El amor quiere triunfar pero no solo lo impiden las circunstancias sociales, sino también la herencia, la fatalidad y sobretodo la fêlure. Mientras los burgueses no son más que el reflejo de un mundo hipócrita que invoca a la virgen mientras perpetúa las relaciones pederastas y el incesto, los pescadores son unos seres atroces condenados a vivir en la oscuridad y a practicar el canibalismo más extremo. Bruno Dumont acentúa el trabajo de oposición a partir de un excelente juego interpretativo basado en la destrucción de los arquetipos de los actores profesionales para conducirlos al exceso y el contraste con la brutalidad de los no actores que fuerzan lo grotesco como antídoto ante toda representación. Ma Loute avanza como una fábula llena de humor que va de lo terrenal hacia lo celeste. En la primera parte, el gordo policía Manchin cae como si fuera una auténtica pelota, en la segunda vuela como si fuera un globo de feria. Entre el cielo y la tierra está el mar, ese lugar que es preciso atravesar, que los viejos marineros han convertido en su refugio y que preservan de toda ocupación. En el horizonte está el fin de un mundo. Una vieja aristocracia tentada por el capitalismo que reza y mantiene sus rituales sin darse cuenta de que la Primera Guerra Mundial lo barrerá todo y que la Belle Époque no fue más que un juego de apariencias. ÀNGEL QUINTANA

FAI BEI SOGNI (Marco Bellocchio). Quincena de los realizadores

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Con el pretexto de indagar en el trauma que arrastra durante toda su vida un periodista por la pérdida de su madre cuando era tan solo un niño, el italiano Marco Bellocchio despliega en este nuevo trabajo suyo (reciente todavía Sangue de mio sangue, que sigue sin estrenarse en España) una amplia galería de recursos y de metáforas psicoanalíticas que se hacen demasiado evidentes y que tampoco contribuyen a enriquecer el discurso de su film. Adaptación de un bestseller italiano (la novela autobiográfica de Massimo Gramellini, con la que este periodista exorcizaba su propio drama personal), la película acusa y padece la ostentosa irregularidad del estilo del cineasta, capaz de proponer intermitentes soluciones brillantes junto a otras de sonrojante elementalidad. La historia promete adentrarse en territorios más fértiles cuando se centra en la potencial relación amorosa que emprende el protagonista con el personaje de Bérénice Bejo, pero Bellocchio tampoco parece creer demasiado en tal posibilidad y filma esas escenas con notoria desgana. No es una mala película, pero tampoco va a contar entre los mejores logros del autor de I pugni in tasca. CARLOS F. HEREDERO

I, DANIEL BLAKE (Ken Loach). Sección oficial

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Un nuevo guion de Paul Laverty filmado por Ken Loach (un cineasta mimado por Cannes, que ganó la Palma de Oro con El viento que agita la cebada en 2006) pone el dedo en una doliente llaga de la que, ciertamente, no se habla lo suficiente: la descarnada insensibilidad burocrática de los servicios sociales privatizados por los últimos gobiernos británicos y sus deshumanizadoras consecuencias sobre los más débiles. El protagonista de su historia es un hombre ya maduro que ha sufrido un ataque al corazón y que, mientras permanece de baja, no puede acceder al subsidio al que tendría derecho por la impermeable barrera que interpone una gestión aséptica y burocrática de los trámites necesarios. Nadie discute la necesidad de la denuncia, y tampoco la coherencia moral de unos cineastas comprometidos con el sufrimiento de quienes padecen unos mecanismos que no hacen sino ahondar en la desigualdad y en la miseria de los derrotados y de los marginados por un sistema depredador al que parecen plegarse dócilmente tantos y tantos gobiernos europeos, empezando por el británico y siguiendo por el español, sin ir más lejos. Pero los métodos de Loach y Laverty no se caracterizan precisamente ni por su sutileza ni por su rigor. La película amontona desgracias sin modulación y sin medida (la joven madre que padece una situación parecida a la del protagonista, ha sido abandonada dos veces y tiene que prostituirse para dar de comer a sus hijos; Daniel Blake tuvo que cuidar antes a una esposa demente), sus imágenes se hacen tan planas como previsibles y el relato desemboca sin pudor alguno en un alegato que no hace sino remachar (por si algún espectador despistado aún no se había dado cuenta) todas las injusticias de las que ha sido víctima el personaje. Un final que es una especie de epílogo y que resulta perfectamente prescindible. CARLOS F. HEREDERO

De vez en cuando, algunos directores llevan a cabo pactos con el diablo. Milos Forman, Nagisa Oshima o Carlos Saura pactaron con Jean Claude Carrière para que les escribiera guiones y acabaron perdidos en el academicismo más estéril. Ken Loach, reputado creador de la docuficción británica, pactó con Paul Laverty y de repente su cine se llenó de personajes que extorsionaban, chicas con destino oscuro, parados adictos al alcohol o jóvenes atrapados en reformatorios. Loach quiso proseguir con su disección de la sociedad británica, quiso retratar sus estratos sociales y la fragilidad del estado frente a una ciudadanía cada vez más indefensa. El problema es que sus películas progresivamente se convirtieron en más dramáticas, más pendientes de los efectos de guion y más maniqueístas. I, Daniel Blake surge como una hipotética película de regalo después de la anunciada jubilación de Loach con la insípida Jimmy’s Hall. A priori, deberíamos pensar que estamos ante una película testamentaria o un manifiesto del propio Loach en el que resume lo mejor de su cine. Pero, I Daniel Blake o es ni una cosa ni otra, no es más que el resultado de ese pacto mefistofélico que todo lo banaliza y todo acaba perdido en la propia mecánica de un guion pensado para atrapar al espectador de cualquier forma. I, Daniel Blake, más que un testamento, podría ser una versión británica de Umberto D de Vittorio De Sica: Un hombre que ha vivido una vida digna llega a la vejez viudo y sin seguro de desempleo. De Sica retrató a ese personaje en el contexto de la posguerra y Loach lo retrata en una Gran Bretaña marcada por la inseguridad social, el exceso de burocratización instrumental, la marginación de la tercera edad frente a las nuevas tecnologías y la amenaza del estado frente a la pobreza. Sobre el papel, alrededor de Daniel Blake podríamos encontrar muchos elementos para que la cosa funcionara, pero en realidad no funciona. Y si la película fracasa estrepitosamente no es por el actor Dave Johns (que compone una contenida interpretación) sino por un guion que no duda en cargar las tintas, crear historias innecesarias y precipitar a los personajes hacia el melodrama más sentimental y más manipulador. Daniel Blake es una víctima del castillo kafkiano que rige el mundo actual, pero en su camino se cruza con Rachel, madre soltera de dos hijos que vive en la pobreza y bajo la amenaza del desahucio. El personaje de Rachel le permite ir subrayando los elementos más sentimentales, agudizar la caída en lo más oscuro y convertir el personaje de Daniel Blake en un hipotético héroe de la razón ciudadana frente al poder del Estado. A medida que la película avanza, todo se precipita, los personajes viven en la más oscura de las depresiones y todo avanza hacia un final que nos ha sido anunciado desde el primer momento. Eso sí, Loach deja para los instantes finales un discurso tierno, sentimental, para que el espectador pueda sacar los pañuelos del bolsillo y llorar ante las trampas que la propia película ha tendido. ÀNGEL QUINTANA

CLASH (Mohamed Diab). Un certain regard

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Estamos en un caluroso día de verano del año 2013 en El Cairo. El presidente Morsi, de los Hermanos Musulmanes, ha sido destituido y las manifestaciones estallan por la ciudad, llevando al país al borde de una guerra civil. Los Hermanos Musulmanes quieren la liberación de su presidente y una parte de la población está con el ejército, que persigue un futuro político más abierto. La policía ataca a los manifestantes. Mohamed Diab parte de este contexto documental para crear una ficción y diseñar un ingenioso dispositivo. Diab sitúa la cámara en el interior de un furgón policial al que van a parar diferentes personajes que quieren ser un reflejo de la sociedad de El Cairo. En el interior los personajes discuten, muestran sus diferencias, ocultan sus actuaciones e intentan sobrevivir ante un destino incierto. En el exterior estalla la furia, la revolución. Los manifestantes lanzan piedras a los policías, estos responden con balas de goma, algún francotirador dispara contra el furgón y en el interior los prisioneros sobreviven como pueden mientras expresan sus contradicciones humanas y políticas. Diab filma el espacio claustrofóbico con intensidad e intenta construir una imagen impactante de un mundo alterado. La película funciona muy bien cuando la cámara muestra lo que pasa en el mundo exterior, cuando el dispositivo sirve de excusa para mostrar y no mostrar. En cambio, Clash muestra sus debilidades cuando quiere definir el microcosmos interior. Los personajes acaban siendo arquetípicos y alguna cosa falla en la construcción/exhibición de la escritura de guion. Resulta curioso comparar el interior de Clash con el interior de Sieranevada de Cristi Puiu, vista el día anterior. Mientras Puiu sabe convertir la familia en reflejo del presente y pasado de su país, Diab no acaba de saber cómo encajar sus piezas. En cambio sí que muestra una gran maestría en el modo en que captura la fuerza del mundo exterior, la violencia y la furia de un tiempo de revuelta. ÀNGEL QUINTANA

Si el rumano Cristi Puiu nos había encerrado en el angosto espacio de un pequeño piso del que prácticamente no sale la cámara, ahora el egipcio Mohamed Diab nos encierra por completo (durante los 97 minutos que dura su film) dentro de un furgón policial atestado de prisioneros. Son los días de los sangrientos enfrentamientos entre el ejército y sus partidarios, por un lado, y los Hermanos Musulmanes y sus defensores, por otro, tras el golpe de estado perpetrado por el ejército para derrocar al presidente Morsi, aupado por unas elecciones tras el derrocamiento del régimen presidencialista anterior. En el furgón se amontonan, conviven, se pelean y se desesperan partidarios de unos y de otros, forzados por los brutales métodos de la policía a convivir dentro de un espacio ciertamente claustrofóbico que, además, se ve envuelto en múltiples situaciones de peligro y en arriesgados tumultos callejeros. El parti pris narrativo y espacial de la película desvela enseguida la vocación metafórica de la propuesta. El furgón se convierte así en un microcosmos que se quiere representativo de una sociedad atrapada por el fanatismo de unos y por la brutalidad de otros, por el caos que genera un enfrentamiento visceral y violento del que, como siempre, las primeras víctimas son los más débiles, los que se han visto arrastrados a manifestarse a favor de un bando o del otro porque los acontecimientos los arrollan o porque su propia circunstancia vital los ha colocado inopinadamente aquel día en el lugar y en el momento equivocados. El cineasta resuelve el desafío con eficacia y consigue dejar al descubierto las diferentes, múltiples y contradictorias líneas que atraviesan a esa sociedad que se desangra mientras la lucha por el poder manipula en las calles a una población indefensa. Un meritorio desafío que acaba por alumbrar una película más que estimable. CARLOS F. HEREDERO

En su debut, El Cairo 678, Mohamed Diab empleaba un autobús como espacio para denunciar la indefensión de las mujeres egipcias ante los acosos sexuales. Si aquella obra adelantaba el hartazgo social que derivaría, poco después, en la revolución que desencadenaría el fin de la era Mubarak, Clash muestra las decepciones que surgieron tras la llegada de la democracia. La acción se sitúa en 2013, poco después del golpe de estado de los militares contra el gobierno de Mursi. Las protestas de los Hermanos Musulmanes se saldan con detenciones continuas, la mayoría de ellas indiscriminadas. Una veintena de personas de diversas edades, credos y estratos sociales son retenidas en un furgón policial. Clash muestra el viaje a ninguna parte de ese vehículo penitenciario, símbolo de la represión de un ejército politizado hasta el extremo, durante una larga jornada. El gran acierto de Diab consiste en componer un fresco social sin salir de ese minúsculo escenario en el que los detenidos permanecen hacinados. Además de la claustrofobia evidente –símbolo del clima moral y político del país–, el director expone las hondas escisiones de la sociedad egipcia. Partidarios de los Hermanos Musulmanes enfrentados a los defensores de la armada, musulmanes y cristianos, tradicionalistas y reformistas. Aunque algunos pasajes caen en la caracterización y el esquematismo en la construcción de los personajes, Clash es un vibrante ejercicio de puesta en escena y una sugestiva aproximación a un pueblo que, sin darse margen para la consolidación de la democracia, volvió a caer en manos de los opresores de antaño. Finalmente resalta una visión melancólica del pasado más inmediato: ¿dónde quedaron las esperanzas y los ideales de esa revolución fallida? JAVIER H. ESTRADA

PERSONAL AFFAIRS (Maha Haj). Un certain regard

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Escrita y dirigida por una cineasta de origen palestino pero nacida en Israel, que filma con esta producción israelí su debut en la dirección (había sido antes decoradora de Elia Suleiman), esta pequeña ópera prima consigue retratar las vidas más o menos anodinas de los integrantes de una familia dispersa en diferentes enclaves (los padres en Nazareth, un hijo en Ramallah y otro en Suecia) cuando unos y otros deben enfrentarse a distintas coyunturas personales que pueden convulsionar o condicionar sus vidas respectivas en medio de aquella conflictiva encrucijada geográfica y política. Película de matices y de registro esencialmente íntimo, sus imágenes consiguen atrapar al vuelo y con especial sensibilidad los pliegues más reveladores de cada uno de sus personajes, filmados por una realizadora que sin duda posee una mirada propia y que es capaz de inyectar un silencioso y nada aparente sentido del humor bajo la apariencia impasible de algunas situaciones y bajo la interpretación minimalista de los actores. El relato se centra en la individualidad y en los anhelos personales de sus personajes, pero no elude afrontar las situaciones más duras y conflictivas cuando toca hacerlo (la violencia de los soldados israelís en el check point). El resultado es una pequeña y sensible conquista que nos anima a seguir de cerca la trayectoria posterior de esta nueva realizadora. CARLOS F. HEREDERO

RESTER VERTICAL (Alain Guiraudie). Sección oficial

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El hedonismo dionisíaco que respiraban las imágenes de El rey de la evasión y de El desconocido del lago, que le ha valido a Alain Guiraudie un lugar en el escaparate principal de Cannes y también en el corazoncito de muchos críticos, se difumina considerablemente dentro de su nueva propuesta, donde a pesar de encontrarnos con todos sus temas más reconocibles, lo que impera es básicamente el capricho y la arbitrariedad. La historia le sigue la pista a un director de cine que se queda a vivir con una pastora, tiene un hijo con ella, sodomiza a un anciano para ayudarle a morir y finalmente acaba rodeado por los lobos que se comen a las ovejas. Esta descripción del argumento puede parecer sarcástica, pero el problema es que responde, casi punto por punto, a los hechos que se cuentan en este film caprichoso donde los haya, donde las motivaciones de los personajes permanecen siempre oscuras o deliberadamente envueltas en un misterio que no aporta nada a unas imágenes esencialmente planas, sin capacidad de resonancia, sin espesor y sin trastienda. Una notable decepción por mucho que se quiera filosofar sobre los avatares del deseo en medio de la naturaleza: dos temas que están aquí como mero decorado, pero no realmente encarnados ni en la dramaturgia, ni en el estilo, ni en la puesta en escena. CARLOS F. HEREDERO

Alain Guiraudie es un cineasta de la naturaleza, el deseo y el sur. Podríamos considerarlo, en más de un sentido, un cineasta de corte renoiriano que cree en el poder de lo natural como camino para rencontrar la sexualidad, romper con los tabúes y abrazar el sentido hedonista de la vida. El desconocido del lago fue considerada como una auténtica pieza clave en la que el deseo homosexual en torno a un misterioso lago se bañaba de una serie de historias de soledad detrás de las cuales emergía algo de siniestro. Rester vertical es una película discretamente diferente de la precedente, parece cruzarse con alguna cosa de sus primeras películas, desde el mediometraje Du soleil pour les gueux (2001) hasta Le Roi de l’évasion (2009), desplazando el humor hacia el territorio de la fábula. Desde los primeros momentos estamos en el territorio del cuento o de la metaficción de corte casi pasoliniano. Un hipotético cineasta encuentra a un joven y le señala que su rostro sería muy bello si fuera filmado. Después este joven se convierte en el caballero de la historia que seduce a la pastora ante la mirada del ogro -el padre- que no cesa de vigilar su rebaño ante la amenaza de los lobos. También está el viejo del bosque que está cansado de la vida y desea morir mientras escucha música de Pink Floyd. A partir de cinco personajes centrales y un niño que nace a media película, Guiraudie nos muestra un paisaje meridional en el que se impone el deseo, pero también la cuestión de la soledad y de la responsabilidad. Estamos en un mundo en el que algo se está acabando. En el que el viejo que quiere morir intuye que estamos ante el fin de algo, en el que el deseo hetero y homosexual fluye con absoluta normalidad, pero en el que el futuro -representado por el bebé que es preciso cuidar- no parece demasiado claro. Guiraudie construye una fábula ambiciosa, con momentos desconcertantes y absolutamente brillantes, como una peculiar escena de sexo anal convertida en la frontera entre el deseo y la muerte, pero también lleva su reflexión hacia un determinado sentido político. El mundo rural está amenazado por los lobos que quieren eliminar y destruir la inocencia, la sensualidad, la vida salvaje y noble. Ante la amenaza de los lobos solo queda una solución continuar permaneciendo rígidos. Rester vertical. ÀNGEL QUINTANA

MONEY MONSTER (Jodie Foster). Fuera de competición

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En una cadena de la televisión americana, Lee Gates (George Clooney) construye falsos sueños y quimeras entorno a las apuestas bursátiles. Anima a sus espectadores a invertir, a apostar en la ruleta de las finanzas. No importan los escrúpulos, lo único que cuenta es el espectáculo. Money Monster de Jodie Foster explica lo que puede ocurrir cuando un joven entra con una pistola en un estudio de televisión, irrumpe en el directo con un chaleco cargado de bombas y transforma el juego bursátil en una ruleta situada entre la vida y la muerte. Los elementos con los que aparentemente juega Jodie Foster tienen interés. Por un lado estamos con la resaca de la crisis económica y el programa de Lee Gates puede ser visto como la sublimación de un mundo marcado por el exceso que originó la crisis del sistema. Por otra parte, vemos como la televisión no es más que una especie de correa de transmisión de las enfermedades de la sociedad, en la que el espectáculo no hace más que alimentar los deseos más bajos de los espectadores. En medio de este debate surge una cuestión fundamental que tiene que ver con la posibilidad de preguntarse dónde está el auténtico culpable de la situación y cómo podemos llegar a ponerle rostro. En una película convencional, podemos ver como a priori el culpable no es otro que el que infringe la ley ante las cámaras, el que secuestra al presentador y amenaza con volar el estudio. Pero si tenemos en cuenta que Jodie Foster quiere realizar una película de tesis, veremos que quizás el auténtico culpable no sea ese joven que perdió su dinero creyéndose las apuestas del programa televisivo y que atacó el plató para protestar contra la injusticia.  Quizás el auténtico culpable no sea otro que el sistema. Sin embargo, Jodie Foster no se atreve a culpabilizar ni a Wall Street, ni a la televisión, ni a cierta forma de entender la política americana. Siguiendo los dictámenes de toda resolución claramente maniqueísta, Jodie Foster busca otro culpable y encuentra un ser corrupto. El culpable individual crea una respuesta a la pregunta y Money Monster deja de carecer de ningún tipo de misterio. En su último trabajo ensayístico, Javier Cercas habla de la existencia de un punto ciego en las grandes obras que acaba mostrando la complejidad de la vida, que acaba certificando que en la gran literatura nunca puede haber soluciones sino únicamente preguntas. En Money Monster no existe este punto ciego. Todo es marcadamente evidente, incluso el juego con la metaficción televisiva aparece descafeinado y no va más allá de la espectacularidad más convencional, del deseo de crear un suspense a partir de las leyes más bajas del género. ÀNGEL QUINTANA

VICTORIA (Justine Triet). Semana de la Crítica

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El regreso de Justine Triet, gran revelación de Cannes 2013 con su debut La batalla de Solferino, se perfila como una de las grandes obras de esta edición. En Victoria, el protagonismo recae de nuevo en una madre divorciada, sobrepasada por la combinación inabordable de un trabajo exigente y una situación emocional confusa. Superada la treintena, Victoria es demasiado joven para estancarse pero demasiado mayor para no empezar a sufrir el declive de sus energías. Triet sitúa a su protagonista ante las incógnitas de la primera madurez: el descenso de la libido, el miedo a la soledad mezclada con el rechazo al compromiso, el difícil equilibrio de la maternidad y la independencia. Encontramos un esquema similar al representado en La batalla de Solferino (hijos pequeños, un ex marido convertido en enemigo, estrés laboral, las dudas ante un nuevo amor), pero en esta ocasión la directora ha emprendido un paso más ambicioso, componiendo un excelente estudio de personaje, observando sus dudas y contradicciones con una profundidad y una franqueza poco frecuentes. Se trata al mismo tiempo de una obra formalmente más sólida y consciente, narrada con pulso imparable. Su estructura y, sobre todo, su desenlace abrazan los rasgos más característicos de la comedia clásica, aproximándose con éxito al screwball. Triet plantea cuestiones esenciales como el bloqueo emocional por el ritmo de vida actual, la necesidad de la subversión de los roles tradicionales y las dificultades para plasmar esos cambios. Poderoso retrato de una mujer desconcertada y cautivadora, Victoria se asoma desde una perspectiva clarividente a las encrucijadas de la feminidad contemporánea. JAVIER H. ESTRADA

Hace dos años, el festival de Cannes descartó la selección en sus secciones paralelas de La batalla de Solferino, una brillante película que mezclaba ficción y documental en torno a una jornada electoral. No obstante, la proyección de la película en la periferia del festival no tardó en convertirla en una obra revelación. Este año, la Semana de la Crítica ha decidido arreglar el entuerto ofreciendo a su directora Justine  Triet la posibilidad de inaugurar ese certamen con Victoria, una comedia romántica sobre la mujer actual. En más de un momento parece como si la cinta fuera una puesta al día de algunos aspectos de La costilla de Adán de George Cukor. La protagonista es una abogada que tiene un litigio con su exmarido, un escritor engreído, mientras está metida en la defensa de un amigo suyo que ha sido acusado por su mujer de tentativa de asesinato en el transcurso de una boda. Aunque es evidente que Victoria (personaje interpretado con inspiración por Virginie Efira) no es Katherine Hepburn, sí que hereda de la comedia romántica esa idea de convertir la descripción de un personaje femenino en reflejo de la situación de la mujer en el panorama social y laboral. También hereda el gusto por el drama judicial llevándolo hacia una cierta dialéctica del absurdo al convertir un perro y a un mono en posibles testigos. Victoria es una mujer en crisis amorosa permanente, que cae en la depresión, que es perseguida profesionalmente e incluso castigada con seis meses de suspensión del ejercicio de la abogacía. Ella lucha para salir de la selva y acabar encontrando algo de luz. Victoria busca una relación estable con un joven drogadicto e intenta triunfar en la defensa del juicio. El resultado no es una gran película, sino una comedia amable que sabe jugar con los cambios de tono, con una cierta ligereza de registro, mientras establece una sátira poco convencional de las contradicciones de la vida sexual en nuestro presente. Justine Triet no sorprende como en La batalla de Solferino, pero lucha por encontrar su pulso como una cineasta a tener en cuenta. ÀNGEL QUINTANA

SIERANEVADA (Cristi Puiu). Sección oficial

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El contraste entre la película inaugural de Cannes 2016 y la primera obra presentada a competición no podría ser más acusado. El festival abrió sus puertas con Café Society, comedia romántica en la que Woody Allen sigue la línea clásica y ligera que ha marcado su última etapa. Más allá de su fluidez narrativa, de la solidez de la producción y de algunas frases ingeniosas (“Vive cada día como si fuera el último, y al final tendrás razón”, o “La vida es una comedia escrita por un sádico”), se trata de otro trabajo menor, insípido y por momentos rutinario, en la trayectoria de Allen. En las antípodas se sitúa Sieranevada, nueva película del rumano Cristi Puiu, una meticulosa y extremadamente audaz disección de la cotidianeidad. El film se abre con un largo plano secuencia en la calle. Observamos figuras en continuo movimiento, todas ellas envueltas en una tensión desmedida pese a que en realidad nada grave está sucediendo. Una pareja discute en su coche sobre banalidades: el vestido de su hija para una representación teatral, el destino de sus vacaciones. Tras llegar a la casa de la madre del marido, la película se encierra en ese interior. Puiu convierte ese espacio en un microcosmos de la clase media rumana, reflexionando sobre la herencia dejada por Ceaucescu, el papel de la religión, y sobre el individualismo desenfrenado de su sociedad. La familia retratada en la película se ha reunido para conmemorar el aniversario del fallecimiento del patriarca. Esa figura ausente tiene un rol primordial en el film, no solo por provocar la reunión de los personajes, sino porque las sombras de su vida siguen proyectándose en los otros tras su muerte.

Puiu indica que el concepto de comunidad –ejemplificado en el núcleo familiar– se ha fracturado irremediablemente. Cada uno de sus miembros expone con un dramatismo que roza la histeria sus obsesiones insignificantes. Mediante un magistral juego de puertas que se abren y se cierran, el director evidencia la imposibilidad de la conciliación,  la extrema soledad de todos ellos. Esas viñetas de tono mordaz abarcan un amplio abanico de figuras: la madre que se ata con terquedad a un rito ortodoxo, la joven que altera la ceremonia al llevar a la casa a una amiga borracha, la anciana que descubre la infidelidad de su marido, un joven obsesionado con las teorías conspiranoicas del 11-S, y uno de los hijos: protagonista de la cinta no tanto por sus acciones sino por servir de ojo situado en el corazón de ese circo cotidiano. Como de costumbre en Puiu, la acción se concentra en un solo día, aunque en esta ocasión la reducción de los espacios genera un clima de claustrofobia todavía más poderoso que en sus películas anteriores. Sieranevada se encuentra a medio camino entre La muerte del señor Lazarescu (2005) y Trois excersises d’interpretation (2012), excelente obra sustentada en el trabajo con los actores que pasó injustamente desapercibida. El peso recae de nuevo en el poder de la palabra, tanto para reflejar las nimiedades que condenan a los personajes como muy puntualmente para liberar sus sentimientos profundos. Pese a construirse como una opresiva pieza de cámara, la película evita la teatralidad.  La lente de Puiu sigue inquieta, con planos largos, los movimientos de esa familia envuelta en la tirantez y la desazón de su propio vacío. Sieranevada expone implacablemente y con una comicidad afilada esa sociedad para la que las creencias y las ideologías del pasado han muerto definitivamente. Al no haber encontrado reemplazo espiritual ni filosófico, su único destino es el caos. JAVIER H. ESTRADA

Con un título que invita deliberadamente a corregirlo separando las dos palabras y añadiendo una ‘r’ más a la primera, porque –­nos dice Cristi Puiu–­ “nuestro cerebro tiene tal necesidad de sentido que construye sentido incluso donde no lo hay”, el nuevo largometraje del director de La muerte del señor Lazarescu y Aurora propone esta vez una resonante metáfora sobre la memoria que se borra, pero que nunca deja de resucitar, sobre el presente borroso que se difumina casi a diario, sobre las mentiras de la Historia oficial y sobre las mentiras del presente, sobre los huecos y sobre los vacíos que abren un abismo de sin sentido bajo la precaria existencia cotidiana en la Rumania contemporánea. Sieranevada, por tanto, no tiene nada que ver con la sierra granadina, sino con un país reconcentrado por el cineasta entre las pocas paredes y las angostas habitaciones de un humilde piso de clase media, en el que se dan cita los diferentes integrantes de una familia para el rito de conmemorar la muerte del padre. El procedimiento y el punto de partida han sido utilizados ya en multitud de ocasiones, pero Cristi Puiu desborda muy pronto las convenciones habituales y los límites del costumbrismo para desplegar un ingente trabajo de puesta en escena sustentado en el juego con las puertas que se abren y se cierran, que desvelan y ocultan a la vez el sentido de lo que sucede, sobre prolongados planos-secuencia mantenidos con un pulso ejemplar y sobre una cámara que, asumiendo metafóricamente la mirada del difunto (como si este se pasease sin cesar entre los miembros de sus familia, de habitación en habitación), no deja nunca de escrutar y diseccionar el comportamiento de todos los personajes allí congregados.  Será necesario volver con más calma a las entrañas de una obra quizás demasiado larga (173 minutos), pero llena de sugerencias y con mucha tela para cortar a poco que se la mire y se la analice con un mínimo de atención. CARLOS F. HEREDERO

En 2005, en el momento de consagración del nuevo cine rumano, surgió en Cannes una película titulada La muerte de Dante Lazarescu, dirigida por Cristi Puiu. En ella el director partía de una situación absurda: la enfermedad de un viejo y la no llegada de la ambulancia para construir desde el absurdo el retrato de un microcosmos. La muerte de Dante Lazarascu se convirtió en una obra mítica, quizás en la película que abrió las puertas a todo el nuevo cine rumano, a ese cine que en su lejano horizonte solo tenía un nombre, Lucien Pintillié. Sieranevada -un título enigmático que hace referencia a cierto sentido de la aventura según su director- es la crónica de otro microcosmos reducido a la dinámica del absurdo. Un médico va a visitar a su madre para asistir a la  conmemoración de la muerte de su padre. En un pequeño apartamento se reúne toda una familia para llevar a cabo un ritual que nunca podrá efectuarse según sus normas y se encontrará sujeto a todo tipo de alteraciones. Para Puiu, lo importante no es mostrar un microcosmos concreto sino utilizar un mundo para llevar a cabo una reflexión sobre Rumanía, para mostrar coómo es su país en este momento. El ejercicio también parte de una cierta dinámica del absurdo. Toda la familia debe comer pero nunca llegan a comer, la cena nunca puede empezar. En algunos momentos parece como si estuvieran esperando a Godot, en otros como si no pudieran salir de la situación de opresión, como los protagonistas de El ángel exterminador. En medio de los rituales y mientras la cena se está calentando surge el tiempo de la espera. Primero esperan la llegada de los sacerdotes ortodoxos, después la del hijo pródigo que la familia maldice. En ese tiempo de la espera surgen las psicosis, las paranoias  y los problemas internos de una familia que muestra sus enfermedades congénitas y la imposibilidad de conseguir ningún equilibrio. Como Rumanía, la familia está en crisis, mientras que los comensales hablan sobre los atentados de Charlie Hebdo -la acción transcurre cuatro días después de los mismos- o de diversas teorías de la conspiración en torno al 11-S. Incluso en una ocasión la radio habla de Mariano Rajoy, como un eco fantasmagórico y lejano. Es cierto que en algunos momentos la propuesta desconcierta, que Cristi Puiu no encuentra el equilibrio y que la película adquiere más fuerza en su parte final. De todos modos, Sieranevada es también el resultado de un notable reto técnico. Casi un noventa por ciento del metraje transcurre en un piso mientras la familia se prepara para celebrar la ceremonia que nunca va a celebrarse. La cámara sigue a los personajes en largos planos secuencia con un virtuosismo absolutamente desconcertante. Sieranevada abre la competición de Canes con los mejores augurios. ÀNGEL QUINTANA

CAFÉ SOCIETY (Woody Allen). Film de inauguración

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Hace ya varios años que, para lo bueno, para lo malo y para lo excelente en ocasiones, Woody Allen parece hacer cine con la facilidad de quien respira, sin aparente esfuerzo y sin engolar nunca la voz. Quizás porque ha llegado a una edad en la que ya no se preocupa demasiado por el acabado formal de sus películas, ni tampoco aspira a plantearse grandes retos formales, lo cierto es que sus últimos filmes se deslizan por la pantalla con una extraña sensación de desgana y de gracilidad a la vez sobre las que descansa, sin embargo, buena parte de su atractivo, tal y como vuelve a suceder ahora en Café Society: un film rodado gracias a la generosa contribución de Amazon Studios, lo que significa que el prolífico cineasta neoyorkino ha podido disponer en esta ocasión de un presupuesto algo más holgado para reconstruir el Hollywood y el Nueva York de los años treinta, reconfigurados aquí con especial glamour envuelto en melancólicos tonos dorados y crepusculares gentileza bien reconocible del gran operador Vittorio Storaro. Bajo esa apacible superficie, entre medias de un argumento demasiado prolijo y a pesar de una puesta en escena casi desmayada (por carente de tensión), la película consigue dar forma a una elegíaca historia de amor frustrado narrada con ejemplar sentido de la elipsis y con una muy bienvenida contención melodramática que la dota, incluso de cierta elegancia. El resultado está muy lejos de figurar entre las obras mayores de Allen, pero se deja ver con facilidad sin pedir demasiado a cambio de un bonito y algo superficial despliegue de sabiduría otoñal (por la distancia y por la modulación con que filma a sus personajes), lo que a la postre resulta más que agradecible. CARLOS F. HEREDERO

En Blue Jasmine, Woody Allen presentaba dos mundos. En la costa oeste, San Francisco dominaba el mal gusto y los efectos devastadores de la sociedad de consumo. En la costa este, Nueva York —concretamente Park Avenue— dominaba la elegancia pero también la corrupción y los efectos devastadores de la crisis. Los sueños transitaban entre ambos mundos. En Café Society, Allen opone las dos costas de los Estados Unidos pero a partir de otro contexto —los años treinta— y del deseo de observar de qué forma se fueron creando unos sueños que fácilmente podían resquebrajarse cuando chocaban en la realidad. Café Society nos muestra Hollywood como el arquetipo de la tierra de las oportunidades, en la que la fama no hace más que afianzar ciertos sueños. En Nueva York operan las bandas de gánsteres que conquistan los bajos fondos y convierten sus locales nocturnos en las tapaderas del sueño y la apariencia. La cara plácida y la cara amarga del sueño conviven en el film, pero para dar lugar a una comedia ligera que pretende evocar —y homenajear— el legado de la comedia romántica. Para Woody Allen, el trasfondo que esconde la comedia romántica no es otro que la crisis permanente entre aquello que hemos deseado ser y aquello que las circunstancias —o el azar— nos han acabado permitiendo ser. La dialéctica funciona a partir de hipotética historia amable de amor en la que un joven —Jesse Eisenberg— llega a Hollywood para poder conquistar el mundo. Allí conoce a Vonnie —glamourosa Kristen Stewart— que es la secretaria de su tío —genial Steve Carell— convertido en un productor ambicioso que habla de sus encuentros con Fred Astaire y Ginger Rogers o del contrato que piensa cerrar con Joel McCrea. Entre estos tres personajes se teje un triángulo amoroso, pero en el mundo de apariencia amable de Café Society no hay crisis, ni destellos de rabia, ni dramatismo: todo resulta plácido. Quizás porque no es una película sobre lo que se ve sino sobre aquello que la realidad esconde. Allen no teje una comedia de cámara, ni una simple historia triangular, sino que en poco más de hora y media construye un brillante relato en el que los magnates de Hollywood dan paso a los gánsteres de origen judío y el lujo a las pequeñas aspiraciones de la clase media. El glamour todo lo disfraza, e incluso acaba disfrazando la melancolía que acaba siendo el sentimiento dominante en la historia. Los amantes están condenados a convertirse en espectros de un pasado que algunas veces vuelve, pero que cuando regresa ya no puede llegar a ser aquello que fue antaño. En apariencia una obra menor, pero en realidad una brillante y coherente comedia ligera en el mejor estilo Woody Allen. ÀNGEL QUINTANA