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Veinticinco años después de su estreno, y tras ganar en Cannes de 1996 un Premio Especial del Jurado no exento de polémica, vuelve a las pantallas, en una versión restaurada en 4K, Crash, la película que sirvió como epílogo de la primera etapa de David Cronenberg. Tras más de dos décadas, no solo sigue demostrando su capacidad de incomodar y epatar, sino también su condición de suma total y compendio de las temáticas e intereses del director canadiense, a partir de la novela de J. G. Ballard y su relato de una sociedad entre el presente y el futuro, donde la asepsia provocada por la tecnología y el progreso ha dejado a la humanidad en un estado de vaciado emocional que solo es suplido por la excitación momentánea y fatua provocada por los accidentes de tráfico y la fusión de la carne y el metal.

Esa unión de lo corpóreo y lo plástico, de lo mecánico y lo humano, de la sexualidad como un acto de violencia primigenia aparece desde los primeros trabajos del cineasta. De Vinieron de dentro de… y sus parásitos viscerales que provocan una fiebre sexual incontrolable, pasando por las mutaciones de la carne en La mosca, la perversidad aséptica de los entornos ginecológicos de Inseparables o la viscosidad de la realidad virtual pasada por el filtro del VHS y los 8 bits en Videodrome.

En Crash, las superficies cromadas de los vehículos, sus curvas aerodinámicas acariciadas como sustitutivos de los cuerpos humanos y la gestación de una nueva clase de ser humano en la unión entre semen y aceite de motor, de sangre y gasolina, dan paso a unas secuencias de sexualidad perversa y explícita, donde la asepsia y la tonalidad monocromática del entorno, se transforman en retablos manieristas potenciados por una paleta cromática que aleja fugazmente la escala de grises, y los tonos cálidos –de la carne y la sangre– se abren paso de manera fugaz pero intensa aportando una experiencia cuasi mística y pagana. Casi como si los preceptos del manifiesto del Futurismo de Filippo Tommaso Marinetti sobre la velocidad, la furia, la intensidad y la cinética se transformaran y fueran reintroducidos, a partir de la incómoda e inquietante puesta en escena de Cronenberg, para los espectadores de finales del siglo XX.

A su vez, el transcurso del tiempo da paso a una reflexión quizá todavía más importante y que va más allá de la filmografía del director. Contemporáneas de Crash, se estrenaron las obras fundamentales y más arriesgadas de otros cineastas transgresores como David Lynch (Carretera perdida, 1996), Paul Verhoeven (Showgirls, 1995) y Terry Gilliam (Miedo y asco en Las Vegas, 1998). Autores que, como David Cronenberg, habían intentado ser absorbidos y domesticados por la gran industria y habían conseguido introducir su subrepticio veneno dentro del mainstream. Y casi como si fuera en contraposición de ese cine independiente manufacturado (la producción de Miramax) estos cuatro enfants terribles consiguieron no solo remover los cimientos de la industria, sino entregar las que serían sus obras totales y fundamentales hasta el momento. Quizá si hubieran sido recibidas con la mirada que da la perspectiva, estaríamos hablando de otro Hollywood menos corporativo y más arriesgado.