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Podría verse Soul como la aplicación sofisticada de una fórmula ensayada previamente en Del revés (2015), el anterior largometraje de Pete Docter. Ciertamente, no son pocos los puntos en común entre dos obras que, si bien son plenamente coherentes en su discurso y ‘moraleja’ con toda la trayectoria previa de Pixar, se apartan del resto de títulos de la factoría en su concepción: ambas trascienden la materialidad de Toy Story, Cars o Brave para poner la animación al servicio de elementos etéreos y simbólicos, ya sean las emociones o, en este caso, el alma. Y ambas ofrecen, también, el equivalente cinematográfico de un manual de autoayuda. Pero, allí donde Del revés optaba por una ejecución igual de sencilla (o simple) que su trasfondo, con su aplicación de formas esquemáticas y colores primarios a los sentimientos básicos del ser humano, en su nuevo  trabajo Docter apuesta por hilar más fino, y propone un desarrollo menos previsible en sus vericuetos (que no en su resolución) y, sobre todo, un elaboradísimo diseño visual que se convierte en la mayor virtud del film.

Jugando con el doble sentido –metafísico y musical– de la palabra inglesa soul, la película plantea una historia reconocible (las aspiraciones de un profesor de música afroamericano, a quien presta su voz Jamie Foxx, de convertirse en un exitoso pianista de jazz) para a continuación resituar el relato en el plano inmaterial de las almas por medio de un súbito golpe de timón argumental. No será el único cambio de rumbo de una cinta que parece querer mimetizarse con el desarrollo improvisacional del jazz: más adelante, un nuevo giro devolverá la historia al mundo físico, emparentándola con las películas de ‘intercambio de cuerpos’ que son casi un subgénero en sí mismas dentro de la comedia hollywoodiense.

Pero, más allá de la excelencia técnica de todo el film (al fin y al cabo, a estas alturas no se le exige menos a un producto surgido del laboratorio Pixar), es en el reino espiritual donde brilla especialmente la labor de diseño de Soul. Sobre todo en lo tocante a las luminiscentes almas, menos maniqueas –en términos visuales– que las emociones de la cinta precedente, y que bien podrían haber salido de la imaginación de Hayao Miyazaki: su aspecto, a la vez estilizado y amable, viene a hermanarlas directamente con los kodama de La princesa Mononoke o los distintos espíritus que pueblan Mi vecino Totoro y El viaje de Chihiro. Por el contrario, los seres bidimensionales que se encargan de pastorear a las almas son de una brillante simplicidad, basados en largas líneas rectas frente a las curvas suaves de aquellas. Esta concepción esquemática ofrece sus mejores resultados con Terry, el ‘villano’ de la función (o, en todo caso, lo más parecido que hay en ella a un antagonista), cuyos trazos angulares se integran en distintos elementos del mundo real mientras persigue a los protagonistas por la ciudad de Nueva York.

En definitiva, son las distintas decisiones formales las que permiten a Soul trascender su elemental mensaje de carpe diem para situar a la película como una de las propuestas más sólidas de Pixar, quizá menos redonda y exuberante que Coco (2017), pero seductora por sus cualidades intangibles como una balada de Aretha Franklin.