Por Martin Pawley

Esta historia empieza en 1716, cuando el astrónomo inglés Edmond Halley expuso un ingenioso método para evaluar la distancia entre la Tierra y el Sol. Casi cuarenta años antes Halley había observado un ‘tránsito de Mercurio’, el paso del planeta como un punto por delante de la estrella. Se le ocurrió que determinando con precisión desde dos lugares diferentes el momento de contacto de un planeta (Mercurio o Venus) con el borde exterior e interior del disco, sería posible calcular con matemáticas no muy complicadas cuántos kilómetros nos separan del Sol, la llamada ‘unidad astronómica’. Este parámetro facilitaría deducir otras distancias entre cuerpos del sistema solar, relacionadas entre sí por las leyes de Kepler. La unidad astronómica era una llave que abría muchas puertas.

Aunque hay varios tránsitos de Mercurio por siglo, su pequeño tamaño aparente hace de Venus una opción más factible. El problema es que sus tránsitos son fenómenos infrecuentes: se producen por pares con un intervalo de ocho años y luego transcurre más de un siglo hasta el siguiente. Cada nuevo tránsito de Venus alentó, en consecuencia, muchas y bien organizadas expediciones científicas, con empeños tan novelescos –e infructuosos– como los de Le Gentil en 1761 y 1769, que acumuló avatares adversos y cuya larga ausencia del hogar provocó que fuese declarado oficialmente muerto.

Las campañas del siglo XVIII demostraron que el método de Halley proporcionaría resultados útiles solo si las mediciones eran muy buenas. El objetivo de cara al siguiente tránsito, el 8 de diciembre de 1874, era reducir el error en un factor diez, y para entonces se disponía de dos tecnologías modernas que facilitaban las cosas: la telegrafía, que hacía viable la sincronización horaria entre relojes en distintos puntos, y la fotografía, que permitía guardar imágenes para analizarlas con calma. La fotografía, de hecho, se utilizaba cada vez más con fines astronómicos y no tardó en ser una herramienta decisiva para revolucionar la astrofísica en observatorios legendarios como el de Harvard.

El astrónomo Jules Janssen tuvo una idea genial. Nacido en París en 1824, dedicó gran parte de su vida a emprender misiones asombrosas: viajó a Sudamérica para medir el campo magnético terrestre, contempló el cielo nocturno desde el cráter Kilauea de Hawái y vio eclipses de Sol en Italia, la India (dos veces), Argelia, Tailandia, Oceanía y también uno en España en 1905, ya octogenario. Suele ser citado como descubridor del helio, aunque el mérito realmente es de Norman Lockyer, que asoció la línea que detectaron en el espectro solar con un elemento químico entonces desconocido.

Janssen pensó que lo ideal sería registrar el tránsito de Venus con una colección de imágenes en secuencia. No unas pocas fotografías, sino muchas, las suficientes como para que algunas coincidan con los instantes de contacto deseados. Imaginó un artilugio mecánico que disparase fotografías a intervalos regulares, de forma que pudiera quedar bien definida la hora para todas ellas. Soñó con tirar hasta 180 imágenes a razón de una por segundo, pero la realidad redujo notablemente las pretensiones. El primer modelo, elaborado por Eugène Deschiens, fabricante de contadores y velocímetros, no le satisfizo totalmente, por lo que confió la creación del aparato definitivo al inventor y relojero Antoine Redier.

El popularísimo divulgador Camille Flammarion describió con detalle el sistema en la revista La Nature. En un eje común, explicó, se monta un mecanismo con engranaje de relojería, un disco de cobre con doce pequeñas aberturas, que sirve de obturador, y una rueda con una placa de daguerrotipo. Cuando se alinea la abertura principal con alguna de las doce del disco la luz llega hasta el daguerrotipo, que se detiene el tiempo necesario para la exposición mediante un sistema de cruz de malta. El dispositivo, ajustado para obtener 48 imágenes en 72 segundos, recibió el nombre de Revolver photographique y su eficacia se ensayó el 6 de julio de 1874 con un tránsito simulado. Esa prueba aún existe y constituye un ejercicio pionero de fotografía automática en secuencia, en cierto sentido la primera película de imagen real.

El mero anuncio del diseño del revólver activó la curiosidad, en Reino Unido, del astrónomo real Sir George Biddell Airy, que encargó la construcción de aparatos semejantes. Durante el tránsito de diciembre se utilizaron varios equipos ‘a lo Janssen’ que produjeron docenas de placas en todo el mundo. Infelizmente, ninguna de ellas se conserva. Tampoco la que filmó el grupo de Janssen en Nagasaki, que registró aceptablemente el primer contacto interior con el Sol a pesar del tiempo brumoso que produjo imágenes “débiles, pero muy visibles”. Durante su estancia en Japón obtuvieron, según sus propias palabras, “numerosas placas de notable nitidez, que demuestran que el instrumento ha logrado plenamente el objetivo para el que fue diseñado”. No deja de ser curioso que el único resultado que hoy tenemos del revólver sea un ‘passage artificiel’, como si ya en su forma primitiva el cine, incluso cuando perseguía documentar hechos científicos, estuviera destinado a deslizarse hacia la ficción. 

El principal objetivo astronómico del experimento, sin embargo, no quedó satisfecho. La técnica minimizaba los errores en las medidas de paralaje, pero no tanto como se esperaba, de modo que la distancia exacta entre la Tierra y el Sol siguió siendo una tarea pendiente. En una comunicación de 1876 en el boletín de la Société Française de Photographie, Janssen apunta posibles estrategias de perfeccionamiento: se podría “doblar o incluso triplicar” el número de imágenes que el revólver realizaba de una tacada y habría que conseguir que no hubiese que cambiar de placa. La senda estaba señalada y por ella avanzaron otras figuras de su tiempo, sobre todo Étienne-Jules Marey, cuyo invento, el ‘fusil photographique’, no deja de ser una evolución mejorada del revólver.

El cinematógrafo y la astronomía

De los experimentos cronofotográficos al cine propiamente dicho había un paso no muy grande, que resolvieron de forma brillante los hermanos Auguste y Louis Lumière. Como asistente a un encuentro de fotografía, Janssen aparece en una filmación fundacional de Louis, Le Débarquement du Congrès de Photographie à Lyon, realizada el 11 de junio de 1895 y proyectada a los participantes del congreso al día siguiente. Fue también una de las diez películas que conformaron la primera sesión pública en el Salon Indien, del Grand Café de París, el 28 de diciembre de 1895.

El potencial de las imágenes animadas para el registro de efemérides astronómicas, aún con las dificultades asociadas a la falta de luz, era muy evidente, en especial con fenómenos de corta duración como los eclipses solares. El mago inglés Nevil Maskelyne filmó el eclipse total del 28 de mayo de 1900 en Carolina del Norte, un minuto de película hoy restaurada por el British Film Institute. Ese eclipse pudo verse también en España, igual que el de 1905. El barcelonés Josep Comas i Solà, director del Observatorio Fabra, filmó este último desde Vinaròs con una cámara cinematográfica adaptada, pero el metraje de que dispuso se agotó antes de que empezasen los casi cuatro minutos de totalidad.

Había una tercera oportunidad el 17 de abril de 1912, pero presentaba mayores dificultades: se trataba de un eclipse híbrido, que se vería como anular en un zona amplia pero alcanzaría una brevísima fase de ocultamiento completo en una banda central muy estrecha. Se requería mucha exactitud en la localización y Comas i Solà fue dando cuenta de sus cálculos y recomendaciones en la revista de la Sociedad Astronómica de España. La línea de totalidad del eclipse tocaba la península al sur de Oporto y avanzaba hasta Gijón con una duración inferior a medio segundo. Se decantó por O Barco de Valdeorras como lugar de observación, y viajó a Galicia con su esposa y un operador de la casa Pathé.

En aquella época los eclipses eran ocasiones únicas para observar la cromosfera y la corona solar, habitualmente ocultas por el mucho mayor flujo radiante de la fotosfera. Solo durante el breve intervalo en que la sombra de la Luna tapa el disco solar se tenía acceso a esas capas exteriores, y el estudio del elusivo espectro de su luz (el ‘espectro relámpago’) era objeto de deseo para la ciencia. Desde mediados del XIX se utilizaban prismas en fotografía para descomponer la luz, pero su uso con una cámara de cine fue una innovación audaz de Comas i Solà. Él mismo relató las virtudes del cine en un artículo en La Vanguardia ocho días después del eclipse: “Para dar una idea de las grandes ventajas de este método cinematográfico, bastará decir que, hasta ahora, siguiendo los procedimientos ordinarios, se obtenían tres, cinco o diez espectografías, durante la totalidad y muy raramente en el momento oportuno. Pues bien; con el procedimiento que he puesto en práctica, he conseguido cien fotografías del espectro invertido en veinte segundos de tiempo, correspondiendo muy cerca de un quinto de segundo de exposición para cada una de ellas (…). Es indudable que serán muchos los resultados notables que de este eclipse recogerá la ciencia, eclipse decepcionante para la mayoría, pero sin duda uno de los más importantes en la historia de la astronomía contemporánea”.

Uno de esos resultados notables se logró con otra cámara de cine en Ovar (Portugal), aunque ni esta película ni la grabación gallega de Comas i Solà han llegado hasta nuestros días. El responsable fue el profesor de astronomía de la Universidad de Coímbra Francisco Costa Lobo, quien, analizando la filmación, constató que las ‘perlas de Baily’ (puntos brillantes que rodean el disco durante la totalidad) no se distribuían de forma simétrica. Concluyó de esta observación que la Luna presentaba un ligero achatamiento cuyo valor llegó a estimar (compatible, además, con el que hoy se reconoce). Era la primera vez en la historia que se publicaba un artículo científico basado en imágenes cinematográficas.