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Carlos F. Heredero.

La política del avestruz sólo sirve para mirarse el ombligo. No vale de nada meter la cabeza debajo del ala cuando llueven chuzos de punta y el temporal arrecia. No valdrá de mucho, por tanto, ignorar la difícil encrucijada que atraviesa el cine español y esconder la cabeza bajo el espejismo de algunos premios puntuales o tras la coartada de la incomprensión que la producción nacional encuentra, según dicha óptica, por parte de las televisiones privadas, los festivales internacionales, los exhibidores, los medios de comunicación, la crítica y hasta los ciudadanos que le dan la espalda. No puede ser que el universo entero se haya confabulado contra el cine español, o exprese diferentes grados de desapego hacia él, sin que éste encuentre dentro de sí mismo alguna razón que pueda ayudar a entender, un poco mejor, lo que está ocurriendo.

El largo y doloroso proceso que está sufriendo la elaboración de la Ley de Cine ha puesto de relieve algunos escollos importantes. La ofensiva de las televisiones privadas, la rebelión de los exhibidores contra la “cuota de pantalla” y, más recientemente, la presión de algunas autonomías para romper la unidad del Fondo de Protección (quizá la amenaza más grave de todas) son sólo algunos de esos síntomas. En medio de semejante fuego cruzado, la dura realidad de las cifras habla por sí sola: entre el 1 de enero y el 9 de septiembre (datos del ICAA) la cuota de mercado sólo llega al 7,82% de los espectadores, no hay ni una sola película española entre las veinticinco con mayor recaudación, y los tres títulos nacionales de mayor éxito son, sucesivamente, Pérez, el ratoncito de tus sueños (una cinta de animación infantil, de producción mayoritariamente argentina), Café solo o con ellas (distribuida por la filial española de la multinacional Walt Disney) y El equipo Ja (secuela inefable de Ja me maaten). Un ranking que no necesita comentarios.

Añádanse los nubarrones que se atisban en el horizonte inmediato para que la televisión pública apueste realmente en serio por la producción fílmica, el progresivo recelo que emerge de nuevo entre los aficionados más jóvenes frente a las películas españolas, la creciente contaminación televisiva que dejan ver (en una suicida operación mimética) numerosas ficciones cinematográficas de nobles aspiraciones y la persistente dificultad de la industria establecida para colocar sus productos en algunos de los más prestigiosos festivales…

En medio de este contexto, el trabajo de la crítica no puede ni debe asumir la querencia del avestruz. A costa de levantar algunas ampollas o de provocar picores allí donde más pueda escocer, es necesario abrir el debate, plantear interrogantes, atreverse a poner el dedo en la llaga y empezar a reflexionar sobre las causas de la presente situación. No se trata de ofrecer recetas imposibles. Se trata de cuestionar el sentido de lo que está ocurriendo para no dejarnos atrapar por la coyuntura, para no comulgar con ruedas de molino, para interponer una distancia reflexiva y una perspectiva cultural respecto al estado de las cosas. Por ejemplo, frente a las relaciones entre el cine español y los festivales nacionales e internacionales. Por algún sitio hay que empezar.