Carlos F. Heredero.

En un año marcado por el síndrome de Roma (Alfonso Cuarón), que ha polarizado el debate sobre el impacto que puede llegar a tener el consumo de cine en streaming sobre la exhibición en salas (visionado individual versus experiencia colectiva), con todas las ramificaciones industriales y sociológicas  que semejante dialéctica lleva asociadas, se corre el riesgo de que la preocupación por el bosque –una controversia que va para largo y que evoluciona con inusitada velocidad– nos impida vislumbrar los árboles, que son las películas en sí mismas y las corrientes creativas que estas ponen en circulación. 

Nada impide, por lo demás, que la discusión sobre el bosque (un debate de sana raíz ecológica, en el que están implicados creadores, plataformas de streaming, distribuidores, exhibidores, festivales, espectadores y críticos) corra en paralelo con la reflexión estética imprescindible para que los árboles puedan seguir proporcionando oxígeno creativo y madera cultural a ese ecosistema cada día más plural, cuya transformación incesante nos afecta ciertamente a todos.

Tiempo habrá a lo largo de este año (cuando The Irishman y Scorsese tomen el relevo de Roma y Cuarón en el horizonte de las pantallas y de los festivales de 2019)  para profundizar en el análisis y el estudio del bosque, cuyas extensiones nacionales y locales se van a ver sometidas, inevitablemente, a un rosario de constantes sacudidas al tiempo que, con toda seguridad, los creadores (la savia que alimenta a los árboles) continuarán impulsando diferentes búsquedas estéticas, distintos modelos de representación y plurales alternativas artísticas.

Y es en este último territorio en el que 2018 ha visto desplegarse, de nuevo, la vieja disyuntiva establecida por André Bazin entre los “cineastas que creen en la imagen y los cineastas que creen en la realidad”. Cineastas del control obsesivo (Paul Thomas Anderson, Pawel Pawlikowski, Alfonso Cuarón) han ofrecido este año obras importantes (El hilo invisible, Cold War, Roma) capaces de proponer un fructífero y apasionante diálogo entre sus imágenes exactas –esculpidas con la precisión de un orfebre maniático– y diferentes dimensiones de la realidad mental, amorosa y social con las que interactúan.

A su vez, cineastas de otra estirpe muy diferente (Alice Rohrwacher, Agnès Varda, Nobuhiro Suwa, Isaki Lacuesta) han llevado a las pantallas películas de gran calado (Lazzaro feliz, Caras y lugares, El león duerme esta noche, Entre dos aguas) capaces de confiar en la realidad para extraer de ella destellos de verdad y de emoción que fructifican en ficciones no menos personales, igualmente creadoras de universos singulares gracias al poder transformador de sus imágenes.

Se pueden preferir unas u otras películas, cada cual se puede sentir más cerca de un modelo o de su antagonista, pero tampoco parece demasiado provechoso, hoy en día, atrincherarnos en fronteras impermeables o dogmáticas al respecto. Bienvenido sea, no obstante, cualquier debate teórico al respecto (las páginas de Caimán CdC están abiertas para ello), pero entre medias cabe –al menos– otra lectura posible: la función determinante y común de la puesta en escena, para unos cineastas y para otros, como herramienta decisiva para la creación de poéticas originales capaces de dialogar con la realidad y con su representación al mismo tiempo.

También habrá que hablar de esto, además de pantallas, de streaming, de Netflix, de industria y de negocio. Porque todo ello no sobrevivirá sin los creadores.