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Carlos F. Heredero.

Nunca más podremos volver a vivirlo. Tener la oportunidad de celebrar el centenario de Manoel de Oliveira mientras rueda, durante este mismo diciembre, su largometraje número treinta (Singularidades de Uma Rapariga Loira) es mucho más que festejar un cumpleaños excepcional: estamos hablando del único cineasta en activo formado en la era del cine silente, de un creador cuya práctica nunca ha dejado de explorar los límites de la representación fílmica, de un director que a pesar de hundir profundamente las raíces de su imaginario poético en la cultura de Portugal, habla con sus imágenes una lengua universal, como si esa civilizada fantasía que escenifica en Una película hablada (2003) fuera, en realidad, la metáfora de su propio cine, capaz de navegar con la misma elocuencia por las aguas del mitológico Mediterráneo que por las corrientes descubridoras del Atlántico, como él mismo hace, delante de la cámara, en Cristóvão Colombo-O Enigma (2008).

Su filmografía se nutre, simultáneamente, de dos afluentes enriquecedores y de antiguo linaje entre lo más noble de la historia del cine: la herencia y la huella que grandes cineastas clásicos dejan en él (Carl Th. Dreyer, Jean Vigo, Luis Buñuel, John Ford…) y la reflexión consciente sobre los mecanismos del lenguaje fílmico y sobre la propia naturaleza de la vida como representación, que hereda de las vanguardias estéticas de los años veinte del siglo pasado y que desarrolla en paralelo con lo más avanzado de la modernidad. Dos vectores que palpitan bajo lo más inspirado de su práctica, siempre resistente a toda comodidad autocomplaciente, a toda tentación empobrecedora o convencional.

Una imagen que para algunos puede resultar percutiente deriva, expresamente, de aquella herencia clásica: es la de Clint Eastwood, autoridad de referencia y de amplio consenso entre la crítica y entre los aficionados de todos los países, levantándose en solitario (el primero de todos) para aplaudir y para rendir tributo a Oliveira –de forma entusiasta– en medio de la gigantesca sala Lumière del Festival de Cannes de este mismo año, llena a rebosar para homenajear al entonces ya casi centenario director portugués. Una imagen que expresaba, de forma cálida y resonante, el sincero reconocimiento que el cine neoclásico de hoy, pero también el conjunto de la crítica mundial, le ofrecen a un cineasta de inmarchitable vocación indagadora y experimental.

Es por tanto en aquella estela en la que viene a insertarse este número especial de Cahiers du cinéma. España, colocado en su mayor parte, y desde perspectivas muy diferentes, “bajo la advocación de Oliveira”. De hecho, el ejercicio de echar la vista hacia atrás y de reflexionar sobre el itinerario de una trayectoria tan vasta como innovadora (en la que confluyen todas las artes del siglo) se desvela una tarea tan obligada como apasionante y enriquecedora. Hijo inequívoco del siglo XX, pero también del cine, Oliveira alumbra todavía hoy los caminos más estimulantes de la creación fílmica contemporánea. Ahora sólo queda, en consecuencia, echar de nuevo la vista hacia delante y esperar sus nuevas películas. Mientras tanto, maestro, le deseamos ¡Feliz cumpleaños!