Carlos F. Heredero.
Corren tiempos de incertidumbre. Son tiempos de crisis, qué duda cabe, también de retroceso y de rapiña feroz en muchos aspectos, pero a la vez tiempos propicios para la reinvención, para el cuestionamiento de todo lo establecido, para la búsqueda de alternativas y de caminos nuevos, para repensar las relaciones entre las imágenes y sus destinatarios, para poner patas arriba las formas tradicionales de los relatos…
No debería resultar demasiado extraño, en consecuencia, que sea precisamente ahora cuando surjan películas –por lo demás, tan diferentes y aparentemente lejanas entre sí– como Holy Motors (Leos Carax), En la casa (François Ozon), César debe morir (Paolo y Vittorio Taviani) o El muerto y ser feliz (Javier Rebollo), todas ellas coincidentes –por los avatares caprichosos de la distribución y de los festivales– en las páginas de este número de Caimán Cuadernos de Cine. Cuatro obras anticanónicas que convergen, precisamente, en su deseo de buscar un lugar propio dentro del universo fílmico, una originalidad que tiene vocación de conjugarse con las múltiples influencias de las que todas ellas se muestran deudoras, ya sean éstas los fantasmas del cine amado (Carax), la gran literatura (Ozon), los clásicos del teatro (Hnos. Taviani) o la leyenda mítica de los perdedores (Rebollo).
Pero hay algo más que comparten estas cuatro películas, y ese algo no es otra cosa que el impulso vivificador y, a la postre, transgresor del deseo. El deseo como fuerza motora de todo relato, como conductor de toda ficción capaz de transformar la realidad para llegar a descubrir, mediante su estilización, la trastienda que ocultan las apariencias, como energía que mueve toda narración capaz de disolver las certezas y de generar interrogantes. Deseo de que la ficción se regenere a sí misma, en un bucle sin fin, hasta desvelar su propia y desafiante autonomía (Holy Motors), deseo de saber y de placer –incluso culpable– que late bajo la fascinación hipnotizadora de la narración literaria (En la casa), deseo de introducir la materia misma de la realidad en la materia propia del relato dramático (César debe morir), deseo de disociar la imagen y la voz over para provocar un contraste entre ambos capaz de cuestionar, al mismo tiempo, la puesta en escena y el relato del cineasta (El muerto y ser feliz). Deseos que crean relatos y que los cuestionan, que los impulsan y los disuelven a la vez.
Un deseo de ficción movido por todo aquello que las normas, las convenciones, el establishment, las reglas y las academias rechazan o condenan a la marginalidad. Un deseo que abraza la excepción, el misterio, los desechos, los interrogantes, los fragmentos y las dudas para enfrentarse a un mundo ya inevitablemente fracturado, a un equilibro cada vez más precario de valores y de certezas, por cuyas rendijas –cada vez más numerosas y más grandes– emerge, imparable, el impulso de una ficción desestabilizadora. Deseo de seguir narrando, pero ahora para abrir espacios en lugar de cerrarlos, para plantear preguntas y generar inquietud en lugar de ofrecer respuestas, para reivindicar el juego y la libertad frente a la rutina acomodaticia y frente a la penosa seriedad de la realidad que se nos impone todos los días.
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