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Blanco en blanco (Théo Court)
¿Cómo pasa un artista de ser testigo de la realidad que pretende retratar a cómplice de la infamia?, ¿cuánto importa la distancia en el proceso de creación?, ¿quién se encarga de mirar al que mira? Las interpretaciones suelen dar más información de su intérprete que del objeto en cuestión. En última instancia, el arte es un ejercicio donde la mirada de un autor condiciona cuánto del paisaje terminará encapsulado en la composición artística. Théo Court responde a todas estas cuestiones en Blanco en blanco, obteniendo un retrato, si se quiere una foto, de su inquietante fotógrafo protagonista (Pedro), interpretado con gélido hieratismo por Alfredo Castro. Un ejercicio de autocrítica artística, un profundo cuestionamiento de los inciertos tiempos postcoloniales del cambio de siglo. Como sucedía en Jauja de Lisandro Alonso, con esos fotogramas que simulaban la apariencia de postales, pero sustituyendo en esta ocasión el componente onírico por uno más terrorífico.
El dispositivo narrativo se podría asimilar al proceso fotográfico del revelado, en el que la imagen emerge tras varias capas, resultantes de su interacción con los reactivos químicos. Una de estas capas que refleja la complejidad de la propuesta se identifica en el cromatismo que resuena en su título; ese manto de nieve, que transmite por igual el tono frío del conjunto y esa coraza de impunidad ante los crímenes cometidos es del mismo color que identificamos en el vestido de la niña Sara. La violencia que subyace a la primera escena en la que el fotógrafo prepara a la niña, prometida en matrimonio con el terrateniente Sr. Porter, está narrada desde el tenebrismo de los claroscuros. Puede que ese rayo de luz que se filtra en la habitación dialogue con la luz de la cámara que amenaza la inocencia de Sara. Perversión, pureza y corrupción.
Un segundo nivel de lectura se podría identificar en el uso de la banda de sonido. Tanto los efectos sonoros como la música compuesta por Jonay Armas están utilizados con sobriedad e inteligencia; recursos extradiegéticos siempre imbricados en el texto visual. Los acordes de violín resultan zarpazos en las imágenes (esa escena donde las antorchas avanzan por el bosque es puro terror), arañazos que hacen audible el mal escondido por la historia (y el arte). Mientras el Sr. Porter permanece en el fuera de campo, la narración sonora perturba haciendo tangible su invisibilidad, así como refleja su influencia en los personajes corrompidos por su servicio al latifundista.
Imágenes que remiten al genocidio indígena de los Selknam en Tierra de Fuego durante el ocaso del siglo XIX. Mientras en la estremecedora última escena de la película, el fotógrafo se empeña en encontrar la perfección de su puesta en escena, Théo Court culmina su efectivo revelado de la infamia. Un proceso en el que la película desenmascara la inmaculada pulcritud pretendida por Pedro en esa imagen final. Como sucede con esas fotos viejas en las que emergen ‘manchas de secado’ (metáfora del paso del tiempo), Blanco en blanco hace visible la suciedad de esas imágenes oficiales, cuestiona el arte cómplice de la barbarie y nos recuerda el compromiso de quien asume la responsabilidad de mirar.
The Bra (Veit Helmer)
Hay una preciosa ausencia de palabras sobre la que se construye The Bra. Sin diálogos y sin sobreexplicaciones, Veit Helmer se sirve únicamente de sus imágenes (y de un tratamiento del sonido realista que captura la cotidianidad del entorno rural) para contar esta reformulación del cuento de La Cenicienta que transina una fina línea entre el fetichismo y la liberación sexual.
La búsqueda que emprende el conductor del tren, un hombre solitario que apenas tiene relación con los demás, es recogida por la cámara con absoluta discreción, renunciando a cualquier afán voyeurista. El cuerpo de las mujeres no se retrata con frivolidad ni exhibicionismo, al contrario: cada encuentro muestra una forma distinta de relacionarse con la desnudez, a la vez que destapa el mundo interior de cada una de ellas.
En medio de este universo íntimo, cobra fuerza la interpretación gestual de un reparto que se mueve y comunica por el espacio con naturalidad, y en el que destaca Miki Manojlovic (el tenaz maquinista) y, en un papel secundario, un Denis Lavant cuya gestualidad se convierte en el punto de fuga de las escenas que protagoniza.
Hay una cuidada puesta en escena que favorece la armonía y la delicadeza dentro del plano y que se aprecia, sobre todo, en los colores tenues entre los que destacan aquellos más vivos de la lencería o las bucólicas panorámicas del pueblo atravesado por las vías de un tren (un gag visual que renuncia a parte de su comicidad para favorecer el aspecto más tierno del relato). En este sentido, hay cierta belleza (mágica, sencilla, honesta) en las imágenes, una atracción que de manera inesperada se va apoderando de la narración, una conquista de lo visual en un espacio libre de lo verbal.
Este es, quizá, el aspecto más relevante de una cinta de sutiles contrastes, de verdades reveladas y de encuentros relevantes que, en definitiva, apuesta por lo sencillo. Una película sincera cuyo valor se encuentra en su ingenuidad, en su mirada inocente y desprejuiciada; valores que, hoy en día, parecen estar en peligro de extinción.
Los lobos (Samuel Kishi)
Hacia el final de Somos Mari Pepa (México, 2013), el anterior y primer largometraje de Samuel Kishi, el joven protagonista, que acaba de perder a su abuela, escucha en la radio la lectura de una carta donde se explica cómo el temor ante la muerte es la constatación de la falta de amor. Las palabras se convertían en la banda sonora de una concatenación de imágenes del hogar de Álex: de los espacios compartidos, de fotografías de infancia… Un sonido que acompañaba el desamparo y la soledad que deambulaban por la casa. Tan necesario resultaba el aparato de radio como la cámara de fotos que tantas veces revisaba el personaje a lo largo del film, elementos a través de los cuales conseguía establecer un vínculo hacia el exterior y expresar (y liberar) su carga emocional.
En Los lobos, las cintas grabadas por una madre son la compañía de dos hermanos pequeños recién llegados a Nuevo México mientras ella está en el trabajo. De nuevo, un aparato mediatiza y vehicula la relación, esta vez entre una madre y sus dos hijos, que tienen que pasar separados la mayor parte del tiempo. El cineasta parte de una vivencia personal (él mismo ha contado que esta situación es la que vivió junto con su hermano al ir a vivir a California) y reconstruye sus recuerdos haciendo a su hermano (Kenji Kishi, que se encarga de la música) partícipe del proceso creativo. Así, lo que podría traducirse en un drama social acerca de los menores migrantes atrapados en la burocracia de los Estados Unidos (un trasfondo crucial del relato) es, ante todo, un hermoso ejercicio de memoria compartida. Sin abandonar el aspecto documental que latía en Somos Mari Pepa, y que permite aquí hacer visible esa crudeza, sucia y despiadada, de la que es imposible evadirse, cierta ingenuidad se apodera de un relato cuya perspectiva, fundamentalmente, es la de los niños. A través de los dibujos que estos hacen en las paredes, la fantasía intenta traspasar la realidad y colorearla, una operación que funciona mejor para sus personajes que como mecanismo narrativo. Sin necesidad de recurrir a excesos formales, a partir de un pequeño elemento (el sonido de la grabadora) Kishi consigue armar un discurso acerca de lo físico y lo emocional, y mostrar en pantalla la compleja forma en que opera el vínculo afectivo.