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Culminación final de un proyecto que pasó en 2020 por las residencias del programa Ikusmira Berriak y luego finalmente por Sundance, Todos los caminos sucios saben a sal (traducción literal del original) es el primer largometraje de la cineasta, poetisa y fotógrafa norteamericana Raven Jackson (Tennessee, 1990). Original y poderosa exploración lírica en la vida de una joven negra a orillas del Mississippi, su relato fluye de manera indistinta hacia delante y hacia atrás para configurar una aproximación de raíces panteístas a la naturaleza y al curso de la vida con apenas diálogos, pero con una insólita capacidad para filmar —de manera intensamente física— la lluvia, la tierra, el agua, las manos y la piel de sus protagonistas. De esa fisicidad extrae la película toda su fuerza poética y la pantalla toda su capacidad para atrapar la mirada de sus espectadores. La apuesta es muy radical en el mejor sentido de la palabra: aunque algunas decisiones de su protagonista marcan su existencia de manera determinante, apenas hay aquí relato propiamente dicho. Sus imágenes se expanden con lentitud y delectación por los pliegues de lo sensorial y de lo táctil hasta conformar un hermoso poema fílmico que reclama una segunda visión más atenta para dejarnos traspasar por la naturaleza valiente de su propuesta (a la que no es ajena una cierta influencia de Terrence Malick). En cualquier caso, la irrupción de un film como este en la programación de San Sebastián, a pesar de todo su riesgo, o precisamente por ello, ofrece el mejor camino posible para un certamen que necesita de este tipo de apuestas y de hallazgos. Carlos F. Heredero