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Al pensar en un festival de cine pensamos sobre todo en proyección de películas y en encuentros para comprar, vender y producir más películas; pero cuando llevas muchos años acudiendo a un festival, encuentras recuerdos, muchos recuerdos, enlazados con personas que son parte consustancial de ese festival y de la relación que se ha establecido con él. En el Festival de Tesalónica una de esas personas fue Michel Dimopoulos, su director entre 1991 y 2005, fallecido este mes de abril y a quien el festival ha tributado un homenaje. Michel era una persona de llamativa envergadura física, pero también humana y cinéfila. A él se debe el paso de un festival local de cine griego, a un festival internacional con la presencia de muchos de los directores más importantes del momento y otros muchos que presentaron sus primeras obras y luego adquirieron protagonismo, como Carlos Reygadas o Pavel Pawlikovski.

Michel había sido, seguramente, el crítico más trascendente de la revista Synchronos Kinematographos que habían fundado, entre otros, Theo Angelopoulos en 1969. Dimopoulos se incorporó en 1971 y entre 1976 y 1983 fue su redactor jefe. Con Angelopoulos, como presidente honorífico, compartieron seis años al frente del festival, hasta que el gobierno conservador los destituyó en 2005.

Bajo su dirección artística el Festival se mantuvo como principal referencia para el cine griego, pero se abrió al ámbito internacional y abrió una ventana que en Grecia habían querido mantener cerrada, la balcánica. Angelopoulos fue un referente de ese giro hacia el norte y ese camino lo siguió también Dimopoulos impulsando la sección Balkan Survey y, posteriormente, la Balkan Fund, para el desarrollo de proyectos cinematográficos surgidos en toda aquella región. De las retrospectivas de esos años guardo para mi recuerdo dos memorables. La de Béla Tarr en 2002; y la de Abbas Kiarostami y Víctor Erice en 2004, con sendas publicaciones e impulso para la futura exposición en torno a sus correspondencias. Fue con ocasión del encuentro con Erice que mi contacto con Michel se hizo más estrecho.

El homenaje que le ha dedicado el festival se ha acompañado por una película que Dimopoulos estimaba particularmente: El espíritu de la colmena (1973). No ha llegado a ver el regreso de Erice al formato del largometraje. Cerrar los ojos se ha podido ver en el festival. No sé si hubiera sufrido un desencanto amoroso como el que sufrí yo. La última vez que nos vimos fue en la pasada edición del festival, donde rivalizamos en elogios a Trenque Lauquen (Laura Citarella). El festival, con todos los cambios, la clase política y las crisis económicas, no ha vuelto a alcanzar la dimensión y trascendencia de aquellos años, pero no ha perdido su capacidad para atraer a un público que sigue agotando entradas. En esta edición se alcanzaron las 86.000.

No he tenido ocasión de permanecer muchos días en la ciudad y el porcentaje de películas que he visto es pequeño, pero alguna reflexión, aunque parcial, puedo sacar: la constatación de que hay muchas, demasiadas películas y la mayoría innecesarias. Tal vez sea la manera para que la maquinaria del audiovisual, de la que los aquí presentes vivimos, siga dándonos de comer, pero es imprescindible asumir la necesidad de reducir emisiones y disminuir la contaminación audiovisual.

Esta fue la impresión que tuve con las dos películas italianas que vi casi consecutivas: la que inauguró la Mostra de Venecia, Comandante de Edoardo de Angelis; la otra llegada desde Cannes de la mano de uno de los directores más reconocidos, El rapto, de Marco Bellocchio [véase crítica aquí]. Dos películas de época, con abundantes recursos de producción, bien construidas, bien interpretadas, aunque tal vez se le fuera un poco la mano a Bellocchio con Pio IX, pero con las dos tuve idéntica sensación: ¿Y ahora qué hago con ellas? ¿Para qué me pueden servir? No es suficiente pensar que El rapto pueda aportar una reflexión sobre la intolerancia y el dogmatismo. Eso no pasa de ser un telón de fondo, la justificación para desarrollar un espectáculo histórico y dramático. Una impresión similar me dejaron las numerosas películas españolas programadas, a excepción de Sobre todo de noche de Víctor Uriarte [véase crítica aquí] que, especialmente en su primera parte, hasta el encuentro con el hijo, me pareció muy sugerente en su búsqueda formal para un tema de habitual sobredosis melodramática. Contrariamente, se me hizo incomprensible el premio en Valladolid a La imatge permanent (Laura Ferrés) [véanse crítica y entrevista publicadas en la web]. Si tuviera que llevarme una película me llevaría la chilena Brujería de Christopher Murray, pero ahí empieza otra historia.

Pere Alberó