En el último tramo de la filmografía de Marco Bellocchio, la Historia es un sueño, o una pesadilla, de la que resulta difícil zafarse, siendo imposible distinguir en ella la realidad de la fantasía. He ahí una convicción que llegó a su cima en la serie Exterior noche (2022), sobre el secuestro y asesinato de Aldo Moro –un suceso que el cineasta ya había tratado en Buenos días, noche (2003)–, y que ahora culmina en El rapto, su último largo, sobre el caso real de otra sustracción, la de un bebé judío alevosamente arrebatado a sus padres por el Vaticano, siguiendo intrincadas razones políticas, a mediados del siglo XIX, y férreamente educado según la ideología católica. Desde el principio, Bellocchio se niega a filmar un drama de época o a construir una simple ‘película-denuncia’. Al contrario, el relato va y viene, evoluciona entre luces y sombras, en elaboradas secuencias en claroscuro, que incluyen momentos gloriosamente oníricos: la imagen de Cristo descendiendo de la cruz por su propio pie y paseándose como si tal cosa por una iglesia, desde el punto de vista alucinado del niño protagonista, constituye el más atrevido de todos ellos, una escena digna del Saura o el Fellini de los años setenta. Y todo ello forma parte de algo aún más amplio, de la fe y la religión vistas igualmente como un cúmulo de fantasías mentales, casi una sucesión de psicosis, que pueden (mal)formar la identidad hasta resquebrajarla, una estrategia que Bellocchio considera (acertadamente) mucho más subversiva que cualquier descripción realista. El rapto se puede permitir así convertirse poco a poco en una película que transcurre en la mente de su protagonista, en sus dudas y tormentos, incluso cuando muestra lo que este no puede ver o ni siquiera aparece en pantalla, y que inesperadamente acaba enlazando con los films de juventud de su director, de Las manos en los bolsillos (1965) a En el nombre del padre (1971), sobre todo en el estremecedor primerísimo plano con que (casi) se cierra: este es también el retrato de una identidad escindida entre lo simbólico y lo imaginario, que diría Lacan. Carlos Losilla