Imaginemos que Fuego fatuo pudiera contarse como si se tratara de un argumento convencional. Hablaríamos, entonces, de un príncipe que decide desobedecer a su familia y empezar a vivir por sí mismo, entre otras cosas entregándose a un gran amor por completo ajeno a su mundo, todo ello contado desde su lecho de muerte en un esplendoroso flashback. Pasemos ahora la trama resultante por el filtro de cierto cine queer de los años 70 y 80, digamos que de Fassbinder a Werner Schroeter e incluso Almodóvar, y por la consiguiente estética camp, sin olvidar la tendencia al musical que solía subyacer en aquellas relecturas de los géneros clásicos. Y, en fin, observemos qué resulta de todo eso si añadimos una insólita libertad en el tono, una saludable desvergüenza en la iconografía y un humor que va de la ingenuidad a la malicia sin que le tiemble el pulso, y que atraviesa la película entera dejando al final, paradójicamente, un regusto amargo, melancólico, que atañe no solo al destino de los personajes, sino también al universo formal creado a su alrededor. Pues bien, de suceder todo esto seguro que acabaríamos en el territorio que Joao Pedro Rodrigues lleva frecuentando desde el inicio de su filmografía, pero también en una reinvención del melodrama y/o el musical que en su momento no hubiera desdeñado ni el mismísimo Douglas Sirk.

Pues Fuego fatuo presenta esquemáticamente todo lo dicho, pero igualmente una nómina de personajes y situaciones que incluye familias reales desopilantes, muchachitos ingenuos en busca de su identidad sexual, bomberos que les ayudan a encontrarlas, niños que cantan a las maravillas de la naturaleza y chistes casi dadaístas alrededor de todo eso y más, entre otras muchas cosas. La estrategia de Rodrigues consiste en introducir el escándalo en cualquier convención, ya sea temática o estética, y reconducirlo hacia el terreno de lo inaudito, en el sentido de lo inesperado o incluso lo subversivo, que a veces vienen a ser lo mismo, para extraer de todo ello imágenes insólitas, desconcertantes, que impugnan la tradición sin romperla, simplemente moviendo el suelo bajo sus pies. Es así como puede permitirse detener la acción para crear insólitos tableaux vivants a partir de Caravaggio o Bacon, algo que seguramente inquietaría hasta al Godard de Passion. O inventar una escena de sexo en la que un par de penes de plástico hacen las delicias del príncipe enamorado y su bombero. O simplemente bautizar el conjunto como “fantasía musical” y acertar de lleno, pues nada más cerca de la opereta clásica, pero también del delirio underground, que esta película de apenas una hora en la que los diálogos se encauzan a través de un endiablado ritmo poético y el relato descarta desde el principio cualquier naturalismo para contarse a sí mismo desde una desarmante inocencia. Fuego fatuo contempla la realidad como delirio digno de ser vivido y, por lo tanto, como privilegio que nadie tiene derecho a arrebatarnos.