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En 1949, Georges Franju filmó La Sang des bêtes, donde un matadero servía de escenario del horror y los animales sacrificados se convertían en masas de carne abstractas, víctimas sacrificiales de un extraño ritual. Pues bien, nada tiene que ver Vaca, la última película de Andrea Arnold, con aquel mediometraje enseguida convertido en clásico, pues la intención aquí es muy distinta, empezando por el estilo y terminando por el discurso, pero algo sobrevive de aquel espíritu siniestro. Arnold es una cineasta más bien carnal, que gusta de filmar cuerpos como si fueran fragmentos de materia en bruto y mujeres como criaturas enjauladas, y sin embargo también suele incidir en mensajes a veces muy apartados de esa vocación física de sus planos. En esta su última película, nos introduce sin contemplaciones en una granja donde se crían vacas para seguir sus pasos en un proceso que habla de muchas otras cosas: el capitalismo visto como obsesión por la productividad, como fascinación por el encierro y la reproducción en serie de gestos y comportamientos, como explotación del cuerpo y anulación del impulso de libertad… Pues ¿dónde ver mejor todo eso que en la aparente impasibilidad animal, en su absoluta ausencia de metas y objetivos, sometida a la implacable intervención humana?

Vaca es un documental que se quiere sin piedad. La cámara se acerca compulsivamente a los animales, en apariencia con una cierta frialdad, en el fondo para obligarnos a verlo todo. Y para decirnos, casi escupirnos a la cara, que esa tragedia es también la nuestra, por mucho que no queramos verlo. Sin embargo, tras toda esta ambición política y metafórica se oculta, como sucede muchas veces en el cine de Arnold, una excesiva presencia del mensaje, que se convierte en algo omnipresente, pero también unívoco. El realismo de las imágenes pierde así fuerza, desvestido de parte de su energía por un deseo de reconvertirlo en símbolo. Y, al final, la firmeza ética de la propuesta, por otra parte indiscutible, queda puesta en duda por una cuestión que va apareciendo poco a poco para hacerse ostensiblemente presente al final: si hablamos de moral, y de moral de las imágenes, ¿qué decir de una cámara que se inmiscuye, que espía, que utiliza a esas vacas como rehenes de la mirada de una cineasta que no parece querer tanto mostrar como demostrar? Allá donde Franju se jugaba el todo por el todo, en un salto mortal sin red ni justificación, Arnold parece jugar constantemente sobre seguro, tener muy claro desde el principio lo que quiere decir, situarse siempre por encima de sus desvalidas criaturas.