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Fernando Bernal.

En la prolífica y variada filmografía de Michael Winterbottom ocupan un lugar (a veces, destacado) sus divertimentos/experimentos cinematográficos. Como si tratara de aligerar la densidad de sus propuestas de ficción más dramáticas y para oxigenarse de su compromiso con el documental social, el director inglés se convierte en un niño travieso que igual coquetea con el porno (9 songs) que desmonta a su antojo la estructura de un clásico (Tristram Shandy: a Cock and Bull Story). Precisamente de su frustrada adaptación de la obra de Laurence Sterne, Winterbottom repesca a los cómicos Steve Coogan y Rob Brydon para convertirlos aquí en los protagonistas de una road movie gastronómica con vocación de parodia sobre el oficio de hacer reír. Lo que llega a nuestros cines es la adaptación para el cine de los seis capítulos que compusieron The Trip en su versión para la cadena inglesa BBC. Los protagonistas se vuelven a interpretar a sí mismos en un relato de espejos enfrentados que arranca cuando Coogan recibe el encargo de un periódico de realizar un reportaje turístico por el norte del país. Con esta premisa, se pone en marcha un juego de (auto)referencias, que comienzan por él mismo (suenan Joy Division como guiño a 24 Hour Party People y pasajes de la banda sonora de Michael Nyman para Wonderland) y acaban siempre en los dominios de sus personajes/actores reales. Coogan y Brydon vuelven a estar unidos por el cordón umbilical de la rivalidad propia de las estrellas, alimentada en torno a una sucesión de conversaciones que mantienen una estructura muy parecida.

Todas las secuencias parecen arrancar de una improvisación (un reto de estilo casi infantil, como aquello de: “¿quién es capaz de imitar a Michael Caine?”) y terminan en el territorio melodramático de las frustraciones del cómico incapaz de desligar su amargura vital de la imagen jovial que proyecta. Winterbottom vuelve a poner en tela de juicio los géneros para extraer la tensión propia de la ficción y trasladarla al terreno del documental. De hecho, inserta sin pudor imágenes de las cocinas de los restaurantes por donde van transitando los protagonistas, disparando contra los formatos de telerrealidad tan habituales en las programaciones televisivas. No hay que perder de vista que, como se ha apuntado, se trata de un divertimento jugado a tres bandas por el director. Pero divertimento no es siempre sinónimo de obra menor.