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Carlos F. Heredero.

El pasado mes de enero hacíamos recuento de las mejores películas “invisibles” de 2010 (aquellas obras verdaderamente relevantes que no habían encontrado todavía un hueco en las salas) y nuestra lista la encabezaban dos realizaciones de matriz televisiva: Misterios de Lisboa (producida por Paolo Branco para la televisión pública portuguesa) y Carlos (producida por Daniel Leconte para Canal Plus Francia). El hecho de que ambos títulos sean obras personalísimas de autores tan singulares como Raúl Ruiz y Olivier Assayas respectivamente, y la circunstancia de que ambos existan también en doble formato (uno más reducido para pantalla grande y otro más extenso, con estructura de miniserie para la pequeña pantalla), eran factores que nos hacían preguntarnos, incluso, si acaso no estábamos ante “los síntomas de un renacer de las fructíferas relaciones cine-televisión que en su día posibilitaron proyectos firmados por nombres tales como Rossellini, Bergman o Fassbinder” (Jaime Pena dixit).

Podría pensarse, con una mentalidad perezosa, que tanto Misterios de Lisboa como Carlos son productos de difícil aclimatación en las salas tradicionales (casi cuatro horas y media la primera; más de dos horas y media la segunda, en sus respectivas versiones comprimidas), pero lo cierto es que tanto una como otra se han convertido –a su escala– en sendos éxitos comerciales en las salas francesas (véase pág. 51), donde han dado con la fórmula para que ambas películas hayan acabado por encontrar su público y para dar sentido a la sinergia establecida entre su versión para salas y su versión para televisión.

Y sucede que ahora, solo dos meses después de que Misterios de Lisboa liderara nuestra lista de “invisibles”, finalmente se hace “visible” gracias a su feliz estreno en salas (solo en formato digital, en un único pase diario, pero con cobertura nacional: Barcelona, Málaga, Valladolid, Valencia, Sevilla, San Sebastián, Bilbao, en la sala Berlanga de Madrid y en el Truffaut de Girona), lo que viene a suscitar, al menos, un par de reflexiones. Así cabe constatar, en primer lugar, que nuestras apelaciones a la necesidad de buscar nuevas fórmulas para que el cine más vivo que se hace hoy en día –y que se puede ver en los festivales– pueda llegar también a los espectadores de las salas en versión original sin duda acaban por dar frutos (ahí está el reciente éxito de la última película de Abbas Kiarostami: Copia certificada) y por generar corrientes de interés que tienen, como venimos diciendo desde hace ya mucho, una base real.

En segundo término, como pone de relieve el informe que publicamos en este mismo número (véase pág. 49) es evidente que las salas en versión original se enfrentan hoy a la imperiosa necesidad de una exigente mutación en cuyos ritmos y orientaciones se juegan su propia existencia, porque “los tiempos están cambiando” (que diría Bob Dylan) a una velocidad vertiginosa. Pero no porque esto se diga en las páginas de Cahiers-España, sino porque, contra lo que podría pensarse desde una óptica tradicional, tanto Misterios de Lisboa como muchas otras de esas películas que aún siguen siendo “invisibles” pueden llegar a encontrar su propio público –que no es tan pequeño ni tan residual como algunos creen– si se ponen en circulación sin someterlas a los esquemas tradicionales que rigen en el campo de la exhibición, completamente inadecuados para este tipo de productos. Así que en esto estamos, una vez más: en una batalla que realmente merece la pena librar, porque la tarea de contribuir a hacer visible lo invisible siempre fue, a la postre, el propio sentido del cine.