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Visión desde el gallinero.

Cahiers du cinéma. España / Marzo 2011.

LUÍS MIÑARRO.

Toda industria necesita show, su espectáculo. La industria financiero-bancaria (que ha secuestrado Estados y contribuyentes) tiene su protagonismo en las ruedas de prensa de los consejos de ministros. Nunca antes tantos banqueros han ocupado tantas páginas.

La industria del cine español tiene su show: los Goya. A los Goya le anteceden los premios José María Forqué: una fórmula que parece inspirada en los Oscar y los Globos de Oro.

La obtención no de uno, sino de siete, o trece de estos premios, proporciona a la película singularizada una segunda vida en las salas. También un relanzamiento del DVD. Como, además, son trabajos con presupuestos altos y, por tanto, coproducidos o adquiridos por televisiones, conseguirán altas audiencias de futuro. Unos cuantos Goya procuran que la ganadora se venda como pan caliente.

Difícilmente el cine minoritario o más arriesgado estilísticamente se hará con un Goya. Los mecanismos de selección para las nominaciones parece que separen las piedras de las lentejas.

El heterogéneo grupo de académicos que votan está formado por profesionales que parecen guiados –aunque no lo estén– por una fuerza oculta: refrendar el éxito comercial. Lo cual tiene sentido si interpretamos que los Goya son, prioritariamente, una retransmisión televisiva. Retransmisión con figurantes de lujo que ocupan escenario y platea.

Hasta aquí todo bien. Lo incierto surge cuando a estos premios se les quiere atribuir la prestación de excelencia del cine ibérico. Pero no hay suficientes elementos de juicio para ello. El amplio jurado me temo entienda el cine en sentido populista; como espectáculo de masas. Nadie o casi nadie hace los deberes: ¿quién ve más de cien películas al año? ¿Quién analiza la circulación de ciertas propuestas por el mundo? ¿Cuántos académicos asisten a festivales o conocen el cine más comprometido…?

La tendencia natural de los Goya será reforzar lo conocido: aquello que fomenta la industria porque justifica la inversión, es endogámico, reutiliza lo sacralizado (no siempre) y evita polémica. Y además, procura un espacio televisivo con todos sus ingredientes: niños actores, discapacitados que actúan, necrológicas que se suman a reacciones de los más veteranos, etc. Manda la retransmisión, no ya los premios. Se magnifica el lenguaje de la televisión, no el del cine. Estamos ante la perversión de los signos. Pongo un ejemplo: la presidenta de Brasil tomó posesión del cargo, viajó en Rolls-Royce y dijo que iba a “acabar con la miseria y la desigualdad” (El País, 2 de enero de 2011). Algo parecido les ocurre a los Goya: no tienen derecho a monopolizar la imagen del cine que se crea en este país.

Opuesto a los Goya es cualquier jurado internacional de un festival. En primer lugar, porque un jurado –no necesariamente familiarizado con los vicios del cine español– considerará las mismas películas desde una perspectiva estrictamente cinematográfica.

Pero, más allá de la Academia, preocupa que el entramado de agentes que dictaminan qué debe ser el cine español no quieran darse cuenta de que las cosas han cambiado. Lo que antes se consideraba cine de autor (es decir, negocio con coartada cultural) hace tiempo que ha sido dinamitado por cineastas al margen de la industria.

Los espectadores por debajo de los treinta años necesitan otro tipo de propuestas y son el futuro del cine. El coste de una película no es necesariamente un indicador cualitativo. Hay que resistir al envilecimiento. Pues, ¿no es envilecimiento que la mayoría de las televisiones públicas tengan la misma programación que las privadas? ¿que las parrillas de las públicas prioricen el cine norteamericano? ¿que se cierren los circuitos de distribución al otro cine? ¿no es envilecimiento que los Goya ignoren las propuestas que han conseguido mejores resultados artísticos…? Flaco servicio se hace al cine español –incluyendo a su industria– si la imagen que se da es que existen cuatro películas al año.

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Lluís Miñarro
ha producido en 2010 películas como Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas (A. Weerasethakul, Palma de Oro en Cannes, 2010), La mosquitera (A. Vila) o Aita (J. Mª de Orbe). Como director ha realizado Familystrip y Blow Horn.